El turista que por casualidad se detiene en el poblado amerindio de Betsiamites, en la margen norte del río San Lorenzo, podrá leer esta inscripción gravada en una placa conmemorativa de la Comisión de los monumentos históricos: “Homenaje a los RR. PP. Oblatos de María Inmaculada, misioneros en la Costa Norte desde 1845, y al más ilustre de todos ellos, el R. P. Carlos Arnaud, ordenado sacerdote en 1849”.

 

Dicho P. Arnaud fue misionero de los montañeses durante sesenta y cinco años. Lo bautizaron con el nombre de Rey de Betsiamites. Rey, lo fue por ganar todos los corazones mediante su gran bondad y su incansable abnegación. Nacido el 3 de febrero de 1826 cerca de Aviñón, en el sur de Francia, Carlos Arnaud manifestó desde muy joven notable inclinación hacia la vida de piedad y a ayudar a Misa. El joven vicario parroquial de su pueblo natal, Juan Françon, le dio las primeras clases de latín. Algunos años después este mismo Françon, que se hizo oblato, lleva al noviciado de Nuestra Señora de l’Osier a su joven pupilo. En 1847 se encuentra en Marsella como estudiante de teología. Pasado tan sólo un año sale para Canadá. Ordenado sacerdote por Mons. Eugenio Guigues en Ottawa el 1º de abril de 1849, ese mismo año, en compañía de otro gran misionero, el P. Nicolás Laverlochèr, emprende su primer viaje hacia la Bahía de James.

A partir de 1851, desarrollará su apostolado con su inseparable compañero, el P. Luís Babel, en la Costa Norte del San Lorenzo. Recorre todos los años la inmensa región que va desde Tadoussac hasta la Bahía de Ungava. “Nuestra misión se extiende a lo largo de 800 millas (1300 kms.), escribe, visitamos a toda prisa centenares de familias que no reciben la visita del sacerdote más que una vez al año. En ese breve período de tiempo, bautizamos, predicamos y confesamos. Por todas partes nos reciben como si fuéramos el Mesías”.

Su vida fue un verdadero martirio, continuo ejercicio de paciencia y de renuncias tanto por los caminos como en la tienda de los amerindios. Sin embargo se siente feliz, con la dicha y el gozo del apóstol que ha trabajado bien para su Dueño. A penas pasados unos años, se convierte en el ídolo de los montañeses. En Betsiamites, donde fija su residencia, construye una escuela y un hospital par sus queridos amerindios. Para acostumbrar a los hijos de los bosques a rezar a María, erige una magnífica estatua de la Santísima Virgen en un bosquecillo frente al mar. Más tarde montará un museo de historia natural muy valioso. En sus largos viajes a pie o en canoa tendrá que soportar el cansancio y privaciones de todo tipo. Pasa por mil peligros pero su confianza en Dios se los hace olvidar. La Providencia jamás lo abandonará, como lo demuestra la siguiente increíble aventura:

Visitaba, un verano, a las familias diseminadas a lo largo de 1000 kilómetros. El mal tiempo retrasó su itinerario. Transcurridos dos días se agotan sus provisiones y se halla lejos de los poblados. El apóstol sigue caminando. Los caminos son horribles, le faltan las fuerzas. Desfallece. Como en otro tiempo el profeta Elías, cansado de caminar, agotado por el ayuno forzoso, no puede más… se acuesta pensando que va a morir. Última esperanza: la divina Providencia, reza una vez más e implora confiadamente: “¡Señor, socórreme!” Y he aquí que le sobrevuela un mergo. Deja caer cerca del misionero un gran pez que probablemente llevaría a algún sitio para comérselo a su gusto. “Gracias, Señor, este pez llega a tiempo”. De este modo un cuervo marino le salvó la vida.

El P. Arnaud, denominado también el Papa de los montañeses, murió en Pointe Bleue el 3 de junio de 1914, a la edad de ochenta y ocho años.

André DORVAL, OMI