Pierre Bernard.

Os invito a conocer el primer hermano de nuestras misiones de África, un hombre factótum que tenía fama de santo. Los zulúes lo bautizaron con el nombre de “el pobrecillo”. Se trata del hermano Pedro Bernard.

Nació en Saint-Damien, diócesis de Grenoble, Francia, en 1827. Hasta los dieciocho años no fue un cristiano ferviente. Con ocasión de una predicación sobre el trabajo de los misioneros, de repente se sintió atraído por la vocación de catequista entre los no cristianos. Tras recibir una respuesta favorable a sus aspiraciones en los Oblatos de María Inmaculada, en septiembre de 1852 entra en el noviciado de Nuestra Señora de l’Osier. Por entonces el Fundador acababa de aceptar una misión en Natal. Llama al hermano Bernard a Marsella y le permite hacer los votos por cinco años, aunque no tenía más que siete meses de noviciado. Lo nombra compañero del padre Justino Barrêt y del diácono José Gérard, que deben ir a unirse a Mons. Juan Francisco Allard, recién nombrado vicario apostólico de Natal. Tras un largo viaje de ocho meses, nuestro hermano desembarca en África. No falta trabajo, pero de entrada tiene que dejar de lado sus planes de catequista. Lo necesitan como cocinero, hortelano, carpintero y mandadero.

Cuatro años después lo envían a los zulúes, misión dura y difícil que se acaba de abrir. Allí se encarga de la construcción de una iglesia. Ese trabajo le obliga a ir doce millas más lejos para cortar gruesos árboles que luego debe transportar sirviéndose de bueyes sin domar, “leones con cuernos”, según su expresión, que a menudo le hacen perder la paciencia.

Un sábado, entrada la noche, cuando se dirigía a la misión para oír la misa del domingo, tiene que bajar por una colina muy pendiente con la carga y sus bueyes. Vuelca y todo rueda un buen trecho a lo largo de la cuesta. “Dios mío, grita, salva a tus operarios; Virgen Santa, protégenos”. De pronto carreta y bueyes dejan de rodar: los daños son mínimos. El hermano Bernard, al contarlo dos horas más tarde todavía temblaba de emoción; veía en ello una protección especial del cielo.

También tenía que ocuparse del sustento de la misión. Por suerte era un as en el tiro. Sin embargo un día falló al disparar sobre una cabra salvaje; la hirió en una pata y pudo escapar. Con los huesos rotos, el animal corrió un buen rato con sus tres patas largas y “una pata corta” que le molestaba mucho. Nuestro buen religioso, como aprovechaba de todo para elevar su espíritu a Dios, llevando su trofeo a la misión: “Si nosotros tuviéramos tanta energía para huir del mal y servir a Dios como la que tenía esta pobre criatura para escapar de mí, seríamos santos”.

Experto carpintero, hizo una especie de almazara. Mientras el aceite caía al ser prensada mediante uno de los artilugios que él inventó: “Es así como nosotros –decía él- tenemos que dejarnos prensar por la miserias de este mundo, para que, si hay algo bueno en nosotros, ese poco de bien se extraiga convertido en mérito ante Dios.”

El hermano Bernard había entrado en la Congregación con miras de ser un día catequista entre los aborígenes. Podemos imaginar su alegría cuando Mons. Allard lo puso al frente de una escuela en Basutolandia. Tenía gran facilidad para las lenguas. Había aprendido el inglés y el portugués en sus contactos con los marinos y los viajeros del barco. Pronto dominó la lengua de los zulúes y de los basutos al tratar los asuntos con los aborígenes de esas dos razas. Gracias a su habilidad y tacto, ejerció una verdadera influencia entre los jóvenes que se le confiaron.

El hilo de oro de toda su existencia fue “la salvación de su alma y la salvación de los no cristianos”. Se animaba a sí mismo con estas palabras que repetía a menudo: “Bernard, ¿para qué te hiciste religioso? ¡Si después de tantos sacrificios, llegaras a perderte!” Este pensamiento le hacía soportar cuanto hubiera de duro en su vocación. También sacaba valor acudiendo a Dios y a la Eucaristía: “Nuestro Señor, presente en el sagrario, no pide otra cosa sino que las gentes que no lo conocen, vengan a adorarlo. Pero yo, religioso, asociado a estos misioneros que trabajan tanto por ellas, ¿no tendría que estar postrado a menudo a los pies de este divino Salvador y pedirle que tenga piedad de estas desgraciadas criaturas por las que él derramó su sangre!

El hermano Bernard murió el 15 de enero de 1889, a la edad de sesenta y dos años, después de treinta y siete años de vida religiosa. Fue enterrado en Roma, Lesotho actual.

André DORVAL, OMI