En los primeros siglos de la Iglesia, se pudo decir que “la sangre de los mártires era semilla de cristianos”. En la breve historia de los oblatos en Canadá, se puede también afirmar que los misioneros entre los amerindios y los inuit, dando su vida en las circunstancias a menudo dramáticas, favorecieron un gran número de conversiones.

El año 1991 marcaba el ciento cincuenta aniversario de la llegada de los oblatos a Canadá. Montreal les acoge el 2 de diciembre de 1841 y, quince años después, ya alcanzan las llanuras del Oeste, el río Mackanzie y el círculo polar. Nada los para: montan la pura sangre de las praderas, afrontan los rápidos peligrosos, cazan el bisonte y el caribú, pescan la trucha bajo el hielo, aprenden los dialectos de los autóctonos. Cientos de padres y hermanos oblatos, llegados antes de Francia y luego de Québec, consagran su vida, a precio de renuncias heroicas, para hacer conocer a Jesucristo. En 1864, el padre Henri Grollier, llegado a Good Hope, en el círculo polar, podía decir muriendo: “Me muero contento, oh Jesús, ahora que he visto tu estandarte elevado hasta las extremidades de la tierra”.

Una víctima entre muchas otras
De todos estos valientes oblatos que han escrito “la epopeya blanca” del Gran Norte, unos buenos veinte oblatos fueron arrastrados accidentalmente por la onda disimulada. El padre Joseph Frapsauce es uno de estos. Se añade a los padres Paul Girardin, Joseph Brohan, Elphège Allard, Joseph Buliard, Henri-Paul Dionne, Honoré Pigeon, a los hermanos Emile Portelance, Alexandre Cadieux y muchos otros. Más particularmente el apostolado entre los esquimales o inuit costó la vida en primer lugar a los padres Guillaume Le Roux y Jean-Baptiste Rouvière. Los dos fueron brutalmente masacrados, en 1912, cerca de Coppermine. El padre Frapsauce, nacido en Francia el 5 de julio de 1875 y llegado a las orillas del Mackanzie en 1899, considera un honor y una gracia suceder a estos dos mártires. Cinco años después de su muerte, se establece en las orillas del Gran Lago del Oso. Vive solo, obligado a atender él mismo a sus necesidades con la caza y la pesca.

 

Fin trágico
A finales de octubre de 1920, el misionero engancha sus perros para ir a la bahía Dease, rica en peces además. Espera que el hilo del lago lleve su enganche. Desgraciadamente, todavía es demasiado fino. Cede de repente, llevando al fondo del lago al misionero, perros, cola y todo el equipaje. A pesar de intensas búsquedas, no se encuentra el cuerpo desaparecido. El año siguiente, un tal Joseph Trucho da una vuelta a sus trampas en los alrededores de la bahía Dease. Nota unos zorros que están devorando algo. A juzgar por las apariencias, se trata de un cuerpo humano. Unos trozos de tela negra podrían ser lo que queda de la sotana del padre Frapsauce. Otro año pasa antes que se presente el padre Fallaize. Intrigado por este trozo de sotana va al lugar indicado por el amerindio. Excava la nieve hacinada por el viento y descubre de hecho el cuerpo de su hermano horriblemente despedazado. ¡Qué consolación sin embargo para él este descubrimiento del misionero bienamado! Inhuma lo más decentemente que puede.

Muerte que lleva frutos
Tres vidas dadas por la conversión de los inuit. No fueron inútiles. Casi al mismo tiempo, pero a algunos miles de kilómetros, en las orillas de la Bahía de Hudson, el padre Turquetil tuvo el placer de bautizar a los primeros convertidos de Chesterfield Inlet, miembros de cuatro familias inuit. El padre Fallaize, por su parte, hizo él también correr el agua bautismal en la frente de los tres adultos y dos niños de esta población que se consideraban hasta entonces hoscos a la fe católica. Hoy en día, setenta años más tarde, los misioneros oblatos siguen llevando la Buena Noticia a los inuit del Gran Norte Canadiense. Del este al Oeste, de Pont Inlet a Aklavik, de Igloolik a Tuktoyaktuk. Creen, ellos también, en esta palabra de Jesús: “Nadie tiene mayor amor que este, dar la vida por sus amigos” (Jn 15, 13).

André DORVAL, OMI