Vital Grandin.

En 1970 se celebró el 150 aniversario del nacimiento de Mons. Vidal Grandin. En su pueblo natal, Saint-Pierre-sur-Orthe (Mayenne), aprovecharon la ocasión para resaltar la gran figura del primer obispo de Saint-Albert (Canadá), proclamado venerable en diciembre de 1966. El 21 de octubre de 1980, día del Domund (Domingo de las Misiones), Mons. Enrique Légaré, o.m.i., arzobispo de Grouard, descubrió una placa conmemorativa en la casa natal de este valiente misionero oblato.

La vida de este apóstol extraordinario, a decir verdad, raya con el heroísmo. Vida de pobreza y de pruebas que recuerdan las que soportó san Pablo cuando escribía: “He pasado un día y una noche a la deriva en el mar. Los viajes han sido incontables; con peligros al cruzar los ríos, peligros provenientes de los paganos, peligros en despoblado, en el mar. Noches en vela, hambre y sed, muchos días sin comer, frío y desnudez” (2 Cor 11, 25-28).

Recordemos, a título de ejemplo, la terrible noche del 15 de diciembre de 1863 que pasó en compañía de un muchacho mestizo, en el Gran Lago de los Esclavos. El joven obispo se propuso ir a celebrar la Navidad en Fort Resolution, al otro lado del lago, a unos 200 kilómetros de Fort Providence. En tiempo normal, con un buen trineo de perros, los viajeros recorrían esa distancia en cinco días. “Es un salto de gato”, dice Monseñor, para tranquilizar a su acompañante de apenas 14 años. He aquí que salen. Los perros son fuertes y el frío intenso. Pasan los días y todo va bien. La misión ya está a la vista; ¡Ánimo, adelante!

De repente se nubla el sol, aparecen las nubes y se levanta la tempestad. En un santiamén los pobres viajeros se encuentran envueltos en una tremenda ventisca de nieve que los desorienta por completo. “Caminamos varias horas todavía antes que se cerrara la noche, escribirá después Mons. Grandin, gritábamos y escuchábamos por si alguien respondía a nuestros gritos. Sólo se oía la tempestad. Estábamos sobre el puro hielo. El viento barría la nieve según iba cayendo. Imposible servirnos de ella para abrigarnos. Tratamos de protegernos del frío mediante nuestro trineo, sirviéndonos los perros de abrigo. Sentado yo sobre el hielo, el pequeño sentado sobre mí y acurrucado contra mí, nos preparamos a morir, el pobre muchacho confesándose y yo, haciendo un acto de contrición y aceptando la voluntad de Dios. Pronto sentimos que el frío nos podía. Nos levantamos, nos liamos cada uno en una manta y nos pusimos de nuevo en marcha como para huir de la muerte que nos perseguía. Caminamos así durante mucho tiempo, parándonos cuando no teníamos demasiado frío. De pronto, a la luz de un relámpago, yo creí divisar la tierra. Nos dirigimos entonces hacia el lugar donde esperábamos poder encender fuego. Poco después percibimos dos trineos. Gritamos con todas nuestras fuerzas. Eran el padre y el tío de mi acompañante que andaban buscándonos. Abordamos la isla donde se halla la misión y no estábamos más que a un cuarto de hora de distancia”. Al llegar a la misión, Mons. Grandin encontró a los padres Gascon y Petitot en un mar de lágrimas, que ¡se disponían a ofrecer el santo sacrificio por el eterno descanso de su alma!

Al año siguiente, el obispo de los hielos polares va a Roma para exponer al papa Pío IX los éxitos y sufrimientos de sus misiones. El Santo Padre lo escucha con máxima atención. Quiere que le dé detalles sobre los peligros y las molestias de sus correrías apostólicas, sobre la pobreza y soledad de los misioneros del Polo Norte. “¿Y de dónde sacáis fuerzas para soportar todo eso?”, pregunta emocionado. “Está en medio de nosotros Aquel que nos fortalece”, responde el obispo. “Sin Él, estaríamos perdidos y condenados a la desesperación. Por eso ruego a Su Santidad nos permita tener la reserva del Santísimo Sacramento sin necesidad de tener la lamparilla encendida”. “¿Sin lámpara el Santísimo Sacramento?” “Sí, Santísimo Padre, somos muy pobres y el aceite en las misiones polares cuesta mucho. No podemos tener constantemente encendida una lamparilla ante el sagrario de cada capilla” “Pero yo no puedo dar un tal permiso más que en caso de persecución”, replica perplejo Pío IX. “En verdad, Santísimo Padre, nosotros estamos perseguidos, pero tenemos que sufrir tanto. Si usted nos quita a nuestro Señor, ¿qué será de nosotros?” El Papa observó entonces que se habían empañado los ojos del dulce obispo, de rodillas ante él. Profundamente emocionado, se inclina hacia él y le dice paternalmente: “¡Mantened la reserva del Salvador! Sí, guardadlo. Tenéis tanta necesidad en vuestra vida llena de sacrificios y privaciones. Vaya en paz y reserve el Santísimo incluso sin lamparilla encendida”

Luís Veuillot, tras una entrevista con Mons. Grandin, dirá cierto día a los oblatos: “Qué gran obispo tenéis en los hielos polares; ¡él nos hace comprender que el frío quema!”

André DORVAL, OMI