Con motivo de su viaje a París, a fines de enero de 1859, Mons. de Mazenod hizo un rodeo por Bourges para visitar en su casa a su viejo amigo el cardenal Dupont. Lo encontró gravemente enfermo. El cardenal murió el 26 de mayo.

Como único obispo senador con los cardenales franceses, Mons. de Mazenod pasaba a ser así el obispo mejor cualificado para reemplazar al difunto. Mons. Guibert se apresuró a recomendar al senador ante el ministro de Culto. El canónigo Jeancard, por su parte, escribió al señor Troplong, presidente del senado y amigo del Fundador para elogiar al obispo de Marsella. El señor Troplong comunica esta carta al ministro de Culto acompañándola con estas palabras: “No tengo nada que decir del obispo de Marsella, prelado piadoso, muy dedicado, muy conocido en Italia y en Inglaterra, tanto como en Francia, por sus numerosas fundaciones”. El asunto siguió su curso. El 15 de Agosto, Mons. de Mazenod recibió una carta del ministro de Culto, anunciándole que el emperador lo proponía al Santo Padre “para el capelo cardenalicio vacante en el orden de las designaciones de Francia”. Ciertamente, no se trataba más que de una propuesta oficial que el embajador de Francia transmitió al cardenal Antonelli, secretario de Estado, el 26 de agosto: “El gobierno de su majestad piensa que la elevación al cardenalato de un prelado tan recomendable en todos los aspectos, no provocará ninguna objeción de parte de su santidad”.

Pío IX no hizo ninguna objeción contra la persona propuesta, pero problemas de orden general no le permitieron responder a los deseos del emperador. Pronto surgió la primera dificultad. La costumbre requería que la propuesta de un cardenal hecha por los jefes de Estado permaneciera secreta hasta la publicación oficial de la Santa Sede, para demostrar que el Papa no cedía a un medio de presión inadmisible. Ahora bien, los diarios de París anunciaron esta designación el primero de septiembre, apenas cuatro días después que se enviara la carta del embajador al cardenal Antonelli. Una dificultad mayor iba, sin embargo, a retardar indefinidamente el nombramiento: la guerra por la unidad de Italia. Víctor Manuel, rey del Piamonte, y su ministro Cavour, apoyando los movimientos revolucionarios de los distintos pequeños Estados italianos, habían comenzado el movimiento que iba a desembocar en la unidad de Italia en 1870.

A pesar de numerosas promesas a favor de la permanencia de los Estados pontificios, Napoleón III en primer lugar ayudó militarmente a Víctor Manuel a combatir a los austriacos y entregó Lombardía al Piamonte en el armisticio de Villafranca el 11 de julio de 1859. En la primavera y el verano de 1859, los ducados, provincias y delegaciones expulsaron sucesivamente a sus gobernantes y se entregaron al Piamonte que, poco a poco, anexó Toscana, Massa y Carrara, Parma y Piacenza, Módena y Reggio, así como todo el Norte de los Estados Pontificios: la Romaña, las Marcas y la Umbría. Además, varias veces Napoleón anunció que iba a retirar sus tropas de Roma, entregando así, en forma indirecta, los últimos jirones de los Estados Pontificios al Piamonte. Muy inquieto por esta situación, el Papa no nombró cardenales en el consistorio del 26 de septiembre de 1859, sino que pronunció en esa ocasión una vigorosa alocución para condenar la rebelión de las Legaciones y excomulgar a todos aquellos que habían prestado su apoyo y sus consejos a la Revolución.

A continuación de esa alocución, la mayoría de los obispos de Francia escribieron cartas pastorales para defender los Estados Pontificios y a menudo para atacar duramente al Emperador. Mons. de Mazenod debió entonces emplear mucha diplomacia para defender al Papa, sin herir al Emperador. En vez de una carta dirigida a sus fieles, prefirió una carta personal dirigida a Napoleón III, para manifestar su preocupación y la de los católicos e invitar al Emperador a terminar con las invasiones del Piamonte. Escribió en seguida al cardenal Barnabò para ponerlo al corriente de su gestión con el Emperador y decirle que él defendería siempre al Papa.

El Emperador agradeció a Mons. de Mazenod sin hacerle ninguna declaración tranquilizadora; el cardenal Barnabò agradeció a su vez, expresando sin embargo la extrañeza de Roma por el silencio oficial guardado por el obispo de Marsella. “Sin perder una hora” Mons. de Mazenod, que era excelente para improvisar, redactó una carta pastoral donde con gran habilidad logró justificar su atraso y defender con fuerza los Estados Pontificios, sin ofender al Emperador, reafirmando su confianza en aquel “cuyos sentimientos a favor de la soberanía temporal del jefe de la Iglesia, nunca nos han parecido dudosos”.

Mons. de Mazenod empezó, sin embargo, a dudar seriamente de las buenas intenciones del Emperador, con motivo de la aparición del folleto El Papa y el congreso, publicado el 22 de diciembre. Este texto, que según se decía había sido inspirado por Napoleón III, sostenía que el Sumo Pontífice se vería favorecido por la reducción de sus Estados: mientras más pequeño fuera el Estado, más grande sería el Papa. Esta publicación levantó un clamor de indignación general en Roma y entre los católicos. A instancias del cardenal Morlot, Mons. de Mazenod escribió el 31 de diciembre de 1859 una segunda carta, cortés pero firme, a Napoleón III para denunciar el folleto e implorar al Emperador que defendiera la integridad de los Estados Pontificios. No recibió respuesta alguna. El año 1859 terminaba así muy mal. Mons. de Mazenod, al parecer, habría disgustado tanto al Papa como al Emperador y no se habló más de su Cardenalato. El cardenal Antonelli dirá por otra parte que, dada la aflictiva situación en que se encontraba la Santa Sede, no parecía oportuno a Su Santidad nombrar nuevos cardenales, ya que eso sería un acontecimiento gozoso y la Iglesia estaba, por el contrario, de duelo.

El año 1860 no trajo cambios a la situación general. En su saludo de año nuevo, Napoleón III aconsejó a Pío IX “sacrificar las provincias rebeldes”. En su encíclica del 19 de enero, el Papa rechazó este consejo y reivindicó enérgicamente la posesión de Romaña. Mons. de Mazenod no podía, evidentemente, contar más con el emperador. En adelante, tomó partido, decididamente y sin reservas por el Papa. Publicó la encíclica y la comentó a pesar de la prohibición del gobierno. En el párrafo habitual sobre la confianza en el Emperador, hablaba de la divina Providencia, en adelante único apoyo seguro. Pasó varios meses en París durante el invierno, volvió en junio pero no pidió audiencia al Emperador.

Mientras tanto, Mons. de Mazenod había recibido una carta del Papa que le causó gran alegría y le dio mucha serenidad. El 6 de enero de 1860, había escrito a Pío IX para reiterar sus principios y decirle todo lo que había hecho en favor de los Estados Pontificios. El Santo Padre respondió personalmente el 28 de enero. Terminaba con estas palabras: “Reiteramos la expresión de la decisión que nuestro especial afecto hacia usted nos ha inspirado y es que, cuando el momento sea más oportuno, otorgaremos a sus méritos la mayor recompensa que nos sea posible conceder”. La certeza de las buenas disposiciones del Papa en su favor le bastaba. Si durante algunos meses, en 1859, Mons. de Mazenod pareció inquieto por la falsa posición en que se encontraba a causa de la designación al cardenalato, conocida por todos y no firmada por el Papa, en 1860 se encuentra muy sereno y sometido a la voluntad de Dios. El 29 de diciembre de 1859, ya había escrito a Mons. Guibert: “El capelo llegará cuando lo quieran o no llegará, eso no me preocupa; he vivido ya 80 años sin tenerlo, prescindiré muy bien de él, el poco tiempo que me queda de vida.”

Mons. de Mazenod cayó enfermo a comienzos del año 1861 y murió el 21 de mayo sin recibir la más alta recompensa que le había prometido el Santo Padre. Ese honor había sido para él más bien una humillación y el capelo cardenalicio, una corona de espinas.

YVON BEAUDOIN, O.M.I.