Entre los famosos misioneros oblatos que evangelizaron a los amerindios de Oregón, en la costa del Pacífico, hay que recordar al P. Eugenio Casimiro Chirouse. Nació en Francia en 1821 y formó parte del primer grupo de Oblatos llegados a esa región en 1847. Todavía no era sacerdote. Fue ordenado en una ceremonia carente hasta de lo más necesario. La celebración tuvo lugar en el obispado de Walla Walla, en la habitación del obispo, pieza única, que servía a Mons. Maggiore Blanchet de capilla, de salón comedor y de dormitorio. Tan sólo hubo dos testigos, el P. Pascal Ricard y el hermano Félix Pandosy. Se hallaban tan desprovistos de todo que no había ni un alba para el hermano Chirouse. Para observar las normas de una liturgia más bien rigurosa de aquella época, sin ningún respeto humano, el ordenando se vio obligado a ponerse un camisón de dormir encima de la sotana. La ordenación no fue por eso menos válida.

En el transcurso de su larga carrera misionera, que duró cuarenta y cinco años, el P. Chirouse fundó varias misiones entre los cayuses y los snohomish. Es el autor de una gramática, de un diccionario y de un catecismo en lengua snohomish. Maestro-escuela emérito, el gobierno americano lo acreditó como “agente de los amerindios”. Le llamaban “The good old Father” (El buen Padre anciano o El Padrecito). Su creatividad lo empujaba constantemente a la investigación de un nuevo invento. Lo mismo podía transformar una lata en un elegante incensario como se confeccionaba una sotana de una manta cualquiera, tiñéndola de negro con jugo de moras silvestres.

A propósito de esto, he aquí una increíble aventura que sufrió ese inventor temerario. En la región del estrecho de Puget, en Oregón, los desplazamientos se hacían generalmente en canoa. Un buen día el P. Chirouse emprendió un largo viaje para encontrarse con su superior, Mons. Blanchet. Para presentarse a una entrevista tan importante en traje de gala, eligió su mejor sotana, confeccionada por él mismo de una manta blanca teñida con el mejor tinte negro, gracias a las hermosas moras que había encontrado. Sale de la misión con tres remeros amerindios. Poco después de su salida, he aquí a la tripulación luchando a brazo partido contra una fuerte marejada. Los remeros se debaten contra las olas desencadenadas. ¡Todo en vano! La canoa se vuelca y los ocupantes son arrojados al agua. A fuerza de músculos consiguen reflotar la embarcación. Todos suben a bordo sanos y salvos. Pero ¡ay!, el agua salada había desteñido la hermosa sotana del padre. Ya no tenía el negro tradicional de la sotana de un cura cualquiera. ¡Parecía más bien la sotana morada del mismísimo Obispo!

El padre estaba consternado. Él, un pobre misionero, ¿cómo podía presentarse ante su obispo con una vestimenta semejante a la suya? ¿No sería una presunción por su parte? Mientras está pensando en su incómoda situación, he aquí que la barca se vuelca de nuevo y una vez más la sotana del “good old Father” se ve sometida al detergente del agua salada. Cuando sube a la canoa, han desaparecido todas las señales del tinte. ¡La gran túnica aparece en su blancura original! ¡Qué estupor! Imaginaos… ¡encontrarse ahora vestido de blanco, prerrogativa reservada al Sumo Pontífice! ¿Se acabarán por fin los disgustos?

Al anochecer, los viajeros acampan al borde del río y pasan una buena noche. Por fortuna, al despertarse, el P. Chirouse se da cuenta de que al alcance de la mano tiene un zarzal con hermosas moras salvajes.

Nunca había encontrado tanta abundancia de ese precioso fruto, moras tan grandes, tan jugosas, tan negras. Sin duda el Señor estaba de su parte. Efectivamente, pudo devolver a su sotana el conveniente color exacto y podía presentarse ante su superior sin ninguna preocupación. ¿No estaba ataviado con una sotana negra recién sumergida en el jugo de moras salvajes?

André DORVAL, OMI