El padre Vital Fourmond nace en Aron, en Francia, el 17 de marzo de 1828. Ordenado sacerdote diocesano, ejerce su ministerio durante dieciséis años, como vicario y cura, en Mans. En 1869, a los cuarenta años, realiza el sueño que acariciaba desde hacía mucho tiempo: ir, como misionero oblato, a ayudar a su co-parroquiano, Mons. Vital Grandin, en el oeste canadiense. Después de un año de noviciado en Saint-Albert, tendrá que ocuparse de los Amerindios y de los Mestizos en las distintas misiones. Durante la rebelión de 1885, que acaba tristemente con la horca de Louis Riel, es hecho prisionero en Batoche. A lo largo de su estancia en Saint-Laurent, en Manitoba, erige, con el hermano Jean-Pierre Piquet, un lugar de peregrinaje dedicado a la Virgen María. Se muere en Saint-Boniface, el 24 de febrero de 1892.

A la cabecera de los enfermos
Durante una epidemia de sífilis, en 1871, vive la aventura siguiente con Mons. Grandin. Para escapar del contagio, los Mestizos de Saint-Albert han elegido dejar sus casas e ir a vivir en tiendas al prado. El padre Fourmond, entonces, decide acompañarles. Acampa muy cerca de los otros y cura a los moribundos. Después de algunos días, recibe la visita de su obispo, Mons. Grandin, que quiere dar, él también, ejemplo de caridad cristiana. Por una noche se hace enfermero de una familia probada por la enfermedad. El padre Fourmond, en cambio, la misma noche decide sustituir a Paul, su guía, que después de diversas noches se agota a la cabecera de su pobre madre. Sin tardar, el padre Fourmond va a casa de Paul y le recomienda que se vaya a dormir a su tienda de oblato. Paul está tan falto de fuerzas que no se lo hace decir dos veces. Así, apenas se acuesta en su colchón de paja, cae en un sueño profundo.

¡Cambio de guardia!
Las horas de la noche corren, mientras el padre Fourmond desgrana rosarios cerca de su madre enferma. El único pensamiento que permite a su guía reposar algunas horas es suficiente para tenerle despierto a pesar del cansancio.

De repente, hacia las tres de la madrugada, ¿quién ve llegar, con los ojos hinchados por el sueño? ¡Paul en persona! “¿Cómo?, le pregunta el padre, ¿Qué haces aquí tan temprano? ¿Por qué no has esperado que te recogiera?”. Como un hombre que sale de un largo sueño, la guía farfulla unas palabras amasadas y retoma su asiento. ¿Qué ha pasado? El padre Fourmond se entera pronto por monseñor. El valiente Paul ha tenido de verdad la laudable intención de hacer todo lo posible para dormir hasta la mañana. Desde hace unas horas lo consigue muy bien, roncando muy fuerte, cuando Mons. Grandin, remplazado con otro voluntario, vuelve a la tienda del misionero para acostarse.

Error de Mons. Grandin
Al ver a alguien dormido cerca de él, cree que sea el padre. Entonces, se mete bajo la manta, haciendo el menor ruido posible para no despertarle; además ha admitido que desde hace algún tiempo duerme con un ojo abierto. Desafortunadamente, apenas el prelado cierra el párpado se reclama a un sacerdote para un moribundo.

El obispo se despierta primero y, volviéndose hacia su vecino, le grita más veces: “Padre Fourmond, ¡despierte! ¡Se solicita a un sacerdote, le toca a usted!”. Por respuesta, oye sólo un sordo quejido. Reitera sus peticiones dos o tres veces y al final añade esta reflexión: “¡Qué raro! ¡El padre me dijo que dormía con un ojo abierto! ¿Qué pasaría si durmiera con los dos cerrados?”. En fin, ya que la palabra no es suficiente, pasa a los hechos y sacude con fuerza a su irresponsable vecino. El método es eficaz. Pero, ¡sorpresa! El buen Paul, medio dormido, pregunta confuso: ¿Qué le pasa, Monseñor?”.

Mons. Grandin, estupefacto por su error, no sabe qué contestar. En la más completa confusión, no logra explicarse cómo en tan poco tiempo el padre Fourmond se haya transformado de esta manera. ¡Hasta su voz se ha hecho irreconocible!

André DORVAL, OMI