El 16 de noviembre de 1985 se celebraba el 100° aniversario de la ejecución de Louis Riel, jefe de la insurrección de los Mestizos, en 1885. Esto me recuerda también la trágica muerte de dos misioneros oblatos caídos, durante esta rebelión, víctimas de su caridad. El padre Léon Fafard, originario de San Cuthbert, en Québec, entonces era director de la misión del lago La Grenouille, en el norte de Saskatchewan. El padre Félix Marchand, recién llegado de Francia, había dejado su misión del lago de Oignon para celebrar los días santos con su hermano oblato. De un momento a otro estallaría la revuelta entre los Mestizos de la región, incapaces de hacer respetar sus derechos por el Gobierno de Ottawa. Unos cientos de nómadas, cuyo jefe era Gros Ours, invaden entonces la misión y sublevan a los habitantes de la reserva. Por su parte, los misioneros se esfuerzan en mantenerles en paz.

Masacre de dos oblatos
El 2 de abril por la mañana, Fafard invita a los fieles a la ceremonia del jueves santo. Acompañado por el padre Marchand, empieza la misa. Pero de repente, un grupo de hombres armados irrumpe en la iglesia y obliga a todos los habitantes de la reserva a dejar los lugares para ir a los campamentos de los rebeldes, un kilómetro más lejos. El padre Marchand parte primero, seguido por una cola de prisioneros, hombres y mujeres, blancos y amerindios. El padre Fafard cierra la marcha, exhortando a tota su gente a la calma. Un empleado del gobierno, buen irlandés católico, se niega a avanzar. Le tiran una pelota en la espalda. Al oír el grito del desgraciado, el padre Fafard se precipita para ayudarle. Recibe una descarga de fusiles y se desploma pesadamente. En este momento, el padre Marchand desaparece detrás de un hundimiento de terreno. No ha visto nada, pero oye decir que su hermano acaba de ser asesinado. Vuelve atrás a toda prisa. Apenas aparece en el montículo, una pelota le golpea en plena frente y cae, él también, víctima de su devoción y de su caridad.

Ingratitud de un joven Amerindio
Los rebeldes, como se dan cuenta de que el padre Fafard todavía respira, forman un círculo alrededor del herido. Entre estos, está “el hijo del milagro”, sobrenombre de un joven Amerindio, protegido del misionero. Amenazado de una grave enfermedad, hacia los cinco años, es curado milagrosamente después de su bautismo. Adolescente, ahora hace muchos servicios al oblato. El jefe del grupo se dirige entonces a este “hijo del milagro”. “Nunca hemos sabido si eres para los Blancos o para nosotros. Ahí tienes la ocasión para demostrarlo. Si eres con nosotros, vas a matar a este Blanco. Toma este fusil, dispara o te dispararán a ti”. El chico, después de un momento de vacilación, toma el fusil en sus manos temblorosas. En este momento, el padre Fafard abre los ojos y los vuelve hacia su protegido, como para implorar su piedad. Aterrorizado, el indiano aprieta el gatillo y da fin a los días de su benefactor.

Bondad de la vieja amerindia Marguerite
Algunos días después, Mons. Grandin va al lago La Grenouille. No puede pasarse sin constatar la envergadura del desastre. Todo ha sido saqueado e incendiado. Entre los testigos de la masacre, una vieja amerindia, que se llama Marguerite, le cuenta esto: “Cuando los rebeldes partieron, me fui a los misioneros. Tenían su cruz de oblatos en sus manos rojas de sangre. Fui a sacar agua en el paúl cercano y les lavé la cara, las manos y su cruz. Mientras me dedicaba a ellos, añade, pensaba en los dolores que probó la santa Virgen, el viernes santo, cuando le entregaron el cuerpo pinchado con clavos y ensangrentado de su Hijo”.

En una letra que dirige luego a la madre del padre Fafard, Mons. Grandin hace esta reflexión: “Me parece, querida señora Fafard, que esta buena vieja me haya comunicado este buen pensamiento para usted. Puede comparar sus dolores con los de la santísima Virgen, también porque la víctima, que lloramos juntos, se parece a la grande Víctima del calvario”.

André DORVAL, OMI