Dios “gobierna de excelente manera el universo”, leemos en el libro de la Sabiduría (8,1). Él dirige nuestras vidas de tal modo que, a veces, podamos realizar cosas que eran humanamente impredecibles. Un buen ejemplo de esta acción providencial es la vida de un canadiense, el P. Arthur Terrien, cuya hambre de aventura le llevó a Chile. Aquí estaba preparando, sin saberlo, la llegada de los oblatos a este país.

Este legendario apóstól de la Pampa Andina, el Señor Terrien, como le llamaba la gente del país, había nacido en Watton, Quebec, en una familia muy pobre. Apenas tenía dieciséis años cuando, en 1896, tuvo que emigrar a los Estados Unidos para lograrse un modo de vida en los molinos de Nueva Inglaterra. Sintiéndose atraído a la vida religiosa, entró luego en los Hermanos de la Santa Cruz en Montreal, donde estuvo siete años. Sin embargo, su espíritu independiente era demasiado fuerte para esta vida de reclusión. En 1916 apuntó al oeste y llegó a Oregón. Allí enseñó durante algún tiempo el francés, pero, finalmente, se enroló como marinero en un barco mercante que se dirigía a Sudamérica. Desembarcó en Chile y se estableció en Iquique, sirviendo como profesor del Colegio Don Bosco, sito en esa ciudad.
Apóstol infatigable
Unos pocos años después, Mons. José María Caro, de Iquique, se dio cuenta de este extranjero que parecía tenener cualidades necesarias para el sacerdocio. Le envió a Santiago para estudiar la teología. Finalmente, el 24 de septiembre de 1927, fue ordenado por Mons. Labbé, Vicario Apostólico en aquél entonces. Tal fue el comienzo de su heroica vida de dedicación a los trabajadores de la Pampa y a los aymaras de los Andes. Cubría cientos de kilómetros por sendas de vértigo, que llegaban a alcanzar los cuatro mil metros, para llegar a los amerindios agrupados, por aquí y por allá, en aldeas aisladas. Casi todos eran católicos, pero no tenían sacerdote permanente. El misionero itinerante aprovechaba estas visitas para bautizar a los recién nacidos, dar lecciones de catecismo, llevar la Eucaristía a los enfermos y ver las reparaciones urgentes en las pequeñas capillas. Por su parte, los amerindios realizaban sus danzas rituales, llamadas “chunchos”, que requerían una gran duración, ya que podían durar unas doce horas.
Un sueño insaciable
El “Señor” Terrien llevó este atropellado modo de vida, sin velar por su salud, durante unos quince años. En 1942, sintió la necesidad de un descanso. Aceptó una capellanía en el hospital de Puerto San Antonio. Además de este muy exigente ministerio, encontró tiempo para dar clases de español e inglés en la escuela secundaria de Sara Cruchaga. Todos los niños le tenían en gran estima. A menudo se reunían en torno a él para disfrutar de sus trucos de magia.
En octubre de 1943, obtuvo permiso del obispo de Iquique para retirarse del ministerio activo. Sus ojos se habían vuelto irritables y sufría de reumatismo. Deseaba ver su tierra natal, Canadá, una vez más, si aún era posible.

Sin embargo, seguía repitiendo: “Hágase la voluntad de Dios, no la mía”. No vería de nuevo su tierra natal ni a su familia. Se le halló muerto en su habitación del hospital el 13 de junio de 1944. Tenía sesenta y cuatro años de edad.

En todos sus encuentros en la Pampa, pedía a menudo al Dueño de la mies que enviara obreros a los vastos campos de Chile. Sin duda, había pavimentado el camino para la llegada de los oblatos. En efecto, en diciembre de 1948, cuatro de ellos, los PP. Albert Sanschagrin, Robert Voyer, Maurice Veillette y René Ferragne, llegaron a Santiago para establecerse en medio de la población chilena.