El 9 de diciembre 1990, Juan Pablo II reconocía oficialmente, en nombre de la Iglesia, la santidad de Marguerite d’Youville, fundadora de las Hermanas de la Caridad, conocidas también bajo el nombre de Hermanas Grises de Montreal. Esta meritoria comunidad religiosa, que nace en 1738, un siglo después contesta a la llamada del obispo misionero del Río Rojo, Mons. Norbert Provencher. Una primera caravana de cuatro religiosas, salida de Montreal el 24 de abril de 1844, llega a San Bonifacio dos meses más tarde, después de un viaje extenuante en botes de corteza. Por su gran caridad en las misiones del Oeste Canadiense, muestran a todo el mundo que no ceden en nada a santa Marguerite d’Youville. De tal madre tales hijas.

Odisea misionera de los oblatos
En el mes de junio de 1845, los oblatos de María Inmaculada emprenden el mismo viaje que debe conducirlas a la conquista pacífica de las tribus amerindias hasta el océano Glacial. En cualquier parte donde la población parece suficiente, estas misioneras, animadas por el padre Alexandre Taché, no tardan en realizar misiones en el Oeste y a lo largo del río Mackenzie hasta Good Hope, cerca del círculo polar, en 1859, a 3000 Km. de San Bonifacio. Como escribió el padre Joseph-Étienne Champagne, o.m.i.: “El hecho más destacado de esta epopeya misionera no es el número de las conversiones, sino la ocupación, en menos de quince años, de todos los puntos estratégicos de un país grande como un continente. Y esta maravilla de apostolado fue cumplida por un puñado de misioneros, que tenían a su disposición sólo medios humanos muy primitivos y recursos muy limitados”.

Las Hijas de santa Marguerite d’Youville
Sin embargo, cabe añadir que, en esta “epopeya”, los oblatos se beneficiaron abundantemente de la ayuda preciosa de las Hermanas Grises de Montreal. En varios lugares estas “mujeres heroicas” se encargaron de la educación de los niños montagnais, cris o dénés. Unos cientos de estas valientes religiosas unieron sus oraciones, sus sacrificios, sus sufrimientos y el ardor de su fervor a la devoción de los oblatos para construir escuelas, hospitales, orfanatos y, así, hacer conocer a Jesucristo. Corrieron todo tipo de peligro y aguantaron graves inconvenientes en los ríos de los rápidos peligrosos.

Recordemos uno de estos viajes entre muchos otros. A petición de Mons. Isidore Clut, dos religiosas de Fort Province aceptan ir al lago Athabaskapara para abrir una escuela católica. Dos embarcaciones se ponen a disposición. Vincent, un aventurero del bosque, originario de Sorel, lleva una de estas. Un amerindio rema adelante, una hermana y una chiquilla toman asiento en el medio y, detrás, la guía responsable. Vincent contará luego al padre Watelle, en su lenguaje típico, las peripecias de la aventura.

 

En nombre de la obediencia, no bulla más
“Sí, padre, ¡estábamos en un rápido y uno terrible! El bote danzaba, le digo sólo esto. Pero, ¡desgracia! A cada salto que hacía en las grandes olas, la hermana se envaraba y quería levantarse como para saltar sobre las rocas. Cuanto más le decía: hermana, esté tranquila, si no estamos perdidos, más nerviosa estaba, enganchándose en un borde o en otro. Las hermanas Grises, sin embargo, ¡tienen la costumbre de ser valientes y no “excitarse” en los viajes! A pesar de esto, lloraba tanta fuerza que hacía crecer el río. Al fin, en el momento más peligroso, como se estaban haciendo llevar por el remolino y volcar, me acordé de algo que había oído decir como infalible para las hermanas, cuando estaba en la escuela, en Sorel. Entonces grité muy fuerte: “Hermana, en nombre de la obediencia, ¡no bulla más!”. Padre, el trueno la habría afectado, se habría aplastado brutalmente; se echó en el fondo del bote, a lo largo, y no movió más un dedo. Es así que todavía no nos hemos muerto”.

La escuela de Athabaska empezó en un cobertizo y ¡esta “precariedad” duró siete años!

André DORVAL, OMI