A unos 500 kilómetros en el oeste de Winnipeg se encuentra el hermosísimo valle de Qu’Appelle, que en francés significa “que llama”. El río con el mismo nombre serpentea dulcemente y forma en su recorrido ocho lagos fascinantes rodeados por colinas verdes. Desde 1868, los misioneros oblatos han venido a residir en el lugar hoy conocido bajo el nombre de Lebret. Luego, ahí han fundado una parroquia, una escuela industrial y un escolasticado. El nombre de este valle nos intriga: ¡Qu’Appelle! ¿Cuál es entonces su origen? Para saberlo, leer esta leyenda triste y sentimental que la poetisa inglesa, Pauline Jonson, escribió al final del siglo pasado. He aquí una traducción libre y abreviada del padre Aurèle Chalifoux, o.m.i.

“Yo también, insistió el viejo Amerindio, le quería tanto como mi propia vida. Me había dado cuenta de que se hacía una admirable chica; quería sólo a ella como novia. Yo también he oído realmente la voz misteriosa, esta voz cuya rara historia inspiró a los viajeros blancos cuando dieron el nombre de Qu’Appelle a este magnífico valle.

Un día, me había susurrado al oído: “Cuando sonría el verano de los Amerindios, volveré a los lagos. Seré la primera en oír la música de tu remo; seré la primera en dirigirte palabras de tierna bienvenida. Y cuando vuelvas a tu tierra de origen, te seguiré, orgullosa de ser tu mujer para siempre”.

Ninguna hoja todavía se había caído cuando, impaciente, partí a la conquista de esta reina de las mujeres del Norte. Viajé sin parar hasta la extremidad de los lagos para botar en seguida mi lancha. No sentía la necesidad de dormir ni de comer, mi corazón y mi remo tenían un solo y mismo ritmo. Y sin embargo, los días pasaban demasiado lentamente para mí, hasta que yo pudiera decirme: “Aún sólo otra jornada y estaré con mi reina”.

Ralentizando un poquito para soñar con mi felicidad tan cercana, oí una voz que decía tiernamente mi nombre. “¿Quién es el que me llama así?”, pregunté en voz alta. Ninguna respuesta. Me inmovilicé completamente para escuchar mejor. Entonces, en la melancolía del viento de la noche, una segunda vez oí distintamente la voz rara. Una voz de mujer que buscaba ávidamente el alma de su alma, se habría dicho, para canturrearle amorosamente una canción todavía nunca cantada.

Y era mi nombre que había pronunciado la voz. Así, empecé a lanzar a todos lados esta expresión de un idioma popular: “¿Qu’Appelle? ¿Qu’Appelle?”. Sólo el eco de mi voz volvió, retumbando por las colinas circunstantes: ¡Qu’Appelle! ¡Qu’Appelle! En la noche obscura, en medio de un silencio profundo, la luna emergió en el este, como un espectro pálido y helado.

Poco tiempo después, mi lancha tocó el río, muy cerca de la entrada de su wigwam [1]. Entreví una hoguera fúnebre que se consumaba en el pedregal y oí algunas lamentaciones de mujeres y de hombres. Imaginándolo todo, de repente fue como si la luz de la vida se apagara completamente en mí. Ninguna palabra podría expresar el dolor y la pena que probaba… Y cuando me llevaron hacia los restos mortales de mi reina de belleza, con los labios ya sin aliento y los ojos para siempre cerrados, una voz muy dulce me murmuró: “Dos veces, te ha llamado al comienzo de la noche”.

Cuando finalmente subí, agotado, del abismo de mi tormento, pregunté en qué momento preciso sus labios se cerraron para siempre. Me contestaron: “Ha pronunciado tu nombre, luego se ha muerto… justo cuando la luna se acercaba al horizonte”.

Desde entonces, pasaron muchos años. Nunca más he vuelto a esos lagos solitarios. Pero me contaron a menudo que cuando los hombres blancos, por la noche, encienden sus fuegos de campo y la luna aparece a lo lejos detrás de las colinas, se oyen las voces raras que llegan a romper misteriosamente el silencio profundo…

André DORVAL, OMI

NOTES

[1] Vivienda de una sola estancia usada por ciertas tribus nativas americanas.