De todos los misioneros oblatos que han evangelizado a los Amerindios del Mackenzie, el padre Bruno Roure fue, sin duda, el que conoció la soledad más extenuante. Vivir completamente solo durante catorce años, en una tribu de Amerindios que no son de vuestra raza, no comparten vuestra fe y no tienen vuestras costumbres de vida, todo esto conlleva coraje y muchos renunciamientos. Primer misionero en residir en Fort Rae, en el norte del Gran Lago de los Esclavos, como compañeros oblatos tuvo a nadie más que al hermano Louis Boisramé y Mons. Isidore Clut. El primero pasó sólo unos meses con él: el tiempo de construir una casa rudimentaria. ¡El segundo le hizo breves visitas bienales!

¿Quién era el padre Roure?
Bruno Roure nace en La Charrière, en Francia, el 13 de octubre de 1843. Terminados los estudios en el gran seminario de Viviers, parte para Canadá, en abril de 1870. Mons. Clut le confiere la ordenación sacerdotal, en Montreal, el 1er de mayo del mismo año. Después de un año de noviciado en Fort Providence, hace profesión el 19 de marzo de 1872 y sigue su carrera misionera que va a durar cuarenta y ocho años. Se muere en Fort Providence, el 3 de octubre de 1920.

Los “Plats-Côtés-de-Chiens”
En Fort Rae, el padre Roure tuvo que ver con un ramo de los Dénés, sobrenombrados Plats-Côtés-de-Chiens (Costados Llanos de Perro). Aunque los Amerindios, en general, sienten sólo desprecio por los perros, sin embargo consideran las costillas de este animal una parte noble. Una leyenda pagana cuenta que esta tribu debe su origen a uno de estos perros extraordinarios que recorría su región. Recordemos por cierto la agradable reflexión de Louis Veuillot. Este gran periodista francés, como un día había oído a Mons. Grandin contarle esta leyenda, la resumió así en su periódico L’Univers: “Los Costados Llanos de Perro tienen la vanidad de descender de un gran perro, ¡como muchos de nuestros sabios tienen la humildad de remontarse a un gran mono!”.

En la época del padre Roure, estos Amerindios vivían en una tremenda mendicidad. El oblato quiso vivir a su manera, aceptando su pobreza y su miseria. Un día le hicieron esta pregunta: “¿Pasó hambre?”. Contestó: “Sí, una noche, fui a acostarme sin comer, por falta de provisiones… Una vez más… ¡pero era por olvido!”.

Manifiesta en un modo llamativo su dolor
Al padre Roure no le faltaba el humor. Se divertía también en recordar la vez que corrió el peligro de hacerse arrancar el pelo que le quedaba en la cabeza. Fue apenas unos días después de la fiesta de Pascua. Los nuevos convertidos habían partido, con la conciencia en paz. Una mujer, sin embargo, volvió sola a la misión. Se lanzó a los pies del padre Roure y, toda en lágrimas, le confesó su culpa: había cogido por el moño a una mujer de su grupo a la que quería castigar. Como quería hacerse entender, añadió muchos detalles superfluos. Al límite de la paciencia, el padre paró de repente y la incitó a acabar: “Al fin, dime exactamente ¿qué has hecho a esta desgraciada?”. “Pues, contestó, ¡ahí lo tienes!”. A estas palabras, cogió con las dos manos todo lo que podía agarrar del pelo del padre y empezó a tirarlo hacia ella con todas sus fuerzas. “¡Para, para! ¡Déjame! Ya entiendo”. “No, no puedes entender todavía, porque la he tenido más tiempo que ahora y he tirado más fuerte. Quiero que lo sepas todo”.

 

El padre terminó sustrayéndose al martirio que la bruja le hacía padecer. “Bueno, dijo al fin, fijando el mechón de pelo que quedaba entre sus dedos, es más o menos así como ocurrió. Si hubieras tenido más pelo, habría podido hacerte entender mejor. Pero da igual. Puedes tener una idea de mi dolor cuando pienso en mi mala acción. Ahora bendíceme y pide al Buen Dios perdonarme”.

André DORVAL, OMI