En la mitad del siglo XIX, la Inglaterra protestante conoció un movimiento de vuelta a la fe católica. Entre los convertidos más ilustres, es suficiente mencionar los nombres de Newman y Faber. Los oblatos se establecieron en Gran Bretaña antes (1842) y en Irlanda (1856). Muy temprano, los padres Casimir Aubert y Robert Cooke, gracias a su predicación popular, difundieron la Verdad que produjo frutos abundantes.

Una conversión, marcada por circunstancias extraordinarias, suscitó, en 1860, una fuerte emoción en la ciudad de Dungary, en el sur de Irlanda. En el mes de agosto de ese año, los oblatos hicieron una misión ahí. Un agente de policía, protestante y que la población conocía muy bien, se puso unas preguntas acerca de la sinceridad de su fe. Un versículo del Evangelio ya le había sacudido con respecto a la presencia real: “Yo soy el pan vivo que descendió del cielo; si alguno comiere de este pan, vivirá para siempre”.

 

Un crucifijo luminoso
Una noche del retiro, cuenta, estaba sentado a la mesa con unos compañeros para una partida de cartas. Ganaba más a menudo de lo normal. Por un lado, me sentía presionado para ir a escuchar el sermón en la iglesia católica y, por otro, el demonio de la codicia se esforzaba por retenerme. En fin, me levanto para salir. Mis compañeros se niegan. Les echo el dinero en la mesa y siento el impulso de la gracia. En la iglesia, el sermón había acabado, pero una procesión de penitencia desfilaba en las calles cercanas. En medio de una muchedumbre de 3000 personas, unos hombres llevaban en alto un gran y hermoso crucifijo. Al ver a este Jesús crucificado, me impresioné muchísimo. Estaba ahí, inmóvil, sumergido en un sentimiento de admiración y de amor. De repente, una luz deslumbrante surgió del crucifijo. En esta luz, vi todos los pecados de mi vida. Me afectó un dolor tal que di un grito y caí de rodillas. El ejercicio acabó, la muchedumbre se dispersó, excepto un pequeño número de amigos que se quedaron cerca de mí. Retomé los sentidos y fue entonces que el deseo de convertirme al catolicismo surgió irresistiblemente en mi espíritu. Mi instrucción duró algunos meses y con una alegría indecible recibí el bautismo.

Este nuevo convertido se llama Philippe Mulligan. Seis años más tarde, entraba en los oblatos. Después de la emisión de sus votos, en 1867, recibía una obediencia para el Basutoland, en calidad de hermano. Religioso hecho y derecho, modelo de regularidad y de fervor, enseñó inglés durante más de cuarenta y cinco años. Inútil añadir que siempre guardó una atracción especial por los crucifijos. Durante la inauguración de una iglesia en la misión de Sion, dio a conocer al padre Montel, su superior, sus impresiones: “Esta iglesia, dijo, aunque es modesta, es perfectamente conveniente para un país de misión. Pero falta algo… falta un crucifijo… Si usted escribiera a los amigos de Irlanda… ¿Quizás?”.

El hermano Mulligan vio su deseo satisfecho antes de morir, el 11 de junio de 1915, a los setenta y ocho años.

André DORVAL, OMI