Mons. Dominic Khumalo, o.m.i., es obispo auxiliar de Durban, en África del Sur. Dejemos que sea él que nos cuente la historia de su vocación.

“Procedo de la nación de los Zulúes. Mis ascendientes eran paganos. Mi aldea se quedó consternada por mi salida para el pequeño seminario de Lesotho. Regresé sólo seis años después. Durante mis tres semanas de vacaciones, recibí la visita de muchos miembros de mi familia, entre los cuales había quien se entristecía por mi destino. Mi abuelo me llamó una noche y se dirigió a mí con la solemnidad que utilizaba generalmente cuando hablaba con sus nietos.

“Hijo mío, me dijo, estoy convencido de que no tienes más de una onza de afecto por ninguno de tu familia, ni siquiera por tu madre. No sólo te equivocas, haciéndote sacerdote católico, sino es imposible, especialmente para ti. Sólo un blanco puede hacerse sacerdote; la vocación no es para la gente de color. La vida de sacerdote católico se pasa en exilio. Trabaja sin esperar una recompensa, lejos de los que quiere, sin las alegrías de la vida familiar. Solamente los blancos conocen el secreto de la droga que hace capaz a un hombre de un semejante sacrificio”.

“Abuelo, le contesté, es verdad que existe un poder tal, pero no es una droga, es un don de Dios”.

Siete años más tarde, fui ordenado sacerdote. Mi abuelo, demasiado enfermo para asistir a la ceremonia, me llamó a la cabecera de su cama. “Te esperé mucho tiempo, me dijo, mis días están contados y quiero entregarme a Dios, pero quiero que tú me bautices”. Como me acordé de nuestra última conversación, estuve muy sorprendido.

“Pero, abuelo, ¿usted sabe algo de nuestra religión?”

“Solamente lo que me has enseñado hace siete años y de eso me acuerdo bien”.

“Volveré, entonces, el día después de mañana para empezar su instrucción”.

“No, no tienes que dejarme sin bautizarme. Me encuentro tan débil desde hace dos días que es difícil creer que todavía estoy vivo”.

Insistió tanto que después de una hora de instrucción sobre los artículos de la fe, le bauticé. No pude evitar pensar en la manera en que la “droga” había actuado en él.

Mi abuelo no volvería a ver la luz del sol. La misma noche, nos dejó para un mundo mejor y agradecí a Dios por haber permitido a un viejo pagano esperar la vuelta a casa de su nieto”.

André DORVAL, OMI