El padre Albert Lacombe, o.m.i. (1827-1916), fue, sin lugar a duda, uno de los más grandes misioneros oblatos del Oeste y probablemente la figura más pintoresca de todos esos apóstoles. Llegó a ser, en Canadá sobre todo, un personaje de leyenda. Durante más de sesenta y cinco años ejerció el ministerio sacerdotal, con un celo extraordinario, entre los amerindios y los mestizos de las praderas. Estos últimos supieron apreciarlo en su justo valor. Fueron conquistados muy pronto por su gran bondad y por el interés que les mostró. Cuando, según sus costumbres, se trató de darle un nombre, los pies-negros lo apodaron Arsus-Kitsi-Parti, lo que significaba para ellos: “El hombre de buen corazón”.

l padre Lacombe consagró sus mejores energías a la evangelización de las tribus amerindias diseminadas desde el Río Rojo hasta las Montañas Rocosas. Durante sus numerosos viajes, fuma la pipa de la paz con esos hijos de los bosques. Les enseña a rezar, cura sus enfermos y se convierte en su protector frente a los “rostros pálidos”(los blancos), invasores de su territorio. A ese apostolado añade una acción civilizadora importante. En unos años se convierte en uno de los hombres más influyentes del Oeste. Se implica en los grandes acontecimientos de la época (1849-1916): implantación de la Iglesia, construcción del ferrocarril, alzamiento de Riel, firma de tratados, colonización del Oeste, etc. Gracias a su prestigio entre los pies-negros el Canadien Pacifique pudo llevar a cabo su proyecto del ferrocarril en las praderas. Supo apaciguar sus bravos amerindios, descontentos al ver que el “caballo de hierro” iba a cruzar su territorio de caza sin tener en cuenta los tratados firmados con anterioridad con el gobierno canadiense. A propósito de esta intervención pacífica, las autoridades de la Compañía supieron reconocer los méritos del padre Lacombe, como lo subraya la siguiente anécdota que nos cuenta el padre Pablo Emilio Bretón, o.m.i., en su libro Le Grand Chef des Pairies -El Gran Jefe de las Praderas- (1954, pág. 162-163).

Un buen día el padre Lacombe recibe un telegrama del presidente Stephen: “Le invito a almorzar conmigo, mañana, en mi vagón, en Calgary”. El Oblato no puede negarse; se da prisa a acudir a ese banquete de inauguración del ferrocarril. En torno a la mesa, tomaron asiento los invitados de honor y los “caporales” de la Compañía: El Sr. Stephen, el Sr. Donald Smith, Wiliam van Horne, R. B. Angus y otros muchos. Las risas, las palabras bonitas, la evocación del pasado surgían por todas partes. Pero, ¿se imaginan ustedes un banquete sin discursos? El Sr. Stephen se pone de pie. Tras una breve reseña de la historia del Canadien Pacifique, sobre su espíritu y éxitos recientes, titubea por un momento y su voz se hace más grave: “Señores –dice a sus colegas- siento tener que deciros que presento mi dimisión como presidente de nuestra Compañía”. Ese gesto de momento parecía desconcertante. ¿Por qué? ¿Qué es lo que ha pasado? Los directores se miran, se preguntan. No, no les sorprende en absoluto. Hasta se puede entrever en algunos cierto aire de satisfacción. Acto seguido, uno de ellos, el Sr. Angus, toma la palabra:

“Señores, dice, tenemos entre nosotros a un hombre que ha prestado grandes servicios a la Compañía, en Río Rojo primero y también, últimamente, aquí, en este vasto país de los pies-negros. Gracias a su influencia pudimos proseguir en paz nuestra tarea. Así pues yo propongo que, para reemplazar al Sr. Stephen, el padre Lacombe sea elegido presidente del “Pacifique Canadien”, por un día”. Apenas se oyeron esas palabras, los aplausos y los vítores de los directores prorrumpieron en alegre ovación al misionero. Sorprendido, conmovido por tal delicadeza, el humilde religioso nota un nudo en la garganta. Mecánicamente aprieta con la mano su cruz oblata. Titubea… « Señores – dice, sobreponiéndose por fin a la emoción -, se lo agradezco. ¿Qué podría añadir yo?” Después, dirigiéndose al Sr. Stephen: « En cuanto a usted -dice con gracia-, yo le nombro en mi lugar párroco de la nueva parroquia de Calgary”. “¡Pobres feligreses de Calgary -añadió el presidente- os compadezco!”.

El presidente por un día, haciendo uso de su privilegio, se otorgó sin más y a perpetuidad una pase gratuito en el Canadien Pacifique. El misionero viajaría toda su vida a expensas de la Compañía. Su pase, extendido a favor del “Padre Lacombre y Acompañante”, se hizo famoso. Se cuenta que un día el interventor del tren descubre el famoso billete en manos de dos religiosas. “Hermanas – les dice bromeando -, me gustaría saber ¿quién de las dos es el padre Lacombe?”.

André DORVAL, OMI