Una pequeña localidad del norte de Alberta se llama “Grouard”, antes Pequeño lago de los Esclavos. Los canadienses franceses, la mayoría en esta región, quisieron cambiar este nombre que no tenía nada para estimular su orgullo.

Hacia 1909, el padre Constant Falher, o.m.i., sugirió que se diera a esta misión el nombre de Grouard, en honor de Mons. Emile Grouard, vicario apostólico de Athabaska. Los canadienses franceses abundaban en este sentido. Los mestizos, en cambio, a pesar de su gran afecto por su “Gran Orador”, no parecían muy encantados con esta proposición. Un nombre difícil de pronunciar. En cuanto a los ingleses protestantes del lugar, habrían preferido un nombre que sonara como inglés, pero esperando convencer a los Cris, propusieron un nombre lleno de dulzura: “Mionouk”, que significa lugar hermoso.

Un voto quedado célebre
Un habitante del lugar, Armand Gariépy, que se hizo jesuita más tarde, relató la tumultuosa asamblea que tuvo lugar a este propósito. Se iba a votar. Una cábala elevada hizo aumentar rápidamente el interés al máximo. Unos mestizos pensaron también que Mons. Grouard se presentaba como diputado contra Mionouk…

 

“Llega la noche del voto. Se ve a un joven mestizo que se levanta: “Mons. Grouard me enseñó el catecismo y mis oraciones y me enseñó también a leer. Hace cincuenta años que está entre nosotros y que trabaja para instruirnos. ¿Mionouk qué hizo para nosotros? Otro añade: “Si sé algo en los libros, es gracias a Mons. Grouard. Por eso yo voto por él”. El nombre de Grouard parece ser el más favorito. Sin embargo, el presidente de la asamblea, al mismo tiempo buen ciudadano y excelente orador en inglés y en cri, está a favor de Mionouk. La tensión sube. Los espíritus se acaloran. Viéndose perdidos, los opositores tratan de impedir el voto pidiendo guardar el viejo nombre de Lesser Slave Lake. La discusión sigue hasta las dos de la madrugada.

Consecuencias inesperadas
En fin, llega la hora de votar. Todos los católicos, excepto uno, votan por Grouard. “Todavía tenemos sangre francesa en las venas”, grita un canadiense francés. Otro, llorando de rabia, contesta: “No quiero quedarme en un lugar que lleva el nombre de un obispo católico”. El herrero de Grouard no puede retener su entusiasmo: “Aunque fuera sólo para la asamblea de esta noche, dice, estoy contento por haber venido al Norte”.

Mons. Grouard tuvo que aceptar el hecho cumplido: “Esto se hizo a mis espaldas, escribe en sus Memorias; soy totalmente inocente de toda pretensión de este tipo”. De hecho, después de sus bodas de oro, había salido a visitar el lago Esturgeon. A su vuelta, una semana más tarde, todo estaba hecho: su ciudad episcopal había cambiado el nombre. Se llamaba Grouard.

André DORVAL, OMI