Con ocasión de su segundo viaje al lago Atabaska, en 1848, el padre Alejandro Taché tuvo la dicha de bautizar un joven huérfano de la etnia “montañés” a quien puso por nombre Juan. “A partir de ahora, le dice el misionero oblato, la Santísima Virgen ocupará el lugar de tu difunta madre”. “¿De veras?”, pregunta el muchacho. “Entonces, ¿qué puedo hacer para demostrarle mi amor?” “Es fácil, le responde el padre, reza el rosario todos los días y cuando pienses en María, dile mamá, como le decías a tu madre cuando eras más pequeño. Haz esto, mi querido Juan, y tu madre del cielo estará contenta de ti; ella te ayudará en tus necesidades, hasta la hora de tu muerte”.

Pasan los años y Juan sigue fiel a esa oración. Tiene ahora ochenta años. Un buen día se enferma sin más. Su hijo Pedro, buen católico también él, se apena por no poder hacer venir a un sacerdote para que asista a su padre en los últimos momentos. La misión más cercana se halla a 40 millas y el misionero no viene más que cada dos años. Unos días antes de Navidad el estado de ese buen hombre es alarmante. “Papá, le dice Pedro, me parece que vas a morir muy pronto”. “No, no, responde débilmente el enfermo, no moriré” “Que sí, insisten sus parientes y amigos, estás al borde de la muerte; prepárate para presentarte ante Dios”. “No, vuelve a insistir el viejo amerindio, no os preocupéis por mí, yo estoy seguro”. “Dios mío, ¿por qué tanta obstinación? ¿El pobre viejo habrá perdido la razón? ¡Virgen María, ten piedad de él y de nosotros!”

Llega el 24 de diciembre. Fuera, la nieve se arremolina. La tormenta embate con furia. De repente llaman a la puerta de la pobre cabaña. Pedro va a abrir. Un extranjero, tiritando de frío, se perfila al trasluz. « ¿Podrían indicarme el camino para Fond-du-Lac? Con la borrasca me he perdido”. « Por supuesto, pero entre primero y caliéntese.» “Gracias, replica el visitante, no puedo rehusar; estoy tan cansado”. Apenas entra, ve al enfermo, tendido en su camastro, en un rincón del chamizo. Con un simple vistazo se da cuenta que el anciano está en agonía. Se acerca entonces al moribundo, le dice con cariño: “Amigo mío, me parece que la muerte está muy cerca; tienes que prepararte a bien morir”. “No, no, repite de nuevo el viejo abuelo, yo no moriré”. “Pero es Dios quien decide la hora de nuestra muerte; nosotros no podemos hacer nada”. “Todo eso lo sé muy bien, mi buen señor, pero escúcheme bien”. Le muestra ufano el rosario: “Yo lo rezo todos los días desde hace mucho tiempo y la Santísima Virgen me ha prometido que yo no moriré sin tener un sacerdote…”

Emocionado ante tanta fe, el visitante abre entonces su anorak de piel de caribú y deja ver su cruz de Oblato. “Pues bien, amigo mío, tu confianza ha sido recompensada. Yo soy sacerdote. Seguramente que ha sido la Santísima Virgen quien me ha enviado a tu lado. Ella ha permitido que me extravíe para encontrarte aquí”.

Acto seguido le administra los últimos sacramentos y, a primera hora del día de Navidad, Juan, el viejo amerindio, moría dulcemente susurrando con el misionero y con todos los suyos: “Santa María, ruega por nosotros, ahora… y en la hora de nuestra muerte.”

 

André DORVAL, OMI