Eugène Casimir Chirouse formó parte de los cinco primeros oblatos llegados a Oregón en 1847. Un año después, se convirtió en el primer sacerdote en ser ordenado del Estado americano de Washington. Tras unos diez años en Oregón, es enviado a la Isla Victoria, en la Columbia Británica. El ardiente apóstol no tarda en ser conocido y apreciado por las tribus amerindias de la región. Le llaman espontáneamente: “Good old Father” (El Buen Padre Viejo).

Una expedición peligrosa
En 1860, su superior le envía a hacer una expedición por la isla. Le pide subir por la costa este en canoa, lo más al norte posible, para sopesar las intenciones de los autóctonos y localizar un sitio favorable para el establecimiento de una posible misión. Las tribus de estas regiones pasan por ser “bárbaros” hostiles a los blancos. A decir de muchos, los oblatos que intenten la aventura serán masacrados como tantos otros “rostros pálidos” antes de ellos. A pesar de estas advertencias, el padre Chirouse decide responder al deseo de su superior. Se adjunta al padre Léon Fouquet y los dos emprenden el viaje a Nanaimo.

Una tarde, hacia las 21:00, con una temperatura tediosa, se acercaron a un punto en el que los amerindios Penelakuts habían establecido su campamento. El padre Chirouse había oído decir que, poco tiempo atrás su jefe había sido seriamente herido por otros amerindios del norte. A medida que avanzaba nuestros misioneros no vieron más alma alguna viviente, ni oyeron sonido alguno sino el lejano aullido de un lobo.

Un grito salvador
De pronto, los perros comenzaron a ladrar. En el campamento, los amerindios, que temían un nuevo ataque, tomaron las armas y salieron a emboscarles. Con gran prestancia de espíritu, el padre Fouquet lanza un grito, lo único que podía detener el ataque de los Penelakuts: “Chilouse”. Era la forma de los amerindios de pronunciar el nombre del padre Chirouse. Ellos le conocían bien y le amaban como un buen padre. Otra voz se hizo oir por parte de los amerindios: “Pi Fouquet”. Este grito fue lanzado por un joven Saanich, en visita a sus amigos del norte, quien reconoció la voz del padre Fouquet. A una, bajaron sus armas. “Estaban tan felices de vernos – cuenta el padre – que no esperaron a que desembarcáramos. Corrieron al agua y tiraron de nuestras embarcaciones hacia la orilla. Todos se felicitaban de no habernos disparado. Nos rodearon y nos introdujeron en sus tiendas”.

Al día siguiente, los dos misioneros, armados sólo con sus cruces oblatas, continuaron la expedición hasta la extremidad de la isla.