Tras la proclamación de la República el 24 de febrero de 1848, el Príncipe Luis Napoleón Bonaparte fue elegido Presidente. Los católicos, a los que se ganó con la promesa de otorgar la libertad de enseñanza, habían votado por él. El envío de tropas francesas para llevar de vuelta al Papa a Roma en 1849 así como la aprobación de la Ley Falloux que autorizaba el establecimiento de escuelas religiosas libres junto a la enseñanza oficial, acercaron más y más el Estado y la Iglesia; ésta aprobó el golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851 y el restablecimiento del Imperio en 1852.

En 1851, con la muerte del obispo de Arras, Mons. Jean Charles de la Tour d’Auvergne, quedó vacante un título cardenalicio en Francia. Mons. Guibert, obispo de Viviers, hijo espiritual y amigo muy devoto de Mons. de Mazenod, promovió la candidatura del obispo de Marsella. Sin conocimiento de Mons. de Mazenod intervino ante el prefecto de las Bocas del Ródano para obtener este favor, justificándolo por la edad del obispo, sus acción pastoral y misionera, la importancia de la sede de Marsella, segunda ciudad de Francia, y sus buenas relaciones con el Presidente. El Prefecto escribió al Ministro de Culto en la misma línea, pero el proyecto fracasó. El ministro respondió que el sucesor del Cardenal de la Tour d’Auvergne ya había sido propuesto al Papa; tendrían que esperar a otra ocasión.

El Sr. de Suleau, prefecto de las Bocas del Ródano y amigo de Mons. de Mazenod, no se dio completamente por vencido. Tras la visita del Presidente de la República a Marsella, en 1852, escribió a Luis Napoleón para recomendar el nombramiento del obispo de Marsella al Senado. Esta segunda sugerencia no dio frutos inmediatamente pero, al parecer, el Emperador nunca la olvidó.

En 1853, Napoleón III contrajo matrimonio con una joven española, Eugenia de Montijo, condesa de Teba. Tres años después nació el príncipe imperial. Mons. de Mazenod, como todos los obispos de Francia, parecía estar más y más satisfecho con el Emperador y su política. Publicó unas cartas pastorales en términos muy favorecedores el 13 de abril de 1854, con ocasión de la Guerra de Crimea, el 17 de septiembre de 1855, con ocasión de la toma de Sebastopol y el 15 de octubre de 1855, con ocasión del embarazo de la Emperatriz. Tan pronto como recibió la noticia del nacimiento del príncipe imperial, se apresuró a escribir a sus majestades. Deseaba coronar sus felicitaciones con un acto de piedad. El 17 de marzo, sube a Notre Dame de la Garde para invocar la protección de la Buena Madre sobre la familia imperial. Tras las oraciones públicas bendijo una “medalla de oro que representa la Santísima Virgen en un lado y en el otro dicho santuario, medalla expresamente acuñada” para ser ofrecida como regalo al heredero del trono. El Emperador quedó conmovido por este gesto. El 25 de marzo escribió agradeciendo al obispo, terminando su carta con las siguientes palabras: “Esta consagración especial y solemne para colocar la cuna del príncipe imperial bajo la protección divina, estas oraciones para atraer sobre él en el futuro todos los beneficios del cielo, son el testimonio más precioso para nosotros de su particular simpatía…”

Napoleón III no quiso aparecer menos generoso y encontró la forma de mostrarle su afecto. Con ocasión del bautismo del niño, a la que asistieron el legado papal y todos los obispos de Francia, Mons. de Mazenod fue designado para el Senado el 24 de junio de 1856. Este nombramiento traerá cambios en su modo de vida. Todos los años participa de las sesiones del Senado, que tienen lugar desde enero o febrero hasta el mes de junio. Llegaba para la sesión de apertura y regresaba a Marsella para el Domingo de Ramos. En 1860, regresó a París para la celebración del matrimonio Polignac-Mirès y asistió a la sesión del 6 de Junio.

Cuando se encontraba en la capital, en la medida que le era posible, nunca dejaba de asistir a todas las sesiones del Senado. Su lugar era “tan notorio”, escribió al P. Fabre el 1 de marzo de 1859, que era imposible ausentarse “sin ser percibido”. Seguía atentamente también los debates y desaprobaba la conducta de algunos de sus colegas cardenales que, confió a Mons. Guibert en una carta del 15 de febrero de 1859, “en lugar de escuchar o de aburrirse como todos los demás, cada uno se dedica a escribir tranquilamente su correspondencia. Francamente, esto me supera y encuentro esta conducta descuidada y extrañamente inapropiada. Sin perjuicio al respeto que se les debe, encuentro este afecto al trabajo archiridícula, para expresarme en una conforme a su dignidad”

Si bien era un oyente atento, parece ser que él tomó la palabra tan sólo dos veces. El 18 de marzo de 1858 fue el portavoz de “la comisión encargada de examinar la ley que otorgaba una partida del Ministerio de Instrucción Pública y Cultos, sobre el ejercicio de 1858, de un crédito de 499.450 francos para contribuir a la construcción de una nueva catedral en Marsella”. El 29 de marzo de 1860 hizo un breve pero elocuente discurso acerca de las peticiones de los católicos demandando la intervención del Senado en favor del poder temporal de la Santa Sede.

Nunca fue de su agrado que desde aquél 1856 hasta 1860 el Fundador tuviera que pasar cada año algunos meses en la capital. El 12 de febrero de 1857 admitió al P. Fabre: “Mañana comenzaré la triste obligación que tengo que desempeñar en París. Ya estoy aburrido de antemano. Tan sólo la necesidad de mi posición me obliga a ello. Trataré de acortarlo tanto como me sea posible”

Lo que encuentra incluso más aburrido que las sesiones del Senado es la vida social que este título de Senador le obligaba a llevar: visitas que hacer y que recibir, cenas que atender, recepciones, etc. Un sufrimiento que considera aún más doloroso que los anteriores: el hecho de que cada año tuviera que celebrar solo la fiesta del 17 de febrero. Para consolarse de tal soledad, cada año aprovechaba los diversos días de vacaciones del Senado para hacer una breve visita a Mons. Guibert, Arzobispo de Tours, y al noviciado de Nancy. En 1857 y 1858 marchó también para pasar algunos días con su hermana y su sobrina a Cirey. No rechazaba tampoco las invitaciones que se le hacían de presidir las ceremonias religiosas en las comunidades de la capital.

Yvon Beaudoin, o.m.i.