Es más bien raro que un sacerdote celebre el septuagésimo aniversario de su profesión religiosa. Citemos como ejemplo, ciñéndonos sólo a la congregación de los misioneros Oblatos de María Inmaculada, los padres Dámaso Dandurand y Juan Bautista Beys. El primero murió a la edad de ciento dos años, después de ochenta años de sacerdocio. En cuanto al padre Beys, que falleció en Niza en 1976, disfrutó de una larga carrera de ochenta y un años de vida comunitaria y setenta y seis de sacerdocio. Los habitantes de la Bahía de James y los de Maniwaki se acordarán también del padre José Esteban Guinard, aquel centenario simpático que expiró piadosamente en Sainte-Agathe-des-Monts, en 1965, adornado de una corona de setenta y tres hermosos años al servicio del altar.

Lo que resulta más raro aún y probablemente único en la historia de las comunidades religiosas, tanto en Canadá como en Europa, es ver a un novicio ¡de setenta y ocho años de edad¡ Pues bien, los Oblatos ostentan ese record, ¡si es que existe este record! Ese novicio fue un irlandés. Su nombre: William Daly. Nacido el 17 de octubre de 1814, en Newtownbarry, condado de Wexford, el joven Guillermo se sintió muy pronto atraído hacia la misión de convertir paganos. Unos sacerdotes extranjeros que habían llegado a Dublín le dieron a conocer la existencia, en Marsella, de una congregación misionera, dispuesta a enviar misioneros al extranjero. Esta información impactó al joven Daly. Así pues se fue a Marsella y allí conoció a Mons. Carlos José Eugenio de Mazenod, fundador de los Oblatos de María Inmaculada. Tomó el hábito por primera vez el 16 de febrero de 1837.

Cuatro años después ese joven llega a Inglaterra. Al lado del padre Casimiro Aubert, trabaja activamente en el establecimiento de los Oblatos en ese país. Fundó varias misiones y se dedicó con éxito a la evangelización de los pobres en las regiones más populosas. Al mismo tiempo contribuyó a reclutar numerosas y buenas vocaciones de lengua inglesa para su comunidad. Desgraciadamente cometió una imprudencia imperdonable en una operación financiera, implicando una propiedad en Ashbourne y la parroquia de Penzance. Este error capital llevó a la Congregación al borde de la bancarrota. Mons. De Mazenod nombró inmediatamente al padre Casimiro Aubert delegado de Inglaterra recomendándole que hiciera cuanto estuviera a su alcance para tratar de limitar las pérdidas. “Corta, resuelve de raíz ese engorroso asunto”, le escribe. “¡Es una auténtica locura! Pero no olvides que, en cuestión de locuras, las mejores son las que menos duran”. A pesar de las gestiones del padre Aubert, no fue posible ningún arreglo con el acreedor, el cual supo aprovecharse de la candidez del padre Daly para meterlo en un callejón sin salida. Esta situación, llevada a conocimiento público por la prensa, comprometió seriamente la credibilidad del pobre padre ante las autoridades de la Congregación. Esto le llevó a tomar la decisión de abandonar, con el consentimiento del Fundador. Este último, con la gran pena de perder un hijo muy amado, supo sin embargo expresar, en esta circunstancia, sentimientos de confianza en la divina Providencia y fe profunda en el porvenir. “No se es digno de pertenecer a Dios y a la Iglesia si uno se deja abatir por las tribulaciones que suscita el demonio precisamente contra aquellos que él más teme. Constancia, pues, firmeza, confianza en Dios, a redoblar las oraciones y el fervor, y el mal será vencido por el bien” (Carta al padre Aubert, el 6 de diciembre de 1950).

En 1852 el padre Daly pasó al clero diocesano. Siguió ejerciendo el ministerio primero en Manchester y después en diferentes parroquias de la diócesis de Salford. Por su piedad y su celo, se granjeó por doquier la estima de sus feligreses. Su salida no impidió en absoluto que guardara un fuerte interés por los Oblatos. Hizo cuanto pudo a favor del desarrollo de sus trabajos y sus empresas misioneras. En diversas ocasiones tuvo la idea de pedir la readmisión en la Congregación. Pero sólo cuarenta años más tarde se decidió a hacerlo oficialmente. El Superior general de entonces, el padre José Fabre, le concedió con gusto entrar de nuevo en religión. Por esto, a principios del verano de 1892, el noviciado de Belmont House acogía a un joven novicio de setenta y ocho años. Cuantos vivieron ese año en su compañía pudieron constatar lo feliz que era al encontrarse de nuevo entre los Oblatos. El Señor le permitió prepararse, mediante la observancia de las prácticas religiosas, coronar hermosamente su larga carrera. Dos años después, el 27 de julio d 1894, murió en paz, rodeado de sus hermanos (oblatos), emocionados y edificados al oírle decir lo contento que estaba por morir como Oblato de María Inmaculada.

André DORVAL, OMI