La colaboración de los laicos en el apostolado de los Oblatos en el Noroeste canadiense ha sido de un valor inestimable. Blancos y mestizos fueron, muy a menudo, preciosos auxiliares del misionero para propagar el Evangelio. Fueron guías indispensables en peligrosos viajes, maestros en el estudio de las lenguas amerindias, y a veces salvadores de su vida. Entre esos precursores de nuestros actuales misioneros asociados, sobresale por encima de todos una figura. Se trata de un mestizo de la etnia “dené” que, tras su conversión, se ganó el reconocimiento de todos los misioneros de Atabaska-Makenzie. Era un viejo de luenga barba blanca, cosa excepcional entre los mestizos. Se le conoció con el nombre de “patriarca Beaulieu” (Sitiolindo). Sus numerosas y extraordinarias hazañas podrían servir de guión para una interesante película del oeste cuyo título sería: Desde el Diablo a Dios.

Su madre, una montañesa, lo educó en el paganismo. La fuerza colosal de que estaba dotado fue el aval para poder enrolarse en la compañía de la Bahía de Hudson, a título de representante ante los proveedores de pieles. Aunque era mestizo, los amerindios de la región lo eligieron como jefe. Todos temblaban en su presencia. De vez en cuando, para mantener vivo el terror a su prestigio, se presentaba en un campamento enemigo. Con un golpe de cuchillo rompía la lona de una tienda y, en cuestión de segundos, arremetía a puñetazos contra una pareja de víctimas, dejando a los demás espectadores temblando de miedo. La tenía tomada particularmente con la tribu de los Plats-Côtés-de-Chiens (Costados Llanos de Perro) porque habían matado a su hermano.

De Dios, de la religión, Beaulieu no sabía nada. ¿Cómo se convirtió en creyente y apóstol seglar? Dejemos que nos lo cuente el P. Duchaussois: “Una primavera, llegó a Fort Resolution, par ponerse a sus órdenes, un joven franco-canadiense de Montreal, llamado Dubreuil, hombre amable, caritativo, siempre respetuoso con sus jefes. Eso impresionó a Beualieu. Lo observaba. Sorprendido al verlo arrodillarse, por la mañana y por la noche, al lado de su litera, intrigado por la gran señal de la cruz con que iniciaba y terminaba esa ceremonia, le pidió explicaciones. Dubreuil le dijo que rezaba a Dios y a la Santísima Virgen María. ¿Pero, podríamos también nosotros conocer a Dios y a la Virgen María, y amarlos y rezarles? –le preguntó. Dubreuil comenzó entonces a instruir a su fogoso catecúmeno. No tardó en descubrir, bajo las rudas apariencias de ese matón, un alma recta, ávida de verdad.

En éstas, llega a Portage La Roche un misionero. Ese es el hombre de la oración, le dice Dubreil, vete a hablar con él. Él te va a decir lo que hay que hacer para servir a Dios y para salvar tu alma. Beaulieu equipó una gran canoa de corteza de árbol, subió a bordo con sus siete mujeres y sus hijos y salió rumbo a Portage. Su conversación fue tan rápida como contundente. El resto de su vida lo consagró a hacer penitencia y a un apostolado ininterrumpido. Se constituyó en el protector, el servidor y a menudo en el proveedor de los misioneros de paso por la región. Nada le parecía ni demasiado bello ni demasiado rico para el Oblato, el hombre de la oración, a quien hospedaba. Hizo de sacristán, de cocinero, repetidor y comentador de los sermones. El mismo Mons. Vidal Grandin acudía a él para perfeccionar la lengua montañesa. A petición de Beualieu, el venerable prelado bendijo una gran cruz, en el cabo de la playa. Beaulieu iba en peregrinación a esa cruz cada día, hasta su muerte. En los días de más intenso frío se le veía, de rodillas, la cabeza descubierta, rezando el rosario por los difuntos de la tribu, por su familia, por todos aquellos a quienes les había hecho algún mal. Lloraba diariamente sus culpas pasadas. ¡Ah, por qué no conocería yo antes al buen Dios! Repetía. ¡Cómo lo hubiese amado! Perdón, Dios mío, por mis pecados. Beaulieu tenía más de cien años cuando murió en la paz del Señor”.

André DORVAL, OMI