1. La Estructura Interna Del Alma Del Fundador
  2. La Dimensión Interior De La Vida Oblata
  3. Continuidad Y Cambio En La Percepción De La Vida Interior

Habría que hacer largas y arduas investigaciones para hallar en los escritos de Eugenio de Mazenod la expresión “vida interior”. Simplemente, no formaba parte de su vocabulario, por otra parte muy amplio. Tras haber escrutado los 12 volúmenes ya publicados de sus cartas a los oblatos, su diario y sus notas de retiro, no hemos logrado encontrar más que dos veces la fórmula “hombres interiores” que escapa de su pluma y esto -no nos cae de sorpresa- en una carta al P. Henry Tempier [1].

La ausencia de todo empleo significativo de esta expresión venerable por parte del Fundador, o mejor, de la distinción clásica entre “hombre interior” y “hombre exterior”, que es parte del vocabulario cristiano desde san Pablo [2], merece ser destacada por varias razones. La expresión era ciertamente bien conocida y usada en su época. La palabra “interior”, tomada como adjetivo o como sustantivo, había tenido ya extraordinario éxito en la Francia del siglo XVII e iba a quedar como palabra usual en los autores espirituales antes del siglo XIX. Lo que estos autores entendían por vida interior puede resumirse así: la atención más o menos sostenida que una persona presta al trabajo interior de la gracia, su cooperación voluntaria al movimiento y al progreso de la vida divina en ella para desprenderse de lo creado y acercarse a Dios. Por atento que esté un hombre a su vida interior, queda marcado por su época y su ambiente. En el seminario de San Sulpicio, donde Eugenio recibió su formación espiritual e intelectual, y donde las tradiciones de la escuela francesa se mantenían con “profundo respeto” [3], uno de los principios fundamentales de la espiritualidad era ciertamente el de cultivar la vida interior.

Discípulo De Pedro de Bérulle a través de Carlos de Condren, Juan Santiago Olier había considerado siempre la devoción a la vida interior de Jesús como la piedra angular de la piedad en su seminario. Aún más que Pedro de Bérulle, insistió en las consecuencias prácticas de la dimensión interior de la vida espiritual. Vivir con Cristo significa para él adoptar enteramente las disposiciones interiores de Jesucristo y no contentarse con imitar algunas de sus virtudes. Como más tarde explicaría Tronson, nuestra alma no es un cañamazo sobre el que se aplica tal o cual color, tal o cual rasgo de Jesús, como lo haría un pintor con un modelo delante. El alma es como un trozo de tejido que debe sumergirse en un baño de tinte hasta que esté completamente saturado de nuevo color. Sabemos también que la fiesta de la Vida interior de la Santísima Virgen, instituida por el Sr. Olier y aprobada por Roma en 1664, se celebraba todavía con honor en San Sulpicio durante los años del seminario de Eugenio. Por lo demás, él habla de ella en una carta a su abuela Catalina-Isabel Joannis [4].

Lo que es curioso en todo esto es que, a pesar de la innegable influencia de la formación sulpiciana, el Fundador pareció siempre vacilar en usar explícitamente la expresión “vida interior”. ¿Era deliberado por parte suya? Y si lo era ¿ cuáles podían ser los motivos? O bien ¿era un modo inconsciente de evitar el uso de una fórmula que no le iba o que no respondía adecuadamente a la estructura interna de su alma y a su espiritualidad. La respuesta, como trataremos de demostrar, se halla en el modo especial en que Eugenio de Mazenod se entregó a su misión y a su búsqueda de la santidad. Precisamente, tomando como punto de partida la originalidad y el dinamismo de esta búsqueda tal como él mismo la vivió, podremos comprender cómo entendía la vida interior y la importancia que le daba para la vida de cada oblato.

LA ESTRUCTURA INTERNA DEL ALMA DEL FUNDADOR

Debemos, en primer lugar, recordar que Eugenio era, como él mismo reconocía, un hombre práctico. “Eugenio de Mazenod, escribe Juan Leflon, no tiene nada de un hombre especulativo; será toda su vida un realizador” [5]. No sorprenderá, pues, comprobar que en su vida en su vida interior, a lo largo de su itinerario espiritual, Eugenio de Mazenod no haya sido menos “realizador” en su fuero interior que en servicio apostólico. Es verdad que en sus escritos espirituales hace a menudo una distinción explícita entre fin y medios: entre el fin de nuestra misión, que es “reavivar la fe que se extingue entre los pobres” [6] y los medios prácticos espirituales para alcanzarlo, es decir, los consejos evangélicos, la oración y la observancia de la Regla [7]. Pero para él, es la urgencia y el valor intrínseco del fin lo que confiere a los medios toda su importancia y su valor. Esto es tanto más verdad, cuanto que los medios que tiene en vistas y que propone son precisamente los mismos que emplearon el Salvador y los Apóstoles, “los primeros”. De ahí su grito del corazón: “¿Puede darse algo más urgente para llevarnos a imitarlos. Jesús, nuestro Fundador, los Apóstoles, nuestros antecesores, nuestros primeros Padres!” [8].

La espiritualidad del Fundador está, con toda evidencia, marcada por su formación sulpiciana, con ese constante volver sobre sí mismo, en el recogimiento y la oración, para evaluarse ante Dios con vistas a hacer al alma más receptiva a la voluntad de Dios. Pero, para él, la vida interior nunca podía significar un ejercicio de pura introspección, un ejercicio completamente separado y sin relación con el mundo externo envolvente. En Eugenio. las dos cosas debían interpenetrarse siempre. Cada vez que se ponía a orar o pasaba largas horas ante el Santísimo Sacramento, como hacía a menudo, se encontraba con la abundante compañía de todo lo que le ocurría o pasaba a su alrededor. En este sentido, puede decirse con plena verdad que el Fundador nunca rezaba solo. Igual, por lo demás, que sus cartas, su vida de oración estaba siempre poblada de sueños y de solicitud por sus misioneros, por su diócesis, por el Papa y, por supuesto, por los pobres, “los más abandonados”. Ninguna de esas personas reales ni de esas preocupaciones concretas era dejada de lado, es decir, eludida de su vida interior y por tanto alejada de su espíritu. Su oración, como su visión, tenía la amplitud del mundo. Al ponerse frecuentemente en presencia de Dios, el Fundador estaba siempre presente e íntimamente unido a aquellos y aquellas que llevaba en su corazón. Por lo demás, lo afirma él mismo y de forma bien explícita. Por ejemplo, en una carta al P. José Fabre escribe: “Yo estaba solo en mi capillita para celebrar tan gran fiesta [el 17 de febrero…] y comprendes que en ese momento no había espacio que nos separara. Justo en este centro, en nuestro divino Salvador, nos encontrábamos reunidos. Yo no os veía, pero os escuchaba, sentía vuestra presencia y me regocijaba con vosotros igual que si hubera estado en Marsella, que quedaba a más de 200 leguas de mí” [9].

Tal vez por esta profunda solidaridad con los suyos, el Fundador vacilaba en hacer suya la expresión “vida interior”, a lo menos en los aspectos más individualistas que el término podía sugerir en su época. “Vida interior” y “vida exterior” se entremezclaban de tal modo en sus perspectivas, que le resultaba prácticamente imposible separarlas. Tal vez también sea esto lo que explica, en él, el pretendido conflicto entre vida de oración y vida de servicio apostólico [10]. La magnanimidad no acostumbra levantar tales barreras artificiales o hacer opciones restrictivas. Dada la amplitud de su corazón, el verdadero dilema para Eugenio debió de ser menos la cuestión de optar por una u otra vocación que la de ver el modo de unir y abrazar lo mejor de ambas. En esto, como en todos sus momentos inspirados, hizo honor a su propia intrepidez: “Hay que intentarlo todo”. Aunque conocía a los grandes autores de su tiempo, Eugenio de Mazenod sabía que debía seguir su propio camino, sus propias inspiraciones.

Si se quiere comprender cómo concebía Eugenio la vida interior, se debe tener en cuenta otro factor. En todo su itinerario espiritual, él sabía que no debía depender más que de sí mismo o, como dicen nuestras Constituciones, debía ser “el agente principal de su propio crecimiento” (C 49). Si hay un principio que haya mantenido con firmeza, para sí mismo y para sus oblatos, es el de la motivación personal. Nunca pudo tolerar que se abandonara o descuidara la propia responsabilidad en la búsqueda de la perfección y de la santidad. En este punto, hubiera suscrito plenamente el viejo proverbio: “A Dios rogando y con el mazo dando”. ¡Cuántas veces vemos confirmado esto en la vida del Fundador! Dos ejemplos bastarán para ilustrarlo.

En primer lugar, lo confirma el Prefacio de las Constituciones con sus quince llamadas enérgicas a la responsabilidad: “Es preciso…deben”. Sin querer apropiarse la voluntad de Dios o minimizar el papel de la gracia, el Fundador nunca vaciló en su convicción fundamental de que cada cual es responsable de su santificación y de la de los otros. Esto resulta muy claramente de los muchos propósitos de retiro formulados por él mirando a su propio progreso en la vida espiritual. Son dignos de nota tanto por su número como por la atención minuciosa a los detalles de la vida concreta.

También ilustra ese sentido agudo de la responsabilidad en la búsqueda de la perfección, la intolerancia que el Fundador manifestaba ante lo que él veía como mediocridad espiritual o infidelidad a las santas Reglas. Las palabras duras con que censuraba a quienes dejaban o estaban tentados de dejar la Congregación, como también el modo severo de reprender incluso a los más seguros de sus queridos oblatos, nos sorprenden hoy todavía. Con todo, atribuir esas explosiones paternas únicamente a su naturaleza apasionada o a su temperamento provenzal sería olvidar hasta qué punto las convicciones de fe de alguien raramente van contra su personalidad y su carácter. Aunque la teología de Santo Tomás de Aquino era prácticamente ignorada durante su formación de seminarista [11], Eugenio parece haber comprendido siempre que la gracia no destruye la naturaleza sino que la respeta, y que cada una de las dos, gracia y naturaleza, tiene leyes a las que ha de obedecer. Igual que no podía separar servicio apostólico y oración, vida activa y vida contemplativa, tenía la firme convicción de que no podía haber divorcio ni oposición entre fidelidad a Dios y fidelidad a sí mismo. Este deseo de autenticidad va a estar presente en el Fundador a lo largo de todo su itinerario espiritual. Todavía hoy, eso forma parte del misterio de cada santo que la Iglesia osa canonizar.

Este rápido bosquejo de la estructura interna del alma del Fundador nos permite concluir una cosa cierta: en lo más profundo de sí mismo, él no ve ningún rastro de dualismo, ninguna dicotomía entre los dos géneros de vida, la activa y la contemplativa. Parece que siempre percibió la real unidad de ambas. Eugenio de Mazenod cantará toda su vida esta connaturalidad profunda entre “vida exterior” y “vida interior”. Por ejemplo, al meditar sobre la Regla en su retiro anual de 1831, da gracias al Salvador por esa “mezcla feliz de la vida activa y la contemplativa, de la que nos dieron ejemplo Jesucristo y los Apóstoles […] y de la que nuestras Reglas no son más que el desarrollo” [12].

Es evidente, en sus escritos espirituales sobre todo que, aunque nunca haya usado la expresión como tal, el Fundador tenía ciertamente conceptos bien precisos sobre la vida interior. Hay que notar dos cosas en el modo como se hizo “práctico” de la vida interior. En primer lugar, para él, la vida interior es un medio indispensable para adquirir el conocimiento propio. Los que han llegado al amor de Dios o los que quieren llegar a él deben conocerse y para ello pedir las luces de Dios. Desde su ingreso en el seminario y durante toda su vida, Eugenio revela una vida interior intensa en la que hace esfuerzos constantes para conocerse tal cual es ante Dios [13]. Este raro conocimiento de sí mismo que adquirió y el candor con que se descubre en sus apuntes de retiro son un primer indicio de que llevaba una vida interior bastante relevante.

Para Eugenio de Mazenod, el conocimiento de sí mismo así como los diversos desgarramientos en los que tuvo que consentir son solo el primer fruto de la vida interior. El segundo era el conocimiento de la bondad divina para con él. El conocimiento de sí con todo lo que en él había de flaqueza, de insuficiencia, de lagunas, le condujo a reconocer mejor la bondad divina para con él. De este doble conocimiento -de sí y de la bondad divina para él- brota la gratitud. Si hay un rasgo destacado que caracteriza todo el itinerario espiritual del Fundador, es sin duda el de su vivo agradecimiento por el don gratuito de Dios que precede a toda obra y a todo mérito del hombre. Solo en el silencio y el recogimiento, en la interioridad de nuestro fuero interno, es como aprendemos de verdad lo que es la gratuidad, la “gracia”, la prioridad del amor de Dios. Es lo que hizo Eugenio. Así todos sus escritos se leen como un gran himno de acción de gracias. Tras haber esbozado la estructura fundamental de la vida interior del Fundador, podemos volvernos ya a la pedagogía de la vida interior que él propone a sus oblatos.

LA DIMENSIÓN INTERIOR DE LA VIDA OBLATA

En la vida oblata podemos distinguir tres grados de interioridad. Estos no han de interpretarse por separado o sin conexión entre sí sino más bien como tres componentes de un mismo concepto dinámico. El orden en que los vamos a presentar depende de nuestra opción, que es ir de lo más fenomenal a lo más místico. Sobre este punto ningún orden de prioridad es atribuible al Fundador. Además, en esta parte, le dejaremos ampliamente la palabra, limitándonos a las observaciones que creamos útiles.

1. LA COMUNIDAD OBLATA COMO ESPACIO INTERIOR

Para Mons. de Mazenod, el espacio interior más elemental, al que daba gran importancia, era sin duda el de la comunidad, el “en casa” oblato. Bastantes veces previno a sus misioneros que no trabajaran demasiado fuera sin volver “al menos con breves intervalos” a su comunidad. Veía a esta como una ensenada, un hogar, un espacio interior donde sus misioneros podrían descansar, rehacer sus fuerzas y renovar su compromiso, en una palabra, como un oasis donde podrían reponer sus energías y proveer a su bienestar personal. Mons. de Mazenod tenía en su mente y se preocupaba del bienestar de toda la persona, del bienestar físico, afectivo, intelectual y espiritual. Y era “dentro de la casa” donde pensaba que podrían responder a esas necesidades: “Ya está bien que en misión uno se dé del todo al público; en los lugares de nuestra residencia hay que cuidar todos los intereses; lo que afecta personalmente al misionero no debe descuidarse” [14].

“Veo con pena que se esté sobrecargando de trabajos; no apruebo de ningún modo ese método; tiene el doble inconveniente de agotar a sus súbditos y de mantenerlos demasiado tiempo fuera de casa […] En nombre de Dios, que se vuelva al interior de la comunidad para renovarse en el espíritu de la propia vocación; de otro modo, se acabó con nuestros misioneros, pronto no serán más que platillos ruidosos” [15].

“Combine todas las cosas con prudencia; pero sobre todo resérvese siempre tiempo para darse al estudio y a la santificación personal en el interior de su casa; esto es de rigor” [16].

“Hace falta además que haya gran apego a la casa. El que la mirara solo como una hospedería donde uno está simplemente de paso, no haría el bien en ella” [17].

Así el oblato es capaz de salir y de aventurarse con plena seguridad en el vasto mundo del ministerio apostólico, con tal que su corazón y su comunidad formen un tándem sólido. De ahí esta regla del Fundador: “Tan pronto hayan terminado los asuntos que han motivado su viaje, regresarán inmediatamente a la casa, contentos de poder volver al seno de la comunidad que con pena debieron dejar” [18].

2. LA REGLA COMO COMPROMISO INTERIOR

Si el regreso a la comunidad es ya un primer paso importante en la búsqueda de la vida interior, la calidad de la vida de comunidad es el segundo. Esto explica la gran alegría del fundador cuando el sacerdote Tempier decidió agregarse a la futura comunidad; vio esa decisión “como un regalo del cielo […] porque necesitamos un sacerdote que piense como usted para el interior de nuestra comunidad” [19].

¿En qué pensaba exactamente el Fundador al hablar de ese nivel de interioridad? ¿Qué elementos pretendía para la vida interior? En una palabra, ¿qué haría falta para que la comunidad oblata fuera lo que él llamará más tarde “el centro común”, el “paraíso en la tierra” y el “delicioso lugar de encuentro”? Creemos que tres elementos integran el concepto de Mons. de Mazenod en este segundo nivel de interioridad.

a.. “Entre vosotros, la caridad, la caridad, la caridad” [20]

Hasta el día de su muerte, el Fundador abogó siempre a favor de “la caridad más tierna, muy afectuosa y muy sincera entre nosotros”. En su pensamiento, el amor fraterno era otro nombre para expresar la “vida interior”, vida por tanto regulada ante todo por lazos de amor entre los miembros de la comunidad, amor que haría “de nuestra casa un paraíso en la tierra” [21]. Para él, no se trataba de un amor despojado de todo sentimiento y por eso “más digno de los estoicos que de los verdaderos cristianos” [22], sino, al revés, de aquel afecto real que caracterizó la amistad de Jesús con sus discípulos. Para comprender bien lo que el Fundador proyectaba para los suyos, hay que referirse a lo que él mismo llamó “su inmensa capacidad de amar”, de la que siempre estaba agradecido a Dios. En una carta que envía de Roma explica: “No puedo acostumbrarme a vivir separado de aquellos a los que amo, no hay para mí goce sin ellos. ¡Qué bien estaremos en el cielo cuando estemos todos juntos! Ya no habrá entonces viajes, ni separación, y aunque estemos absortos en Dios, seguiremos amando y mucho a nuestros amigos. La visión intuitiva de Dios no impedía a Jesucristo amar a los hombres, y entre ellos, a unos más que a otros. Ese es el ejemplar, aunque les pese a los místicos refinados que, a fuerza de perfección, querrían darnos otra naturaleza que con seguridad no igualaría a la que tenemos de Dios” [23].

b. “En nombre de Dios, seamos santos” [24]

“Solo hay una tristeza, la de no ser santos” [25]. Debemos a León Bloy esta frase bien conocida, pero Eugenio de Mazenod le había precedido varios decenios. El deseo de la perfección constituye un elemento importante de la idea que el Fundador se hacía de la vida interior de sus oblatos: “En materia de perfección, no hay que decir nunca basta” [26]. “¿Cómo podríais jactaros de cumplir una misión como la vuestra si no hicierais todos los esfuerzos por alcanzar la perfección de vuestra santa vocación?” [27]. “Deben vivir […] con el empeño constante de alcanzar la perfección [28][…]”. Sin esta decisión franca de tender hacia la perfección ¿se puede de veras hablar de vida interior? Debemos también notar que Eugenio nunca percibió ese deseo en sentido individualista o estrictamente privado; al contrario, lo concibió siempre como directamente ligado con el servicio apostólico y el celo por la salvación de las almas.

c. “Leed, meditad y observad las Reglas” [29]

El tercer elemento importante de la vida interior del oblato es, para Eugenio de Mazenod, la fidelidad a las Constituciones y Reglas. “Leed y meditad vuestras santas Reglas, repetía, ahí se encuentra el secreto de vuestra perfección” [30]. “Estimemos pues, esta Regla preciosa, tengámosla de continuo ante los ojos y más todavía en el corazón; nutramos habitualmente nuestras almas de los principios que encierra y no actuemos ni hablemos ni pensemos más que en conformidad con su espíritu” [31].

El Fundador nunca separó el espíritu y la letra de la Regla. Para él, los dos constituyen una santa alianza, una especie de unión conyugal que jamás debe romperse.

En este segundo nivel de interioridad, es decir, en el de la calidad de vida regulada dentro de la comunidad oblata, el pensamiento del Fundador llama la atención por su sencillez. Hace falta un amor profundo y cordial entre unos y otros, un ardiente deseo de la perfección, que se vuelve contagioso, y una observancia fiel de la Regla. Así los misioneros no carecerán de nada importante “para seguir las huellas de Jesús y de sus Apóstoles” [32].

3. VIDA INTERIOR Y VISION MISTICA

Por último, en el tercer nivel todavía más profundo de la vida interior, en el de la fe donde se halla el corazón de la espiritualidad de Eugenio de Mazenod, está lo que nosotros hemos querido llamar su visión mística. Él no era un místico en el sentido que generalmente se da a la palabra, pero ciertamente lo era, aunque, una vez más, a su modo peculiar. Nuestra atención se vuelve ahora al aspecto místico de su vida interior, dimensión más llamativa en un hombre tan práctico, tan con los pies en tierra, lo mismo en la dirección de los asuntos externos que en su vida espiritual. Hay que admitir, por otra parte, que el misticismo del Fundador no ha sido aún muy explorado. Lo que aquí presentamos no son más que unos parámetros dentro de los cuales se podría realizar un estudio más profundizado de su vida interior.

La experiencia mística puede definirse como “una experiencia de Dios que surge del corazón mismo de nuestra existencia” [33]. Ni que decir tiene que tal experiencia está ya presente en los menores actos de fe, de esperanza y de caridad. Por eso, el simple acto de esperar es esencialmente un acto místico: es creer en una posibilidad real más allá de los acontecimientos presentes. El amor al prójimo o al pobre, es asimismo una acción mística. En este caso, la mirada interiorizada va más allá de las apariencias, a veces incluso repugnantes, y “ve” el rostro de Cristo en la persona del pobre. La manera peculiar en que Eugenio profundizó, purificó y radicalizó estas virtudes teologales es lo que nos revela su ascensión mística. En este sentido, la mística designa el esfuerzo emprendido por el Fundador para interiorizar totalmente, a costa de una transformación de su conciencia, incluso de su ser más profundo, el último misterio de su pertenencia a Dios en el servicio de la Iglesia.

Inspirándonos en la concepción profunda de Evelyn Underhill sobre el misticismo [34], veremos cómo muchos rasgos que caracterizan al místico, se dan en Eugenio de Mazenod. Para esa autora, la mística es, ante todo, una actividad, un trabajo al que uno consagra su ser entero con la esperanza de encontrar a Dios, aun a riesgo de una transformación de toda la propia persona. Así sucede con Eugenio. Su espiritualidad de tipo místico es un compromiso total. Consagra todos sus recursos, sus facultades psíquicas igual que su existencia física y social a un solo fin: llegar a encontrar a Dios en su interior y en su proyecto de vida. Como muchos místicos, el Fundador a menudo es consciente de la dolorosa inadecuación de sus esfuerzos para realizar ese proyecto sublime; tiene la impresión de quedar siempre por debajo de lo que debería hacer. En su esfuerzo constante por transformarse, su meta, a pesar de algunos éxitos, le parece siempre estar más allá de lo adquirido.

Evelyn Underhill insiste también en otro aspecto común a los místicos: tienen, como el Fundador, una capacidad inmensa de amar. Solo el amor explica el misticismo. El místico sigue siendo siempre un gran enamorado, alguien que se ha enamorado de un Último, de un Absoluto tan vivo como personal. ¿Cabe dudar de que las experiencias profundamente vividas por Eugenio en la presencia del Señor en la plegaria y la oración tenían su raíz solamente en un amor apasionado? He aquí lo que escribe a uno de sus misioneros en el Canadá: “Usted nunca me amará ni la centésima parte de lo que yo le amo. Dios, que me había destinado a ser el padre de una numerosa familia, me creó así dándome una participación en su amor a los hombres” [35]. Y cuando deja hablar a su corazón, como lo hace a menudo en sus cartas y demás escritos, no necesita “escoger” sus palabras: fluyen espontáneamente de sus adentros como de una fuente única y misteriosa, de un abismo interior.

Los verdaderos místicos tienen también esto en común: son especialmente productivos y generadores, y esto a veces en un servicio apostólico muy intenso. Paradójicamente, a su unión íntima con Dios, corresponde un sentido muy agudo de la misión y de las necesidades de la Iglesia. Uno piensa en seguida en la gran mística Catalina de Siena y en sus llamamientos incesantes en favor de la paz civil y de una reforma en la Iglesia del siglo XIV. Uno piensa en Catalina de Génova que no cesaba de recorrer las calles de su ciudad natal en busca de los pobres a los que quería socorrer y de los enfermos a los que quería cuidad con sus propias manos. Está también María de la Encarnación (Guyart) esa mística sublime que partió en busca de los amerindios y puso en pie una misión para ellos. ¿Puede ponerse en duda que Eugenio de Mazenod se sitúe en compañía de esas grandes místicas para quienes Marta y María se han vuelto una sola persona, para quienes la unión mística y la actividad apostólica se conjugan como por pura gracia de Dios? Entre la adhesión interior de la fe y el testimonio misionero hay un lazo vital, orgánico, que el Fundador comprendió siempre bien.

Pero lo que caracteriza al místico es su capacidad de ver más allá de las apariencias, es decir, su capacidad de ver al Invisible y de sentirse realmente presente a aquello que trasciende el tiempo y el espacio. ¿No era con los ojos y el corazón de su fe, es decir, con sus “sentidos espirituales”, como a Eugenio le era dado ver, escuchar y sentir a sus misioneros a distancia? Y ¿no estimó e intentó transmitir esas intuiciones místicas que los otros no parecían tener con igual profundidad o claridad?

En su estudio sobre la vida espiritual de Mons. de Mazenod el P. José Pielorz nos dice que, ya como seminarista, a Eugenio le atraía ese gran misterio que se llama “la comunión de los santos” [36]. Ahí vemos el primer indicio de que era propenso a ver más allá de las apariencias inmediatas. “La Iglesia militante, escribía, no forma más que un todo con la Iglesia triunfante” [37]. Pero será sobre todo la Iglesia a su alrededor, la Iglesia en la tierra, la que estará siempre en el centro de sus sueños como de sus momentos de mayor lucidez. Encontramos ya una indicación de ello en la gran confianza que tenía en las oraciones de las almas piadosas que conocía personalmente. “No se hace una idea, escribía a su madre, del poder que tienen las oraciones del justo. Yo he obtenido más gracias por la intercesión de ellos que por las de los santos que gozan ya de la gloria a la que todos aspiramos” [38].

Durante sus años de mayor madurez, como fundador y obispo, la unión mística se intensificó en la vida interior de Eugenio de Mazenod. Podemos comprobarlo sobre todo en sus momentos de soledad, cuando estaba solo, absorto en la oración ante el santísimo sacramento, y separado geográficamente de aquellos con quienes anhelaba encontrarse. El pensamiento de sus queridos misioneros, en esos momentos privilegiados, no constituía para él una distracción que apartar; al contrario, servía para intensificar su sentido de la unión mística. Allí, tal vez mucho más que en otros momentos, experimentaba la presencia “real” de sus misioneros a quienes amaba tanto. No era la presencia puramente física de sus oblatos en oración lo que retenía al Fundador, sino la reciprocidad mística de su diálogo con Dios. Con frecuencia, en sus cartas a los oblatos, describe sus encuentros místicos. Veamos unos ejemplos:

“No podría usted imaginar cuánto me preocupo ante Dios de nuestros queridos misioneros del Río Rojo. No tengo más que este medio para acercarme a ellos. Allí, en presencia de Jesucristo, ante el Santísimo Sacramento, parece que os veo y os toco. Debe ocurrir a menudo que de vuestro lado estéis en su presencia. Entonces es cuando nos encontramos en el centro viviente que nos sirve de comunicación” [39]. “Oh no, la distancia solo separa los cuerpos, el espíritu y el corazón la franquean fácilmente” [40].

“Es el único medio de acercar las distancias, el hallarse en el mismo instante en presencia de Nuestro Señor, es encontrarse uno al lado del otro por así decirlo. No nos vemos, pero nos sentimos, nos oímos, nos confundimos en un mismo centro” [41]. “Confieso que me sucede a veces, estando en presencia de Jesucristo, que siento una especie de ilusión. Me parece que usted le está adorando y rezando al mismo tiempo que yo, y que por él que está presente en usted como en mí, nos escuchamos como si estuviéramos muy cerca el uno del otro aunque no podamos vernos. Hay algo de muy real en este pensamiento. Vuelvo a él habitualmente y no puedo expresarle el bien y el consuelo que experimento. Intente hacer otro tanto y lo experimentará como yo” [42].

“Lo que os recomiendo es que no descuidéis vuestra santa Regla […] Elevamos al cielo las mismas oraciones, estamos animados de los mismos sentimientos. Nos estáis tan presentes como si os viéramos […]” [43].

CONTINUIDAD Y CAMBIO EN LA PERCEPCIÓN DE LA VIDA INTERIOR

Como ya hemos notado, nuestra vida interior, hoy como ayer, no existe en forma hermética, fuera del tiempo y del ambiente en que vivimos. Sin cesar, está condicionada y alimentada por los “signos de los tiempos” como por los grandes cambios en la historia del mundo y de la Iglesia. No es lugar de detenernos en todos esos cambios históricos e incluso paradigmáticos. Basta que seamos muy conscientes de ellos cuando hablamos de vida interior hoy. El P. Fernando Jetté lo dice bien: “En el curso de mis diez años como superior general, me he dado cuenta cada vez más de la hondura y la amplitud de la mutación en que ha entrado el mundo, y la Iglesia y nosotros con él. Vivimos un período de transición que ha llegado hasta el fondo de nuestro ser […] Se siente que el cambio es profundo, incluso radical: es un mundo nuevo lo que está naciendo, y también una Iglesia y un hombre nuevo […]” [44].

Los tiempos han cambiado mucho por cierto. Lo mismo vale de nuestra comprensión de la vida en la fe y en el Espíritu, y del modo en que tratamos de practicar hoy la vida interior. Esto significa que ésta debe concebirse como un caminar, una ascensión, un avance por una ruta bien trazada. Desde siempre, en efecto, se ha presentado el itinerario interior como un camino, un método, una marcha siguiendo un sendero. Por eso, hoy como siempre, podemos hablar de una práctica de la vida interior.

El alimento más substancial, lo ha encontrado siempre el hombre interior en el contacto asiduo con los textos sagrados que le permiten alcanzar un nivel más profundo de comprensión de sí mismo y del sentido de su vocación. Esto es hoy tan verdad como en el tiempo del Fundador. Un despertar espiritual se produce cuando el alma recibe el impacto de las sagradas Escrituras, ya sea que la Palabra de Dios esté en la Biblia, ya en nuestras Constituciones y Reglas o en la historia y los signos de los tiempos, vox temporum, vox Dei. La lectura de tales textos sagrados, considerada como el alimento esencial del hombre interior, conduce inevitablemente a la oración: “Cuando oramos, somos nosotros los que hablamos con Dios; mas, cuando leemos, es Dios quien habla con nosotros” [45].

Es bien evidente que hoy se lee la Biblia de modo distinto a como se la leía e interpretaba en tiempo del Fundador. Tenemos la ventaja de toda la renovación bíblica y litúrgica, y también de una hermenéutica y una teología mucho más matizadas y sutiles que antaño. Todo esto condiciona naturalmente la mirada interior y por tanto la forma subjetiva en que hoy proyectamos la práctica de la vida interior. En las múltiples prácticas de ascesis y de devoción a que nos convida nuestra nueva Regla, hay menos rigidez y más flexibilidad, espontaneidad y posibilidad de creatividad personal. El art. 46 de nuestras Constituciones, por ejemplo, nos invita a seguir a Jesucristo “con fidelidad siempre creadora”. No obstante algunos desplazamientos importantes de acentos y de perspectivas sobre la vida interior, hay una continuidad real y radical entre nuestras nuevas Constituciones y las antiguas respecto a la vida interior de los oblatos. Para percibir hasta qué punto es profunda y substancial esta continuidad, sobre todo en lo que atañe a nuestra vida de fe y de oración, nada mejor que leer la obra reciente del P. Jetté Hombre apostólico. Comentario de las Constituciones y Reglas oblatas de 1982 ( cf. sobre todo p. 124-146). Sin embargo, en lo que sigue queremos subrayar ciertas aportaciones nuevas de la Regla de 1982 en la vida interior de los oblatos.

1. INCREMENTO DE LA VIDA TEOLOGAL

Ante todo la Regla insiste mucho más y de forma más explícita que antes en la importancia de la vida teologal. Como el P. Jetté hizo notar muchas veces, “nuestras nuevas Constituciones insisten en la vida teologal. Hay en esto un real progreso con respecto a las antiguas” [46]. La razón es hoy evidente, aunque no haya sido siempre tan bien comprendida. La consagración religiosa no puede ya concebirse o definirse independientemente de su arraigo en el bautismo y por tanto en nuestra dignidad de cristianos.

No es que la antiguas Constituciones no dijeran nada sobre el tema. Se lee, por ejemplo, en la Regla de 1928: “El tema habitual de esta oración serán las virtudes teologales, las virtudes de Nuestro Señor Jesucristo que los miembros de nuestra Sociedad deben reproducir al vivo en su conducta” (art. 254). Aquí se hace eco a la Regla de 1818 en la que el P. de Mazenod escribía “Se harán especialmente las meditaciones sobre las virtudes teologales, sobre la vida y las virtudes de Nuestro Señor Jesucristo […]” [47]. Con todo, si se mencionan las virtudes teologales, solo es de pasada y, por decirlo así, como uno de los numerosos temas edificantes sobre los que se podía meditar con gran provecho.

Por otra parte, las nuevas Constituciones atribuyen a las virtudes teologales un papel mucho más dinámico y central en nuestra vida religiosa: “Como peregrinos, caminan con Jesús en la fe, la esperanza y el amor” (C 31). “Creciendo en la fe, la esperanza y el amor, nos comprometemos a ser levadura de las Bienaventuranzas en el corazón del mundo”(C 11). El comentario del P. Jetté es instructivo y merece citarse más por extenso: “El religioso, como el laico cristiano, está llamado a entrar en relación con Dios, a vivir la vida de Dios y a progresar en esa vida. Esta vida se expresa por la práctica de las virtudes teologales de fe, esperanza y caridad. De estas virtudes se habla por lo general poco en las Constituciones religiosas y a menudo no es más lo que se enseña en la formación religiosa. La razón es simple: estas virtudes no son específicas de la vida religiosa, como lo son, por ejemplo, los consejos evangélicos. Y, sin embargo, todo en la vida religiosa, desde la fidelidad a los votos hasta las menores observancias, todo se orienta al crecimiento y al florecimiento de la vida teologal” [48].

2. VIDA DE ORACION MENOS SOLITARIA

Nuestras antiguas Constituciones, aun en las primeras ediciones, consideraban la vida interior como un ejercicio más bien privado, individual, una vida que debía, para desarrollarse, sumergirse en el entorno protector del silencio y de la soledad. Hoy quedamos un poco extrañados al ver hasta qué punto insistía la Regla de 1928 en el silencio estricto en la comunidad, silencio que se debía observar “desde la oración de la noche hasta el día siguiente después de los ejercicios piadosos de la mañana; y también durante las tres horas

que siguen al recreo de mediodía” [49]; y cómo “entonces está expresamente prohibido romper el silencio, sin el permiso del superior” [50]. Añádase a esto, si se quiere, el artículo siguiente: “En la iglesia, en el coro, en la sacristía, en la cocina y el comedor y en los pasillos de la casa, está igualmente prohibido hablar si no hay motivo, y entonces debe hacerse en voz baja” [51]

El cuadro que se desprende es claro. En el pasado se tenía la convicción bien normal de que el progreso de la vida interior queda asegurado en la medida

en que se impide que el mundo perturbe la meditación o la contemplación. El recogimiento continuo presupone, pues, la soledad, el retiro y el silencio. El mundo debía mantenerse tranquilo para que Dios pudiera ponerse a hablar. Era, podríamos decir, rezar con los ojos cerrados.

Semejante clima monástico de oración conserva sin duda todavía hoy un gran valor, sobre todo desde que el mundo está ejerciendo sobre nosotros una presión cada vez más inmediata e insidiosa. Con todo, los oblatos deben en nuestros días superar un nuevo desafío: deben aprender también a orar con los ojos abiertos. Las nuevas Constituciones no les piden que vuelvan la espalda al mundo durante su oración, y que lo dejen, por decirlo así, completamente fuera. Por lo demás, como hemos visto, el Fundador nunca excluyó del todo al mundo de su oración. El desafío de ellos hoy, como las Constituciones lo indican bien, es vivir de tal suerte “que cada acto de su vida es ocasión de un encuentro con Cristo que por ellos se da a los otros, y por los otros, a ellos” (C 31). Y el artículo prosigue: “Manteniéndose en una atmósfera de silencio y de paz interior, buscan la presencia del Señor en el corazón de los hombres y en los acontecimientos de la vida diaria […]”. Así es como, aun en pleno ministerio, el hombre interior mantiene en el secreto centro de su vida íntima una zona en que los ruidos de este mundo hacen silencio ante el llamamiento de Dios.

Orar ocasiona siempre un cambio en nuestra vida. Cuanto más cambia ésta, más debemos nosotros encontrar nuevas formas de orar. El Fundador lo comprendía ciertamente. Escribía: “Si supiéramos orar mejor, tendríamos más valentía” [52]. La Regla nos permite hoy mayor flexibilidad en nuestra forma de orar: “Las nuevas formas de oración, personal y comunitaria, puede favorecer nuestro encuentro con el Señor. Las acogeremos con discernimiento y aceptaremos ser interpelados por ellas” (R 20). Esto es importante porque hoy se es más sensible al hecho de que Dios no se repite nunca, hace siempre algo nuevo, y de que cada persona es única y está, por tanto, provista de dones y de necesidades particulares. El Capítulo general de 1972 había subrayado ya este punto importante en su mensaje a los oblatos: “No puede haber desarrollo, si no se respeta el valor propio de cada uno o su libertad de responder a las gracias y a los dones personales” [53]. La idea no es nueva. Hace algunos siglos la había expresado ya san Francisco de Sales con su sencillez característica: “Yo quiero alabar a mi Creador con el rostro que él me dio. Encontramos esto, después de todo, en el Fundador, en su constante búsqueda de autenticidad en su vida personal, cualidad que siempre es fuente de edificación para todos aquellos y aquellas que le conocen bien. Nuestra espiritualidad oblata nos invita, pues, a estar atentos a las personas, sobre todo por nuestra capacidad de escucha. Escuchar a los otros con atención y sensibilidad constituye una forma más de tener un “corazón puro”, un “corazón de pobre”. Con esta disposición interior de escucha más atenta, nuestra disponibilidad para los otros se vuelve, a su vez, “ocasión de un encuentro con Cristo” (C 31)

3. EL GUIA ESPIRITUAL Y LA VIDA INTERIOR

No hay que hacerse ilusiones: la voluntad de Dios siempre ha sido objeto de un discernimiento y de una infatigable búsqueda del hombre interior. Esto era verdad en tiempos del Fundador y lo sigue siendo en nuestros días. Sin embargo, en el mundo actual, el solo en que existimos verdaderamente, el discernimiento de la voluntad y de la presencia de Dios se nos presenta más complejo y más incierto. No nos sentimos a gusto con lo que percibimos como respuestas fáciles, soluciones ya hechas u órdenes provenientes de la autoridad, sobre todo aquellas que nos parecen, subjetivamente, imbuidas de “exclusión prematura”. En una palabra, la ambigüedad, por fin lo hemos comprendido, no es hostil o desfavorable a la fe, algo que hay que eliminar a toda costa; ella es, al contrario, una dimensión constitutiva de la fe misma [54].

Los anticipos libres y gratuitos que Dios nos brinda sin cesar, están siempre impregnados de una profunda ambigüedad. Por amenazadora que sea, la ambigüedad de la fe encierra una gracia singular: nos invita a bajar a lo más profundo de nosotros mismos y allí, en la vulnerabilidad de una “noche oscura”, a abandonarnos más completamente al Dios del misterio. Por lo demás, san Pablo nos ha prevenido ya: “caminamos en la fe y no en la visión” (2 Co 5, 7). Una espiritualidad oblata que eliminara o excluyera prematuramente la ambigüedad, sería, pues, para nosotros hoy sospechosa y poco atractiva.

Para el oblato, aceptar la ambigüedad en su vida, no significa saber siempre dirigirse, en el proceso de su existencia, hacia la interioridad. Por eso, es hoy más necesario que nunca, que tome a veces consejo de hombres experimentados , aptos para interpretar el sentido de una llamada de Dios. La conciencia de su vocación es siempre la de un descubrimiento personal sin duda, pero más todavía, la de haber sido descubierto, prevenido o cautivado por Dios. El papel del guía espiritual es el de iniciar en ese misterio. El hombre que busca la interioridad tiene necesidad de un guía, de un acompañante espiritual, de un maestro. Y, para elegirlo, es importante escoger a alguien que haya sentido un día “el vértigo del Absoluto” y que en el curso de su propio itinerario hacia el interior, haya hecho personalmente la experiencia de Dios y de su Espíritu. En una palabra, el guía que asume la dirección de otro, debe ser un mistagogo que sabe iniciar a los misterios , sobre todo a ese gran misterio que estaba en el centro de la vida del Fundador: “la indispensable necesidad de imitar a Jesucristo” [55].

Es evidente que nuestro modo de concebir y de practicar la vida interior ha conocido una evolución. Con todo, ¡Quién puede poner en duda que , si Eugenio de Mazenod viviera hoy, acogería cordialmente estos acentos nuevos? Él nos diría: En vuestra vida interior, no menos que en vuestro celo apostólico, “hay que intentarlo todo”. Pues, en definitiva, la vida interior que Eugenio vivió ha estado siempre orientada a la misión junto a los pobres. El Capítulo general de 1986, en un momento de inspiración, pudo así definir al oblato como alguien “totalmente a disposición de los demás y con las disposiciones interiores de María” [56].

Richard G. CÔTÉ