Louis Veuillot un día, después de una entrevista con Vital Grandin, dirá a algunos oblatos: “¡Qué hermoso obispo tenéis en el hielo!”. Cincuenta años misionero en el Gran Norte canadiense, los méritos de este hombre de Dios están reconocidos y esperamos el día en que será proclamado primer santo de la Iglesia del Oeste canadiense. Sus viajes en raquetas y en bote de corteza acumulan una distancia igual a siete veces la vuelta a la tierra. Hizo sus excursiones apostólicas como san Paulo, en medio de peligros de todo tipo, sufriendo el hambre, el frío, los mosquitos, la fatiga y los piojos.
La noche terrible del 15 de diciembre de 1863 que pasó en compañía de un joven mestizo, en el Gran Lago de los Esclavos, es la prueba. El joven obispo iba a celebrar la Navidad a Fort Resolution, a doscientos kilómetros de Fort Providence. Normalmente, con un buen trineo de perros, hacía falta contar cuatro o cinco días. “Es un salto de gato”, afirma Monseñor, como para tranquilizar a su joven compañero de catorce años. Así salen. Los perros son vigorosos y el frío intenso. Los días pasan y todo está bien. La misión se acerca, aún algunos esfuerzos…

De repente, el sol se oscurece, las nubes se acumulan y la tempestad se levanta. En nada de tiempo, los pobres viajeros son cogidos en el remolino de un torbellino de nieve espantoso que les hace perder toda orientación. “Seguimos marchando muchas horas, escribirá luego Mons. Grandin, gritamos con todas nuestras fuerzas, pero sólo la tempestad nos contestaba. Estábamos en el hielo vivo y el viento barría la nieve a medida que caía. Protegidos como podíamos por nuestro trineo y nuestros perros, mi pequeño muchacho sentado sobre mí y apoyado contra mí y yo nos preparamos a la muerte. El frío nos cogió y nos hizo falta volver a levantarnos y marchar, envueltos en nuestra manta, como para escapar de la muerte. En un claro, me pareció ver la tierra. Luego, un poco más tarde, entrevimos dos trineos. Gritamos con todas nuestras fuerzas. Era el padre y el tío de mi compañero que nos estaban buscando. Estábamos sólo a un cuarto de hora de distancia de la misión”.

El año siguiente, Grandin fue a Roma para su visita al Papa. Pío IX le hizo dar algunos detalles sobre las fatigas de estos viajes apostólicos, sobre la pobreza y la soledad de los misioneros del Gran Norte. A la petición de Mons. Grandin de poder guardar el santo sacramento sin lámpara encendida, ya que la misión no tenía los medios para pagar el aceite para este fin, el Papa contestó: “¡Guarde el Salvador! Sí, guárdelo. Os hace falta, a usted y a vosotros misioneros. Guárdelo, sin lámpara encendida”.

André DORVAL, OMI