François LeBihan es uno de estos oblatos bretones dotados de un fervor que marcó la vida católica de Lesotho. Nacido en 1833 en la diócesis de Quimper, de padre bretón y madre irlandesa, entró en el noviciado de Marsella, en 1857, en la época del Fundador, que le ordenó sacerdote en 1859. En seguida fue enviado a Natal como compañero de Mons. Jean-François Allard y del padre Joseph Gérard. Si los Basotho se mostraron acogedores hacia los misioneros, no fue lo mismo para los colonos neerlandeses en el Transvaal. Durante mucho tiempo, en esta república los oblatos no pudieron realizar su misión. Los Bóers, estos campesinos holandeses, de religión calvinista, que habían emigrado al sur de África en el siglo XVII, les manifestaban una tenaz oposición.

Viaje de exploración
Cuando el padre LeBihan, a petición de su obispo Mons. Allard, intentó penetrar en el Transvaal holandés, en 1870, una ley prohibía el acceso de este territorio a todo sacerdote que no era ministro del culto calvinista. Con coraje, armado con su cruz y poniéndose bajo la protección de la Virgen María, el oblato empieza por lo menos la visita de los católicos en las granjas de los Bóers. Para su expedición, se le dan un coche y dos caballos. Stephanus, un cristiano de Roma, le acompaña. Durante varios días, multiplica las paradas según las necesidades espirituales de las familias católicas encontradas. Un valiente irlandés, que se llamaba Donoghue, le ofrece espontáneamente su hospitalidad y le ayuda en la realización de su ministerio. A pesar de la defensa vigente, puede celebrar la misa e instruir a los fieles. Ninguna oposición. La calma antes de la tempestad.

Un matrimonio comprometido
“Un señor Taggard había decidido casarse con una chica bóer, contó el misionero en su periódico de viaje. Ya se habían concedido las dispensas necesarias. Todo estaba listo para la ceremonia de matrimonio, cuando fui citado para comparecer ante el magistrado”. “Me he enterado, me dijo el representante de la ley, de que estaba yendo a celebrar un matrimonio. Pero ¿usted ignora que las leyes del país prohíben el ejercicio del culto católico?”. “He oído hablar de esto, pero confieso que nunca he leído el texto de esta ley”. Un empleado entonces me lo dio: “Toda religión que no sea la religión holandesa reformada está prohibida en el Transvaal”. Dije entonces al magistrado: “¿Quiere permitirme una simple pregunta?”. “Hable”. “Según el texto de la ley que acabamos de leer, no es sólo la Iglesia católica que está prohibida, sino también la Iglesia anglicana y la Iglesia metodista. Ahora bien, estas dos Iglesias tienen en la capital unos territorios considerables. Tienen templos donde se hace públicamente el oficio a la vista y a sabiendas de las autoridades. ¿Podría enseñarme el texto de la ley que concede a estas Iglesias la libertad de que gozan?”. A esta observación, el magistrado consultó a su secretario. Después de un momento de silencio, me hicieron señal de retirarme, manera para decirme que podía transgredir la ley tanto impunemente como los demás.

Alegre ceremonia
Para afirmar mejor los derechos de los católicos, el padre LeBihan decidió dar a la ceremonia del matrimonio toda la pompa posible. Hizo adornar su coche con condecoraciones y flores. Los arreos bien limpios brillaban bajo el sol. Los caballos parecían piafar. Stephanus, vestido como un lacayo de gran señor, mostraba por su actitud la importancia de su papel. En la hora fijada, los novios tomaron asiento en este cortejo de gala y fueron llevados solemnemente a la residencia de Donoghue, donde tenía lugar la ceremonia. “Aproveché la circunstancia, añadió el sacerdote, para hablar de la santidad del matrimonio cristiano y de las obligaciones que impone, siguiendo de todo punto las prescripciones del ritual. Terminada la ceremonia, di orden a Stephanus de acompañar a los recién casados a su casa. Lo hizo con toda la majestad de que es naturalmente capaz”.

André DORVAL, OMI