Fr. Victor DESLANDES

Los oblatos siempre tuvieron la misión de defender a los más pobres de la sociedad. En el siglo pasado, el padre Albert Lacombre sostuvo a los Amerindios del Oeste contra los Blancos, invasores de sus terrenos de caza. Hoy en día, en África del Sur, un obispo oblato, Mons. Denis Hurley, se alinea con los Negros contra las injusticias manifiestas del apartheid. En Ceilán, otro oblato, el padre Victor Deslandes, un día acepta ir al juzgado para defender los derechos de los pescadores de Jaffna.

Amigo de los pescadores
El padre Deslandes nace en Francia en 1872. Después de su ordenación sacerdotal entre los oblatos, le envían a Ceilán, en 1903. En seguida, este ardiente misionero manifiesta aptitudes de organizador que pone gratuitamente al servicio de los parias de su misión en Iranaitivu. No vacila en estudiar él mismo los métodos más avanzados de pesca. Esto le permite mejorar considerablemente las condiciones materiales de sus pescadores.

Hay que precisar que en la época de nuestro cuento, en Jaffna existía una sociedad protectora de animales, una S.A. cuyos diversos miembros fanáticos, como se encuentran hoy en día en semejantes sociedades, ¡eran más propensos a defender los animales que a los hombres! Por su parte, los pescadores guardaban de la mejor manera, contra los bochornos del sol, las tortugas de mar que capturaban. La venta de uno solo de estos gordos animales podía asegurar la comida de una familia entera durante un mes.

Proceso ridículo
Muy de mañana, el presidente y el secretario de la antedicha sociedad deciden pasar a la acción. Han visto, con sus ojos, la crueldad de los pescaderos. ¡Imaginaros! Tortugas vueltas sobre el dorso, boca arriba, que ¡agitan las aletas por el dolor! Se coge una tortuga y se defiere al tribunal. En su calidad de miembro del comité de los pescadores, el padre Deslandes tiene que presentarse al juzgado. Al entrar en la sala de audiencia, entreve en una mesa una tortuga que descansa sobre el dorso. Nuestros dos señores, uno después del otro, suben a la barra de los testigos. “La crueldad de estos pescadores es evidente”, dice el primero. “Mirad esta desgraciada tortuga, como sufre”, añade el segundo. El juez entonces interpela al oblato: “Padre, díganos, ¿por qué vuestros marineros guardan sus tortugas sobre el dorso?”. “Es muy sencillo, contesta el misionero, póngalas en el lado plano, se van a morir en la hora siguiente. Supinas, podrán vivir dos o también tres semanas”. “Explíquenoslo”, sigue el juez.

Hábil defensa
El padre entonces avanza cerca de la mesa y, cogiendo la tortuga en sus manos, empieza a dar al juez y a los testigos una pequeña clase de zoología. “Debo recordaros, señores, que hay notables diferencias entre la tortuga de mar y la tortuga de tierra. Esta última tiene patas y puede esconder su cabeza bajo el caparazón. La que veis ahora es una tortuga de mar. Mirad bien. No tiene patas, sino cuatro aletas, dos grandes delante y dos pequeñas detrás que le sirven de timón. Además, ¡no puede meter su cabeza en su casa! Volvedla boca abajo, así, intenta arrastrarse y se agota. Las articulaciones de sus aletas se dislocan y ella recae en su mandíbula inferior. Si queda boca abajo, pronto no podrá más respirar y se morirá. Grande pérdida para mis pescadores. ¿Qué se puede hacer? ¿Estos señores de la S.A. pagarán los daños? No hay ninguna duda que mi tortuga prefiere quedar sobre el dorso, ¡así…!”.

Puesta otra vez en esta posición, el animal empieza a respirar profundamente. Respira a todo pulmón, luego, toda contenta, para demostrar su gratitud, suelta… ¡un aroma de perfumes preciosos! El magistrado lleva a la nariz un pañuelo perfumado. Algunos espectadores hacen lo mismo. Los dos rábulas trapacistas se dirigen hacia la puerta para no volver más. La tortuga ha ganado su proceso. Los pescadores de Jaffna pueden vivir en paz y vender sin problemas sus tortugas de mar, ¡también tendidas de espaldas!

André DORVAL, OMI