Nace en Aix de Provenza el 1 de agosto de 1782
Ordenación sacerdotal en Amiens el 21 de diciembre de 1811
Funda la sociedad de los Misioneros de Provenza en octubre de 1815
Ingreso en comunidad el 25 de enero de 1816
Oblación en Aix el 11 de abril de 1816
Obispo de Icosia, in partibus el 1 de octubre de 1832
Ordenación episcopal en Roma el 14 de octubre de 1832
Obispo de Marsella el 2 de octubre de 1837
Muerte en Marsella el 21 de mayo de 1861
Beatificado por Pablo VI el 19 de octubre de 1975
Canonizado por Juan Pablo II el 3 de diciembre de 1995

Carlos José Eugenio de Mazenod nació en Aix de Provenza el 1 de agosto de 1782, de Carlos Antonio de Mazenod, presidente del Tribunal de Cuentas de Provenza, y de su esposa Rosa Eugenia Joannis. Pasa su infancia en la mansión familiar del Paseo hoy llamado de Mirabeau, educado en la adhesión a la Iglesia y a la realeza. Entraba en el Colegio Borbón en la primavera de 1789, en el momento en que va a estallar la Revolución. Su padre, que había ido en vano a París a defender los intereses de su clase, debía emprender la huida en diciembre de 1790. Al comienzo del año siguiente reclamó que su hijo fuera a encontrarlo en Niza; éste se colocó en seguida en el Colegio de los Nobles de Turín 1791-1794).

Su familia tuvo que refugiarse luego en Venecia, donde llegaba a mediados de mayo. Eugenio fue felizmente sustraído a la disipación del ambiente por Don Bartolo Zinelli, que tuvo un papel decisivo en su vida y lo llevó a pensar ya entonces en el estado eclesiástico. En 1795 la Sra. de Mazenod regresaba a Francia con su hija, con la esperanza de recuperar una parte de sus bienes, enajenados por los revolucionarios. Eugenio se quedaba solo con su padre y sus dos tíos, reducidos para sobrevivir a lanzarse al comercio de tejidos y de ropas, por lo demás con muy medianos resultados. En el verano de 1797, como la situación de los emigrados parecía amenazadora, se tomó la decisión de replegarse a Nápoles, adonde llegaban el 1 de enero del año siguiente, tras un viaje largo y penoso, por mar y por tierra. Sin noticias de la Sra. de Mazenod, subsisten gracias a una pensión de la reina María Carolina. Eugenio se encuentra entonces completamente desocupado.

Desórdenes que estallaron en Nápoles obligaron a los Mazenod a embarcarse un año después en forma catastrófica, para abordar a Palermo el 6 de enero de 1799. Eugenio conservará mejor recuerdo de Sicilia, donde frecuenta la alta sociedad que lo acoge como a uno de los suyo. Asume el título de conde, participa en las diversiones, entra en la intimidad de una noble familia, mientras trabaja en perfeccionar su formación literaria y mantiene, tal vez por el ejemplo de su tío el canónigo Fortunato, sus convicciones religiosas. La Sra. de Mazenod, que había obtenido el divorcio para proteger sus bienes, reclamó pronto a voces a su hijo que dejó Palermo por vía marítima el 11 de octubre de 1802.

A su llegada a Francia, se da cuenta de que no queda prácticamente ningún bien a los Mazenod y de que la familia está irremediablemente dividida. Un viaje a París, proyectos de matrimonio urdidos por su madre, y un profundo tedio atestiguan el vacío y la indecisión experimentados por el joven en esa época. Con todo, no ha rechazado la fe de su infancia, su conducta es juzgada irreprochable y, si no piensa ya en el sacerdocio, se entrega a la obra de las prisiones. Cierto viernes santo (probablemente en 1807) se siente interpelado en la iglesia durante los oficios y piensa en expiar sus pecados y en ponerse al servicio de la Iglesia. Con gran disgusto de su madre, se orienta hacia el sacerdocio y elige ir a prepararse en el seminario de San Sulpicio, en París, donde ingresa el 12 de octubre de 1808. Encuentra allí, a más de una conveniente enseñanza teológica, un ambiente de alta espiritualidad, abierto a la vez a los problemas planteados entonces a la Iglesia por la política imperial. Se formará especialmente en la escuela del Sr. Emery y del Sr. Duclaux, se hará miembro e incluso secretario de la Aa, prestará servicios a los cardenales negros, despojados a raíz del segundo matrimonio de Napoleón. Había aprendido en esas coyunturas a conjugar el respeto a las mejores tradiciones de la Iglesia de Francia con el rechazo de los excesos del césaropapismo.

Eugenio de Mazenod recibió el subdiaconado el 22 de diciembre de 1810 y el diaconado el 16 de junio de 1811. Para evitar recibir el sacerdocio de manos del cardenal Maury, demasiado comprometido a sus ojos con el emperador, acepta complacido la invitación de un amigo de su familia, Mons. Demandolx, obispo de Amiens que le ordena sacerdote el 21 de diciembre de 1811. Celebró, según la costumbre, sus primeras misas tres días después en Navidad, en la capilla de las Damas del Sagrado Corazón. Rehúsa entonces el cargo de vicario general y las promesas de ascenso. Como en París los sulpicianos fueron forzados a salir, Eugenio queda en el seminario en calidad de director hasta el otoño de 1812, cuando regresa a Aix, libre por el momento de todo compromiso en la diócesis. Deseoso de consagrarse a los pobres y a los jóvenes, aunque se instala con su madre en la casa de los Joannis, se sujeta a un reglamento riguroso y se mantiene en relación con su director, el Sr. Duclaux. Durante la cuaresma de 1813 da en provenzal, en la iglesia de la Magdalena instrucciones familiares para el pueblo humilde. Había fundado la Sociedad de la juventud cristiana de Aix, a la que consagra mucho de su tiempo y a la que da reglamentos, la cual dará abundantes frutos. También se hace capellán de los prisioneros austríacos encerrados en Aix y establece una asociación de piedad en el seminario mayor.

Desde hacía varios años, mientras su amigo Carlos de Forbin-Janson solo soñaba con las misiones extranjeras, Eugenio de Mazenod se inclinaba a la evangelización de los pobres de las zonas rurales. Animado por Pío VII, se orienta decididamente hacia ese lado, estimulado ya por su mismo amigo, el cual sin embargo querría arrastrarlo consigo a los Misioneros de Francia. Él, por su parte, estima más útil dirigirse en su idioma a los pobladores abandonados de la región. Así, en el año 1815 recluta a algunos socios sacerdotes, entre ellos al abate Enrique Tempier, que será su brazo derecho, y echa los cimientos de la Sociedad de los Misioneros de Provenza. La vida común se inauguró el 25 de enero de 1816 en el antiguo carmelo de Aix que él había comprado. Sin tardar, después de que él fue elegido superior, se partía a misionar. El P. de Mazenod se daba a ese ministerio agotador durante siete años, poniendo varias veces a prueba su salud.

En París en el verano de 1817, por los asuntos de su sociedad y los de su familia, obtuvo que su tío Fortunato fuera designado obispo de Marsella y, en consecuencia, llamó de Palermo a sus familiares, que atracaban en Marsella al fin del año y que iban a encontrarse de momento sin recursos. No obstante, el asunto iba a demorarse por más de cinco años. Aunque afectado por esos contratiempos, sigue consagrando todas sus energías a su Sociedad y a las obras vinculadas a la Iglesia de la Misión. En 1818 redacta las primeras Reglas del Instituto que, con la aceptación de algunos votos, preparan la instauración de la vida religiosa propiamente dicha. Él mismo y el abate Tempier habían emitido ya el 11 de abril de 1816 el voto de obediencia recíproca. La fundación de Nuestra-Señora de Laus (1819) y del Calvario en Marsella (1821) constituyó también una etapa importante en la evolución de la Sociedad.

A comienzos de 1823 estaba ya por fin confirmada la elección del tío Fortunato. Eugenio se dirigió con él a París para el proceso informativo y la ordenación, y pasaba a ser desde entonces, con el P. Tempier, su vicario general. Debía, pues, dejar las misiones e instalarse en Marsella. Estos sucesos no se dieron sin causar choques dentro de la joven Sociedad de los Misioneros de Provenza. Algunos compañeros de la primera hora se alejaron, mientras que ciertos obispos contestaban la validez de sus votos. Así se sintió la obligación de acudir, antes de lo previsto, a solicitar la aprobación de Roma para las Reglas y para la Sociedad misma que, por su extensión fuera de Provenza, acababa de tomar el título de Oblatos de San Carlos.

Persuadido por el P. Domingo Albini, el superior partió el 30 de octubre de 1825 para abogar por su causa. Fue acogido con benevolencia por León XII que hizo acelerar los procedimientos. Estos condujeron a la deseada aprobación pontificia el 17 de febrero de 1826, asegurando la estabilidad y la expansión de una congregación que recibía el título de Misioneros Oblatos de María Inmaculada.

La función de vicario general de Marsella distaba mucho de ser un cargo honorífico. Fortunato de Mazenod, a pesar de su edad, intentaba gobernar por sí mismo, pero las medidas odiosas que debía tomar y muchas gestiones onerosas recaían sobre los otros. Propuesto por él para el episcopado, Eugenio fue a Roma, y Gregorio XVI lo nombraba, el 1 de octubre de 1832, Visitador apostólico de las misiones de Túnez y de Tripolitania y, ese mismo día, obispo de Icosia in partibus. Consagrado el 14 por el cardenal Odescalchi en la iglesia de San Silvestre, su título no debía corresponder a ningún cargo concreto. Se encontraba siendo de hecho auxiliar del obispo de Marsella, pero a la vez en situación falsa con relación al gobierno. Este cuestionaba el principio de que sin su asentimiento se nombrara a un ciudadano francés para un episcopado in partibus y además consideraba al elegido como persona no grata. Se necesitaron cuatro años y la habilidad del P. Hipólito Guibert para restablecer relaciones cordiales con la corte.

Al no haber obtenido a su sobrino como coadjutor, el obispo de Marsella consintió al fin en presentar su dimisión, con tal de tenerlo como sucesor. Eugenio recibió el 2 de octubre de 1837 la investidura canónica, entre los primeros obispos abiertamente ultramontanos que fueron nombrados en Francia. Defensor de las tradiciones provenzales, se considerará siempre como sucesor de San Lázaro. Sus preocupaciones se extenderán no solo a toda su diócesis y a la Congregación de los Oblatos, sino a la Iglesia de Francia y a Iglesias de todas partes. En su diócesis, a pesar de lo que se había realizado, la tarea seguía siendo enorme. Amplios segmentos del pueblo humilde así como de la burguesía escapaban a la acción de la Iglesia. Se establecieron varias nuevas sucursales y se instauró poco a poco la vida común del clero parroquial, a pesar de mucha reticencia. El seminario mayor estaba confiado a los Oblatos desde 1827, pero el reclutamiento del clero era difícil. Mons. de Mazenod alienta una predicación substancial aunque adaptada y favorece siempre las misiones. Establece en la diócesis varias nuevas congregaciones religiosas de hombres y de mujeres. A las asociaciones y cofradías tradicionales, se añaden otras obras de caridad y de enseñanza, incluyendo obras de carácter más social, destinadas a la juventud.

El obispo de la segunda ciudad de Francia no podía quedar ajeno a las cuestiones entonces tan estrechamente mezcladas de la política y la religión, y tuvo que maniobrar bajo gobiernos a los que le enfrentaban a menudo sus tradiciones familiares o sus propias convicciones. La monarquía orleanista de julio de 1830, con el rey Luís Felipe, había sido para él mismo y para su tío, a pesar de las directrices de Pío VIII, difícil de aceptar. La verdadera alianza tardó años en realizarse. Con el segundo Imperio, proclamado el 5 de diciembre de 1852, se creerá al principio asistir a otra alianza entre el trono y el altar. Luís Napoleón había colocado el 26 de septiembre anterior la primera piedra de la nueva catedral de Marsella. Estando en París para el bautismo del príncipe imperial, Mons. de Mazenod es nombrado senador el 24 de junio de 1856 y acudirá a cumplir sus funciones cada año desde enero hasta la semana santa. En 1858 había obtenido como auxiliar a un antiguo miembro de la Sociedad de los misioneros de Provenza, Juan Santiago Jeancard, el secretario del obispado, que pasó a ser obispo de Cérame.

Mons. de Mazenod tenía alta idea del episcopado y desconfiaba de las iniciativas de los sacerdotes o de los laicos que amenazaban usurpar sus prerrogativas. Deseaba ejercer un gobierno paternal y firme a la vez. Un sínodo diocesano realizado del 28 de septiembre al 1 de octubre de 1856 no hizo, igual que muchos otros, más que ratificar estatutos decididos de antemano. Más tarde reprocharán al obispo el haber sido de difícil acceso porque su entorno lo protegía demasiado eficazmente, y el haber manifestado mucho su predilección por los oblatos. Muchos habrán soportado mal su impulsividad, su estilo autoritario y sus exigencias tomadas como intransigencia. Las reacciones que siguieron a su muerte dieron muestras de una evidente incomprensión de una y otra parte.

El obispo estuvo inevitablemente mezclado en las grandes cuestiones que agitaron en su tiempo a la Iglesia de Francia, en primer lugar tal vez la libertad de enseñanza. Podemos también mencionar la introducción de la liturgia romana con Dom Guéranger, la condenación de Felicidad de Lamennais, la querella de los clásicos, el papel de la Correspondance de Rome y del Univers. Hechas con la intención de servir a la religión y a la Santa Sede, algunas de sus intervenciones fueron mal recibidas y le ocasionaron grandes penas. Aunque era poco favorable a la celebración de concilios provinciales, tomó parte en el de Aix, del 8 al 23 de septiembre de 1850. A partir de 1848 fue muy afectado por la Cuestión romana que era para él mucho más que una cuestión política y que puso a prueba a la vez su calidad de ciudadano francés y la de hombre del Papa.

Su función de superior general de los oblatos no dejó de contar mucho para Mons. de Mazenod. Siguió de cerca los trabajos de sus hijos que pronto se extendieron por toda Francia, las Islas británicas, el territorio actual del Canadá y los Estados Unidos, la Isla de Ceilán (Sri Lanka) y Africa del Sur. Él fue quien presidió la transformación de la Sociedad de los Misioneros de Provenza en una congregación reconocida en todo el mundo por su apostolado en las misiones extranjeras. En 1851 la división en provincias o vicariatos iba a producir cierta descentralización. Asistentes o consejeros como el P. Tempier y el P. Casimiro Aubert siguieron secundándole en sus funciones de superior general. No solo mantuvo lazos directos con las comunidades locales, sino que estableció relaciones con los obispos que estaban al frente de ellas y realizó innumerables gestiones a favor de sus misioneros ante las congregaciones romanas o la sociedad de la Propagación de la Fe. Por dos veces atravesó la Mancha para visitar, en 1850 y 1857 los establecimientos de Inglaterra y, la segunda vez, los de Irlanda y Escocia. Parecería que tuvo mejores resultados inspirando de lejos a los Oblatos, que podían adaptarse a las situaciones políticas y a las condiciones de vida de los países en que se encontraban, que tratando de convencer a un clero demasiado cercano acerca de las medidas concretas que deseaba promover.

Desafortunadamente olvidado a la hora de las invitaciones con ocasión de la definición de la Inmaculada Concepción, Mons. de Mazenod fue sin embargo a Roma, fue alojado en el Quirinal, trabajó por contrarrestar a los movimientos de oposición y asistió a la proclamación del 6 de diciembre de 1854. Varios santuarios confiados a los Oblatos, así como la columna de la Inmaculada Concepción (1857) y la basílica de Nuestra Señora de la Guardia (1858) en Marsella, han quedado como testimonios de su devoción a la buena Madre.

A petición del siervo de Dios Pedro Bienvenido Noailles, Mons. Eugenio de Mazenod fue a Burdeos para preparar la afiliación de la Asociación de las Hermanas de la Sagrada Familia a la Congregación de los Oblatos. El convenio se firmaba en enero de 1858 y poco después Mons. de Mazenod pasaba a ser director titular de la Asociación El 13 de agosto de 1859 se le anunciaba que estaba propuesto para el cardenalato. Se alegra de ello como de un reconocimiento de su devoción hacia la Santa Sede. La cuestión había sido planteada pero, esta vez, fue Roma la que se echó atrás a fin de protestar contra la política del Emperador respecto a los Estados Pontificios. Una vez más, las reacciones del obispo no iban a ser interpretadas de modo favorable por todos.

Aunque hasta entonces vigoroso, se acercaba al fin. Un tumor se le había formado en la parte derecha del pecho y Mons. Hipólito Guibert, obispo de Viviers, que había sido su confidente más próximo, le confería los últimos sacramentos el 28 de enero de 1861. El 21 de mayo, tras haber hecho sus últimas recomendaciones a los Oblatos, exhalaba su espíritu mientras se acababa de rezar la Salve. Sus funerales se celebraron en la iglesia de San Martín que hacía entonces de catedral. Iba a ser beatificado por Pablo VI el 19 de octubre de 1875, y canonizado por Juan Pablo II el 3 de diciembre de 1995.

La Iglesia ha reconocido, pues, las virtudes de Mons. de Mazenod, y nadie dejará de ver en él una generosidad y un desinterés llevados muy lejos. En espiritualidad, marcado por la formación recibida en San Sulpicio, toma sin embargo como modelos a hombres de acción: san Carlos Borromeo, san Francisco de Sales, san Vicente de Paúl, san Alfonso de Ligorio. Más bien receloso respecto a las vías extraordinarias, busca en ellos ejemplos de celo y de renunciamiento. Nunca había olvidado las grandes directivas que habían inspirado sus primeros años de vida sacerdotal y que están en el origen de los Misioneros de Provenza: insistencia en el ministerio de la Palabra, preocupación por la juventud y por los más abandonados, abnegación sin límites al servicio de la Iglesia.

Era de un rico temperamento cuyos rasgos a veces parecen hacer contraste. Aristócrata, se da con preferencia a los más desprovistos; espontáneo, vacila ante ciertas decisiones; aparentemente a gusto en la acción, se dice atraído por la soledad y la contemplación; severo consigo mismo y con los otros, combate las supervivencias del rigorismo; sin ser un precursor, no se arredra ante innovaciones; anclado en sus convicciones, puede en algunos puntos cambiar fácilmente o dejar proyectos en suspenso. A pesar de una formación con lagunas, podía frecuentar sin complejo todos los ambientes. Inclinado a dar confianza, fue con frecuencia decepcionado en sus expectativas, como sucedió con bastantes sujetos admitidos en su Congregación. Conservador en teología como en política, habrá sido bastante poco consciente de los cambios en curso y no se resignaba a gobiernos que se dirigían al ciudadano más bien que al cristiano. Viniendo al fin de una época, habrá vivido a la defensiva y le habrán hecho falta esfuerzos heroicos para dominar las contradicciones y las decepciones. Habrá sido, a través de todo esto, un hombre de corazón, aunque dejando en muchos aspectos la imagen de una verdadera grandeza.

Emilien Lamirande