Joseph ALLARD

En otro sitio cuento en estos relatos cómo el padre Elphège Allard, o.m.i., ahogado en el río Dease, fue encontrado gracias a una estampa de la Virgen María. Este padre tenía a otros dos hermanos oblatos mayores que él: Joseph y Odilon.

Misionero en Yukon
También la vida de Joseph conoció estas peripecias. Nacido el 26 de abril de 1871, en Saint-David-de-Yamaska, trabajó durante algunos años en la granja de su padre; luego fue a estudiar ciencias comerciales en Montreal y a trabajar en Worcester, Mass. Sólo a los veinte y cuatro años empezó sus estudios clásicos en el juniorado Sagrado Corazón, en Ottawa. El 6 de junio de 1903, fue ordenado sacerdote entre los oblatos y, el año siguiente, le enviaron como misionero a Yukon. Durante treinta y ocho años recorrió esta vasta región, visitó numerosas tribus de amerindios, construyó cuatro iglesias y otras tantas escuelas. Su fervor apostólico era remarcable. Dejó una profunda impresión en todas las personas que evangelizó. Basó su enseñanza en el respeto de Dios, la fe en Jesucristo y un amor filial por la Virgen María. Aún hoy, treinta y cinco años después de su muerte en Sainte-Agathe-des-Monts, los viejos que le conocieron se acuerdan con emoción de ciertos acontecimientos que vivieron con él.

Navidad en Atlin
En los años 1930, cuando residía en Lejac, el padre Allard hacía frecuentes visitas a Atlin, pequeña misión entre los Klonkets, que había fundado con pena y miseria, en 1907. Mucho tiempo antes del Vaticano II, había organizado el apostolado de los laicos. En su ausencia, los domingos y los días de fiesta, la gente del lugar se reunía en la iglesia o en una casa para hacer las oraciones habituales. Muy a menudo, era una mujer, mejor preparada para este ministerio, la que tomaba la dirección de estos ejercicios. Un año, unas semanas antes de Navidad, ocurrió que la campana de la iglesia quedó atrancada en su campanario. Nadie se atrevió a subir al techo en ese periodo del invierno. La campana quedó entonces silenciosa.

En nochebuena, un pequeño grupo de cristianos se había reunido en casa de un amerindio que se llamaba Léo. Se esperaba siempre al misionero, ya que había prometido: “vendré en Navidad”. Hacia las nueve de la noche, la gente empezó a preocuparse… un accidente es siempre posible. A medida que las horas pasaban, ¡las gargantas se secaban y la sed aumentaba!

Tres golpes por la noche
De repente, al estupor de todos, se oyó el sonido de la campana. Tres golpes bien distintos: ¡Ding! ¡Ding! ¡Ding! “Ya está, dijo Léo, seguramente ha llegado el padre”. Sin tardar más, se puso su anorak, su gorra y sus manoplas de caribú para ir a encontrar al misionero. Provisto de un farol, fue a la iglesia. Contrariamente a lo que se esperaba, no entrevió ninguna huella en la nieve, ni en el escalón de la grada de la iglesia, ni alrededor del edificio. Volvió entonces a casa para hacer partícipes a los demás de sus constataciones. ¡Misterio! ¿Por qué y cómo sonó la campana? Se hicieron varias hipótesis. Léo, por su parte, afirmó que el padre se había muerto accidentalmente y que no vendría esa noche. Al contrario, Lucie, su mujer, buena cristiana que olía un truco de su marido alcoholizado, vio en estos tres golpes de campana una advertencia de Dios. “Tres golpes, dijo a la asamblea perpleja… esto quiere decir que dentro de tres horas, el padre estará en medio de nosotros. Recemos un rosario para ayudarle si está en peligro. Puede que haya tardado por la tempestad”.

Se rezó un rosario, se descansó y se volvió a empezar a rezar, pero se terminó perdiendo la paciencia. Léo y sus parecidos no pudieron esperar más. Sacaron las botellas y los vasos. Pero apenas el primer tapón saltó, la campana se hizo oír otra vez. Se miró el reloj: ¡era MEDIANOCHE! “Os lo había dicho, hizo notar Lucie, démonos prisa pues, esta vez, ¡el padre Allard ha llegado seguramente!”.

Esa noche, de hecho, el oblato Joseph Allard, todo contento por encontrarse entre los suyos, pudo celebrar en alegría la misa de medianoche con los fieles de Atlin.

André DORVAL, OMI