Isidore CLUT

Entre los grandes obispos oblatos que han ilustrado las misiones del Oeste canadiense, Mons. Isidore Clut es quizás el menos conocido. Sin embargo, muchos aspectos de su personalidad merecen ser recordados.

¿Quién era entonces él que se ha apodado el “obispo de las penas”? Isidore Clut nace en 1832, en Saint-Rambert, en la diócesis de Valence, Francia. Entra en el noviciado de Nuestra Señora de Osier, pronuncia sus votos perpetuos el 8 de diciembre de 1854, día de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción. Enviado a Canadá y ordenado sacerdote en San Bonifacio por Mons. Alexandre Taché, el 20 de diciembre de 1857, sigue, un año más tarde, su carrera misionera bajo la dirección del padre Henri Faraud, su profesor de montagnais.

Miseria y pobreza
Su elevación al episcopado se hará de manera insólita, fuera de las reglas ordinarias. De paso a Roma, Mons. Faraud pide un “auxiliar” al papa Pío IX. Éste le concede unas bulas blancas sin indicar el nombre. Una simple consulta de misionarios de su Vicariato designa al padre Clut para este cargo. Sin embargo, hay que esperar todavía dos años antes de proceder a la consagración y ¡en qué condiciones! El 15 de agosto de 1867, después de muchas prórrogas, la ceremonia tiene lugar en la misión de la Natividad, en el lago Athabaska. Hay sólo un obispo consagrante, Mons. H. Faraud, asistido de dos padres oblatos, Germain Eynard y Christophe Tissier. Se ha olvidado llevar la mitra y el báculo del nuevo elegido. ¡Qué no quede por eso! Mons. Faraud encuentra en el bosque cercano un pequeño abeto que pronto no tarda en descortezar y en pulir como buenamente puede. Añade una voluta cortada en una punta de tabla y obtiene un báculo decoroso. Las hermanas Grises confeccionan de prisa una apariencia de papel alechugado. El aceite santo corre en la cabeza y en la barba de Isidore. La consagración es válida. Ahora es el “obispo de las penas” que realiza su lema: “mi yugo es llevadero y mi carga ligera”.

Una barba multiuso
Monseñor estaba orgulloso de su barba. Tupida, abundante y rizada, ondeaba majestuosamente en su pecho, dando a su estatura ya imponente una autoridad incontestada sobre los amerindios. Esta melena entrecana se revelaba muy útil contra el frío en invierno y contra los mosquitos en verano. Esta estación del año, estos mosquitos se convierten en un verdadero martirio para los misioneros. Uno de ellos habla en estos términos: “Son voraces, os envuelven, os acosan y os exasperan. Se lanzan a centenares en todas las partes del cuerpo accesibles a su aguijón. Silban en los oídos, os entran en la nariz, os pican la piel y tragan vuestra sangre”.

Durante un viaje en carreta, el enganche del padre Joussard se atranca en el fango. Este nuevo llegado a la región no logra defenderse contra una jauría de mosquitos que le asaltan en cualquier parte. El pobre hombre se agita como un diablo en el agua bendita. Afortunadamente, Mons. Clut está ahí para aconsejarle. Protegido por su barba y más experto, le exhorta: “No se debata así. Pegue su moquito debidamente, impida a un nuevo ejército que penetre. Luego, mate los que están por dentro. Terminará con esto”.

La noche siguiente, el joven padre Joussard, presa del delirio, cree engancharse en las crines de su caballo indómito. Grita en voz alta: “¡Hue, entonces, adelante, hue! Piensa también tirar de lo que cree ser la coleta de su caballo indómito. Un golpe de codo le libera entonces de su pesadilla. Cerca de él, Mons. Clut libera su barba de la influencia de su vecino: “Ahora bien, dice, con una pizca de ironía, los mosquitos de cierto le han vuelto la cabeza, amigo mío, ya que ahora confunde a su obispo con un caballo salvaje”. El futuro sucesor de Mons. Clut se aburre esperando las excusas y cae en un sueño profundo.

Cuarenta y cinco años de vida misionera, difíciles tanto unos como los otros, permitieron al “obispo de las penas” realizar muchas misiones a lo largo del Mackenzie e ir hasta Alaska. El 9 de julio de 1903, podía al fin alegrarse de su recompensa eterna.

André DORVAL, OMI