El hermano Celestino Guillet, el héroe de la aventura que vamos a contar en este relato, nació en Francia el 2 de septiembre de 1842. Entró por primera vez en el noviciado de los Oblatos de María Inmaculada, en Ntra. Sra. de l’Osier, en 1859, e hizo los primeros votos temporales al año siguiente. Habiendo manifestado pocas aptitudes para vivir en una gran comunidad, aconsejado por sus superiores, decidió abandonar. Entró en filas para hacer el servicio militar. Pero no fue en el campo de batalla donde le sobrevino el mayor peligro de su vida sino en la cama de un hospital: como se le creyó muerto, ¡había que enterrarlo vivo! No quitemos al padre Duchaussois el mérito de relatar esta aventura. Sencillamente nos limitaremos a transcribir el relato que nos dejó en uno de sus más hermosos libros: Apóstoles desconocidos.

“Celestino se encontraba en la guarnición de Laval, en 1863, cuando contrajo la viruela y lo llevaron a la cama número 17 del hospital de San Julián. En un ataque de delirio, intentó fugarse y no pudieron agarrarlo hasta la salida del patio. Como se había resfriado en esa carrera, la enfermedad se agravó de repente; y una hora después, a las once de la noche, el capellán le administró la santa unción. El soldado no se dio cuenta más que de la primera unción. Parecía que se iba a morir aquella misma noche. Pero desde ese mismo momento, sin dar señales externas, recobró el conocimiento y ya no lo perdería. Hacia las diez de la mañana, pasó el oficial médico, lo examinó y dijo a la hermana que estaba de guardia: El número 17, muerto. Mande que lo entierren.

Guillet, en lo más profundo de su ser, protestó:

– ¡Pero no! Usted ve claramente que yo no estoy muerto. ¿Cómo tiene usted el corazón tan duro como para enterrarme antes de morir?

Pensaba gritar, revolverse, discutir. En realidad su cuerpo estaba helado con la rigidez de un cadáver. Cuando la hermana procedió a amortajarlo, notó un poco de calor en la espalda, exactamente el punto que tocaba el trozo de tela del escapulario de Nuestra Señora del Carmen. Debido a esta coincidencia, decidió esperar un poco, en contra de la seguridad que le daba otra hermana, muy acostumbrada a discernir las señales de la muerte:

– Está muerto y bien muerto, no hay lugar a dudas, afirmaba ésta.

En tal situación, el enfermo redoblaba sus protestas. Pero no podía hacer ningún movimiento.

Al día siguiente el doctor regañó a la enfermera de guardia:

– ¿Qué pasa, hermana? ¿Es que usted quiere hacer reliquias con el número 17?

Pero la hermana, al seguir notando el calor localizado en ese sitio, suplicó al doctor que no decidiera el entierro de inmediato y le pidió incluso que intentara reanimar al muerto. Sólo a la mañana del octavo día el médico se doblegó, le hizo una punción en la boca y le dio unos masajes. No se notó ninguna señal de vida. Hacia las seis de la tarde Guillet dio un fuerte grito.

– El número 17 resucitó, dijeron los otros pacientes al entrar la hermana.

Avisado el oficial, le mandó un tratamiento de rehabilitación y, al día siguiente, comenzó a respirar. Pero el estado de letargo se prolongó aún por seis días. Sólo a los quince días el resucitado pudo articular las primeras palabras, a las cuales respondió la religiosa, sin decirle nada que él no supiera, porque había seguido al detalle las diversas fases del drama: Usted debe a su escapulario el no haber sido enterrado vivo.

Esta dramática experiencia permitió a Celestino Guillet hacer una profunda reflexión sobre sí mismo. Sintió un vivo deseo de volver a entrar en la vida religiosa. Con ocasión de una visita a su familia, encontró a Mons. Vidal Gradin. El obispo de Saint-Albert lo conquistó por su piedad y por su celo apostólico. Celestino le pidió que lo llevara de inmediato a sus misiones, y así fue. Con la autorización del Superior general de los Oblatos, Mons. Grandin envió al ex soldado a hacer su segundo noviciado como hermano oblato al lago Caribú, bajo la dirección del padre Alfonso Gasté, apodado el Moisés de los Montañeses. Era por el año 1870. El hermano Guillet pasará treinta años de su vida, consagrando todos sus talentos en servicio del desarrollo y la prosperidad material de esa misión. A decir verdad, fue el “manitú”, en sentido amerindio, el espíritu que dirige las cosas temporales, y en el sentido francés, el manie-tout, el Jean-fait-tout, elfactótum. Fue cocinero, sastre, sacristán, cantor, organista, pescador, maestro, contable, cronista, etc.

Pese a toda clase de peligros, del rigor del frío, de los fatigosos viajes y de la indiferencia religiosa de la población amerindia, el hermano podía escribir al padre José Fabre, su superior general: Yo estoy tan feliz de estar consagrado al servicio del Buen Maestro y de María Inmaculada, que no quisiera cambiar por nada del mundo. Murió en Edmonton el 30 de septiembre de 1911.

André DORVAL, OMI