El 31 de enero de 1965, en Sainte-Agathe-des-Monts, fallecía, a los cien años y tres meses, el padre Joseph Guinard. Este oblato legendario había sido misionero de los Amerindios de la bahía James, de Haut-Saint-Maurice y de Maniwaki durante unos sesenta años. Su bondad, su devoción y su rápida adaptación a la cultura autóctona son las tres cualidades que siempre lo han caracterizado. Nacido en Maskinongé, el 16 de octubre de 1864, Joseph Guinard entra en los oblatos en 1887. Sacerdote en 1891, es enviado, desde el año siguiente, a los Cris del litoral de Ontario de la bahía James, junto con el padre François-Xavier Fafard y el hermano Lapointe. Participará en la fundación de las misiones de Albany y Attawapiskat. De 1899 a 1965, de Maniwaki, a menudo será el hombre “sacerdote”, que volará al socorro de los Amerindios de Waswanipi, de Weymontachfe o de Manouan. Los leñadores de la Gatineau recibirán su visita anual. Catequista emérito, gana rápido la amistad y la confianza de todos. Su conocimiento de los idiomas amerindios le permitirá publicar, a los noventa años, un volumen muy útil: Les noms indiens de mon pays (Los nombres indianos de mi país). Este valiente misionero nos ha dejado también un precioso documento de doscientos páginas dactilografiadas acerca de sus trabajos apostólicos.

He aquí la página más hermosa de sus Memorias, titulada Mon calice brisé (Mi cáliz roto). “Una mañana de misión, abriendo mi capilla portátil para decir misa, encontré mi cáliz roto. Viéndolo así, empecé a llorar y a besarlo. Este pequeño cáliz de plata, esculpido con una cruz, me había seguido en las riberas arenosas de la bahía de Hudson a la bahía James, en Haut-Saint-Maurice. Juntos habíamos atravesado mil lagos, selvas inmensas y rápidos peligrosos; habíamos visitado obras de construcción y casuchas amerindias. Durante veintinueve años, había bebido ahí la sangre divina del Cordero. Algonquinos, Cris, Cabezas de Bola y leñadores se acercaron a este querido cáliz. ¡Cuántas veces, por la mañana, he rodeado su pie frágil de pequeñas hostias que consagraba para distribuirlas luego a los pobres que comulgaban en camisa, con trapos, enmarañados! ¡Oh! Mi cáliz, mi querido cáliz, ¿mi vida de misionero se romperá contigo?”.

“Tomé mi cáliz temblando y traté de enderezar el tallo. Utilicé una cola blanca para tratarlo con aún más delicadeza. Apoyándolo en mi corazón, gracias al fuego del amor que hacía fundir el metal, le volví a dar lentamente su forma. Eché un poco de agua en la copa y las hendiduras estaban cerradas de nuevo. No era perfecto, pero visto desde algunos ángulos, su forma era todavía graciosa. Sí, Dios mío, con mi cáliz querido, roto y vuelto a hacer, te volví a adorar, aún dos años en los que me parecía amarte más”.

“Pasaron muchos años después de estos acontecimientos: fui de misión veintidós años con otro cáliz. Hoy no es más mi cáliz de plata el que está roto, sino yo mismo que el tiempo rompe. Mi voz apenas puede contestar a las oraciones de la comunidad. Me callo, me pongo de lado, soy impotente. Es Dios que quiere estas roturas; las acepto y acojo aún más la grande y última rotura que me hará desaparecer de este mundo. Sé que Dios es un hábil obrero. Volverá a hacer lo que romperá pronto”.

André DORVAL, OMI