La primera fundación de los oblatos en las islas británicas data de 1843. A la muerte del Fundador, en 1861, se contaban unas sesenta personas de origen irlandés. Entre éstas, el hermano Laurent Biggan se hizo notar por el papel importante que desempeñó sobre todo en la educación.

Católico convencido
Nacido en Cootehill, en la provincia de Ulster, el 14 de febrero de 1810, durante toda su vida profesó la fe católica que sus padres le habían transmitido. Chico muy inteligente, el joven Laurent, a los quince años, consiguió el premio de matemáticas en un concurso público abierto a estudiantes de todas las edades. Este triunfo le permitiría aspirar a un porvenir prometedor, con tal que aceptara renegar de su fe. Sin embargo, prefirió quedar fiel a los compromisos de su bautismo y renunció a estas ventajas temporales. Enseñó antes en su país natal. Unos diez años después, al enterarse de que los hijos de sus compatriotas que vivían en Escocia no tenían profesores, solicitó y consiguió, a pesar de su doble condición de irlandés y católico, un puesto de profesor en la Escuela nacional de Edimburgo. Durante una misión predicada por el padre Robert Cooke, conoció a los oblatos y, a los cuarenta y cinco años, decidió entrar en el noviciado. Una vez oblato, en 1856, le confiaron la dirección de las escuelas de Inchicore, puesto que ocupó dejando a todos complacidos. A lo largo de una estancia de unos años en Leith, en el norte de Escocia, fue testigo de una aventura rocambolesca que ocurrió a los presbiterianos del lugar.

Pánico entre los protestantes 
Los primeros religiosos que volvieron a Escocia, después de tres siglos de destierro, fueron los Oblatos de María Inmaculada, en 1852. Cuando, ocho años después, empezaron a construir una segunda residencia, en Leith, los protestantes tuvieron miedo. “El cielo nos castigará, decían los discípulos fanáticos de John Knox, si no nos oponemos contra esta invasión de monjes”. Oponerse, sí, pero ¿cómo? Después de muchas vacilaciones, prepararon una larga protesta escrita en un pergamino, en la que condenaban expresamente a los papistas que invadían su región. Si no podían impedírselo con la fuerza, querían por lo menos que las generaciones futuras supieran que el “enemigo” se había instalado en esta ciudad contra su voluntad. La protesta que todos los adeptos de la secta habían redactado y firmado con coraje estaba preparada. ¿Qué se iba a hacer? Se vaciló en publicarla en los periódicos, pues se temían estos diablos de irlandeses católicos, por la mayoría robustos descargadores. La prudencia les sugirió recurrir a un expediente ingenioso: enterraron en una caja de lata el precioso pergamino junto con una Biblia protestante y panfletos virulentos contra el catolicismo. Un obrero se encargó de esconder el paquete en una de las paredes de la casa en construcción. ¡Ya se había salvado el honor! Cuando, dentro de algunos siglos, esta casa caiga en ruinas, la posteridad se enterará con un legítimo orgullo de que en esa época ¡había hombres intrépidos en Leith!

Artificio desvanecido
María Inmaculada veló sobre la casa de los oblatos. El arquitecto, durante una inspección de obras, se dio cuenta de que una de las paredes no estaba en su sitio. Mandó que se volcara esta pared y que se recogiera un metro más lejos. Es precisamente durante esta demolición, el 15 de agosto 1860, día de la Asunción de la Santa Virgen (es importante la fecha), que el hermano Biggan, acompañado por el padre Patrick Kirby, divisó, entre las grietas de una porción de pared, algo brillante. Lo dos se acercaron… alejaron las tablas y se apropiaron del objeto sospechoso. Lo rompieron para sacar lo que contenía. Al asombro siguió una explosión de risas. Como un reguero de pólvora, el ruido de la “caja de lata” se propagó en toda la ciudad. En cualquier parte, en los salones, en los bares y en las riberas, se contó el famoso descubrimiento. Los firmantes no sabían más dónde esconder su vergüenza y su descontento. Sí, en realidad, ¡sus descendientes habrían tenido toda la razón para ser orgullosos!

André DORVAL, OMI