1. Introducción
  2. El fundador y su época
  3. La audacia misionera, pero sin el nombre (1861-1947)
  4. La audacia, valor misionero expresado
  5. La audacia, virtud misionera

INTRODUCCIÓN

Nil linquendum est inausum ut proferatur imperium Christi…dice el texto del Prefacio de nuestras Constituciones y Reglas de 1826. Como traducción literal, propongo: “No hay que dejar nada por osar, para promover, para llevar más lejos el Reino de Cristo”. Esta fórmula ha sostenido y sigue sosteniendo el impulso misionero de la Congregación; es la frase clave para una reflexión sobre la audacia, una audacia con más frecuencia vivida que formulada.

Paradójicamente, la búsqueda en los escritos de los oblatos resulta bastante decepcionante. La fórmula no parece que haya sido repetida por Eugenio de Mazenod y la palabra “audacia” está ausente del índice temático de sus escritos. Hay que esperar hasta la elección del P. Léo Deschâtelets como superior general en 1947, para que la fórmula sea expresamente señalada como constitutiva del ser misionero oblato. Por otra parte, la audacia no es objeto de un artículo ni en el Dictionnaire de Théologie catholique, ni en el Dictionnaire de Spiritualité. Pasando al Nuevo Testamento, de 19 lugares en que aparece la raíz tolmaô, solo dos o tres ofrecen interés para nosotros, en San Pablo justamente [1]. Se plantea, pues, la cuestión de los contornos que dar al tema.

Pero es la práctica, la historia, la vida por tanto, la que nos dice, mejor que las formulaciones, lo que es la audacia. La tradición escrita raramente está a la altura de lo vivido. Eugenio de Mazenod y sus oblatos no teorizaron, fueron misioneros llenos de audacia para llevar más lejos el Reino de Cristo. Estas prácticas audaces solo podrán ser evocadas, pues requerirían volúmenes. Pero son ellas las que constituyen el núcleo de un estudio sobre la audacia. Pues el anuncio del Evangelio es “demostración del Espíritu y del poder” confiada a seres “débiles, a veces incluso tímidos y temerosos…”, como Pablo hubo de experimentar [2]

EL FUNDADOR Y SU ÉPOCA

1. EL PREFACIO DE LAS CONSTITUCIONES

a. Nil linquendum inausum

La frase halla su formulación definitiva en la edición de 1826 de las Constituciones. Se sabe que el Prefacio es una obra original de Eugenio de Mazenod, el escrito quizás en que más puso de sí mismo, de su carisma, de aquello que quiso compartir con otros que junto con él formarían la familia de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada. Vamos a fijarnos en las expresiones sucesivas de dicha fórmula y a buscar las fuentes y las coordenadas de la misma.

b. En las Constituciones y Reglas de los Misioneros de Provenza

En las Constituciones y Reglas de 1818, el capítulo primeroDel fin del Instituto se divide en tres secciones: 1. Predicar al pueblo la palabra de Dios; 2. Suplir la ausencia de los cuerpos religiosos; 3. Reformar el clero. Al artículo 3 sigue un Nota Bene de 130 líneas, cuyo penúltimo apartado es éste: “¡Qué inmenso campo que recorrer! ¡qué noble empresa! Los pueblos se corrompen en la ignorancia crasa de todo lo que atañe a su salvación. La secuela de esta ignorancia ha sido el debilitamiento, por no decir casi la aniquilación de la fe y la corrupción de las costumbres. Es, pues, urgente hacer volver al redil a tantas ovejas descarriadas, enseñar a esos cristianos degenerados lo que es Jesucristo, arrancarlos de la esclavitud del demonio y mostrarles el camino del cielo, extender el imperio del Salvador, destruir el del infierno, impedir millones de pecados mortales, promover la estima y la práctica de toda clase de virtudes, volver a los hombres razonables, luego cristianos y finalmente ayudarles a hacerse santos” [3].

En la frase “es urgente” hallamos como un eco de “el amor de Cristo nos apremia” (2 Co 5,14).Este reclamo se apoya en la visión del triste estado de los pueblos y de la pérdida de la fe, que se pone en relación con la “salvación” ofrecida en Jesucristo Salvador, con los “millones de pecados mortales” que impedir, y con la vocación universal a la santidad.

c. Las Constituciones y Reglas de 1925 [4]

“¡Qué inmenso campo que recorrer! ¡qué noble y santa empresa! Los pueblos están sumidos en la ignorancia crasa de todo lo que atañe a su salvación; la secuela de esta ignorancia ha sido el debilitamiento de la fe, la corrupción de las costumbres y todos los desórdenes que son inseparables de ella. Es, pues, muy importante, es urgente hacer volver al redil a tantas ovejas extraviadas, enseñar a esos cristianos degenerados lo que es Jesucristo, arrancarlos del predio del demonio y mostrarles el camino del cielo. Hay que intentarlo todo para extender el imperio del Salvador, destruir el del infierno, impedir miles de crímenes, promover el aprecio y la práctica de toda clase de virtudes, volver a los hombres razonables, luego cristianos y finalmente ayudarles a hacerse santos”.

El Nota Bene de 1818 se ha convertido en el Prefacio, con ciertas modificaciones en el párrafo citado. Ya no se habla de “aniquilación de la fe”, sino solo de su “debilitamiento”. Los “millones de pecados mortales” que “impedir” se han vuelto “miles de crímenes”. La frase “es muy importante” añade una nota de valor, de peso, a la idea de premura expresada por “es urgente”. Sobre todo, aparece aquí por vez primera el concepto “hay que intentarlo todo para extender el imperio del Salvador”

d. Las traducciones latinas de 1825 y 1826.

Fue la traducción latina de 1825, recogida y modificada en 1826 con ocasión de la aprobación, la que transformó el “hay que intentarlo todo” en una fórmula nueva y llena de osadía: nihil linquendum inausum, en 1825, y después en 1826: nil linquendum est inausum. Esta frase abre una nueva etapa de significado. Por vez primera sale a la luz el tema de la audacia, reforzado por una doble negación, apoyada incluso en un nihil, que luego se cambia en nil en 1826. Nil es más incisivo y da todavía más fuerza a la fórmula.

¿Quién influyó en este cambio? ¿fue obra del Fundador mismo, o más bien se debe a los traductores, los Padres Domingo Albini o Hipólito Courtès? El hecho de que Eugenio de Mazenod no haya vuelto nunca a usar personalmente esa fórmula, suscita una duda; pero hay que notar que tampoco volvió a usar otras expresiones del Prefacio. No hay, pues, certeza sobre este punto, pero dicho cambio no pudo menos de ser ratificado por el Fundador mismo.

2. LOS OTROS ESCRITOS HASTA 1826

a. Antes de la ordenación sacerdotal

En las numerosas cartas a su madre, en las que se esfuerza por justificar sus opciones vocacionales, a las cuales su madre tenía tanta dificultad en consentir, se presentan dos ideas bastante afines a nuestro tema. Primero, la de la dedicación total: “[…] que yo me disponga a ejecutar todas las órdenes que él quiera darme para su gloria y la salvación de las almas que rescató con su preciosa sangre” [5]. La otra es la de la urgencia: “[…] ¿podría uno ser tan cobarde que no ardiera por acudir en socorro de esta buena Madre [la Iglesia] en situación casi desesperada?” [6]. Con todo, la idea de audacia está ausente.

Pero hay que notar la carta que escribe a su padre el l6 de agosto de 1805. En ella se trata del rechazo opuesto por Fortunato de Mazenod al posible ofrecimiento de una sede episcopal: “¡Cómo! Cuando uno lleva la librea de Jesucristo ¿puede temer alguna cosa? ¿no debe esperar en aquél que nos conforta? Recordemos bien los deberes que nos imponen el carácter de cristiano y el de sacerdote. Luego, consultemos con nuestra conciencia para ver si ella no nos reprocha nuestra excesiva modestia, que degenera en pusilanimidad” [7]. De todos los escritos de Eugenio de Mazenod, aquí tenemos el que más eco hace al tema de la audacia. Se trata del porvenir de la Iglesia, de la responsabilidad del sacerdote y simplemente del cristiano. Eugenio es todavía un laico e incluso, en ese momento de su vida, está bastante alejado de la perspectiva de una vocación sacerdotal. Con todo, el uso que hace del “nos imponen” da a entender una curiosa identificación con su tío canónigo… Cómo extrañarnos de que ese rechazo de la pusilanimidad resurgiera más tarde como audacia a través de un reconocimiento renovado de las necesidades de la Iglesia y cuando siente más vivamente que nunca lo que significa “llevar la librea de Jesucristo”. La misma palabra “pusilanimidad” reaparece en otra carta a su padre, del 6 de setiembre de 1817, donde nuevamente se trata de la misma propuesta de un obispado y del mismo posible rechazo de parte de Fortunato.

b. En torno a la fundación de los Misioneros de Provenza

La correspondencia de Eugenio con Carlos de Forbin-Janson nos informa con bastante precisión de su estado de espíritu en esa época. Esas cartas son tanto más reveladoras cuanto que el amigo de Eugenio está empeñado en un trabajo idéntico de fundación. De entre los dos amigos, Forbin-Janson se revela, con mucho, más audaz, hasta el punto que Eugenio tiene que invitarlo a más moderación.

En 1813, Carlos de Forbin-Janson tiene algo más de 27 años; hace 14 meses que fue ordenado y es vicario general de Chambéry. El 17 de febrero le escribe Eugenio: “Experimento un consuelo especial por los diversos éxitos de tu celo […] Pero, querido amigo ¿me escucharás siquiera una vez en la vida? Modera ese celo para que sea más útil y tenga más duración”. Prosiguen los consejos en la misma línea; citemos solo éste: “Hace falta aceite para engrasar esas ruedas que giran sin cesar con alarmante rapidez”. Y, a modo de conclusión [8]: “Llegará tal vez un día en que yo te diga: matémonos ahora, no valemos más que para eso. Vamos adelante hasta la extinción”.

Las mismas observaciones le hace el 9 de abril de 1813. Se habla de un “celo que no me parece regulado por la sabiduría” al que hay que poner límites. Y el 19 de julio de 1814, Eugenio reprocha a su amigo una “inconcebible inestabilidad de proyectos”. También es significativo este pasaje de la carta del 28 de octubre de 1814, cuando Forbin-Janson está embarcado en la fundación de los Misioneros de Francia: “No es que yo crea probable que me sea posible ir a juntarme a vosotros. No conozco todavía lo que Dios me exige, pero estoy tan resuelto a hacer su voluntad apenas se me dé a conocer, que partiría mañana hacia la luna, si hiciera falta” [9].

Ocurre luego el golpe de audacia de emprender las gestiones de la fundación. La primera carta al abate Enrique Tempier es del 9 de octubre de 1815. La que dirige a Carlos de Forbin-Janson es del 23 y 24 del mismo mes: “Ahora te pregunto y me pregunto a mí mismo cómo yo, que hasta ahora no había podido determinarme a tomar partido en este asunto, me encuentro de golpe con que he puesto en marcha esta máquina y me he comprometido a sacrificar mi descanso y a arriesgar mi fortuna para realizar una fundación cuyo valor reconocía pero hacia la cual solo sentía un atractivo combatido por otras miras diametralmente opuestas. Es un problema para mí y es la segunda vez en mi vida en que me veo tomando una resolución de las más serias como movido por una fuerte sacudida externa. Cuando pienso en ello, me persuado de que Dios se complace así en dar fin a mis irresoluciones. Tanta es la tarea que estoy metido en ella hasta el cuello; y te aseguro que en esas ocasiones soy del todo distinto. No me volverías a llamar culo de plomo si vieras cómo me desenvuelvo; casi soy digno de compararme contigo, tan grande es mi autoridad […] Ya hace casi dos meses que estoy haciendo la guerra a mis expensas, a veces abiertamente y a veces en secreto. Tengo la paleta en una mano y la espada en la otra, como aquellos buenos israelitas que reconstruían la ciudad de Jerusalén […] Si yo hubiera previsto el ajetreo, la preocupación, las inquietudes y la disipación en que esta fundación me lanza, creo que no habría tenido bastante celo para emprenderla […]” [10].

En el mismo sentido va la carta del 19 de diciembre: “[…] hago la guerra a disgusto, pues solo me sostengo en medio de este ajetreo por las miras sobrenaturales que me animan, pero que no me impiden experimentar todo el peso de mi situación, tanto más penosa, cuanto que no me veo ayudado ni por el gusto ni por el atractivo, los cuales al contrario son en mí totalmente opuestos al género de vida que abrazo” [11].

“Aunque los orígenes de cada instituto son diferentes, su dinámica de conjunto parece que podría reducirse a tres líneas de fuerza. La primera es la de prestar un servicio determinado a la Iglesia y a los hombres en un período dado de la historia. La segunda está caracterizada por el aspecto conflictivo que ha dado origen a ciertos institutos: conflictos no solo con la sociedad laica de su tiempo, sino también con la sociedad religiosa, incluso con sus autoridades jerárquicas, no siempre abiertas al espíritu profético y carismático de los fundadores. La tercera línea, en fin, está marcada por la presencia de un hombre o de un grupo que, bajo el impulso del Espíritu Santo y con plena docilidad a su acción, llevan a buen término su obra en virtud del carisma recibido” [12].

c. De 1816 a 1826

Los escritos que se conservan de este período son escasos, y por eso mismo más preciosos. Algunos esclarecen nuestro asunto.

En 1817 Eugenio realiza una larga estadía en París, “con la esperanza de que su sociedad, bastante obstaculizada en Aix, fuera oficialmente reconocida por el gobierno, y con el fin de obtener algo para su padre y sus tíos” [13]. En carta del 22 de agosto al P. Tempier insiste en “ese espíritu de entrega total por la gloria de Dios, el servicio de la Iglesia y la salvación de las almas”, que “es el espíritu propio de nuestra Congregación”, precisando que tenemos que “emplear toda nuestra vida y dar toda nuestra sangre” para “llevar a bien la gran obra de la Redención de los hombres” que “Jesucristo encargó de continuar”. Luego prosigue: “Cada sociedad en la Iglesia tiene un espíritu que le es propio; este es inspirado por Dios según las circunstancias y las necesidades de los tiempos en que Dios tiene a bien suscitar esos cuerpos de reserva o, mejor dicho, esos cuerpos selectos que se adelantan al cuerpo del ejército en la marcha, que lo superan por su bravura y que consiguen también victorias más brillantes” [14]. La misma expresión se repite en una carta del 28 de agosto a su padre y a sus tíos: “Estoy preparando al obispo de Marsella una tropa escogida” [15].

El nil linquendum inausum queda ilustrado con la actuación de Eugenio cuando en otoño de 1825 – recordamos la intervención del P. Albini- se dirige a Roma para obtener la aprobación de la Congregación. La petición que formula le da ocasión de ensanchar notablemente los horizontes. Lo atestiguan dos cartas. La primera va dirigida al cardenal Pedicini, ponente de la causa y probablemente lleva la fecha del 2 de enero de 1826: “[…] una de las principales razones que nos han movido a pedir la aprobación de la Santa Sede es precisamente el ardiente deseo que tenemos de propagar el beneficio de los ministerios a los que se consagran los miembros de nuestra Sociedad, en cualquier parte del mundo católico en que se encuentren para ser llamados tanto por el Padre común de todos los fieles, como por los obispos respectivos de las diversas diócesis […] Varios miembros de la Congregación irían con gusto a predicar entre los infieles; y cuando los sujetos sean más numerosos, podrá suceder que los Superiores los manden a América, ya para atender allí a los pobres católicos desprovistos de todo bien espiritual, ya para realizar nuevas conquistas para la fe” [16].

En la carta del 20 de marzo de 1826 al P. Tempier dice: “Se había creído al principio que no pedíamos más que para Francia; el cardenal ponente me decía: ‘Acepte ahora eso, lo demás vendrá después’. No fui de su parecer y el asunto se arregló según nuestros deseos. Debo decir que me bastó indicar que nuestra Congregación no limitaba su caridad a un rinconcito de la tierra, y que todas las almas abandonadas, dondequiera que estuviesen, serían siempre el objeto de nuestro celo y tendrían derecho a nuestros servicios, para que se volviera a mi pensamiento” [17]. En esa fecha la Congregación contaba con 22 profesos.

3. UNA SUCESIÓN DE GESTOS DE AUDACIA

Eugenio de Mazenod es un apóstol, por tanto un hombre de acción. Si queremos discernir su personalidad, su carisma, su manera de responder a la llamada del Señor, hemos de prestar atención a su actividad, a sus opciones, a sus compromisos. Sobre todo en los tiempos de crisis, que son por definición momentos decisivos, momentos de decisión. Entonces es cuando se revela la audacia apostólica, en fidelidad al mandato siempre actual: “Id…” “Olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús” (Fil 3, 13-14). La fórmula de Pablo ilumina lo que ha querido y practicado Eugenio de Mazenod.

Inicialmente las opciones audaces del Fundador le conciernen solo a él, pero van a implicar cada vez más profundamente a sus compañeros y “discípulos”. Los límites de este artículo no permiten analizar, como lo merecerían, esas diversas decisiones. Solo podemos aquí recordar algunas y remitir a estudios más detallados. Pero la simple acumulación de ellas tiene valor de testimonio.

En 1808 Eugenio deja su familia para escoger, ya, el servicio de los pobres. En San Sulpicio, para ayudar a los cardenales y afirmar la libertad de la Iglesia, da prueba de mucha valentía frente a las pretensiones de la policía del Emperador. Opta luego por volver a Aix y por no entrar en la organización diocesana, quedando libre para ocuparse de la juventud, de los criados, de los prisioneros enfermos de tifus…Escoge predicar en lengua provenzal y hará que sus compañeros compartan esa opción. Viene luego la etapa de la fundación y la invitación a compañeros, como atestigua la carta al abate Tempier. Ante las fragilidades del grupito de los Misioneros de Provenza, va a París en 1817, acepta el santuario de Notre-Dame du Laus y opta por la vida religiosa, apelando, contra todas las conveniencias, a los tres escolásticos, acepta para sí mismo y para el P. Tempier el cargo de vicario general, viaja a Roma para obtener la aprobación papal. Es significativo el “no hay que vacilar” de la carta del 14 de julio de 1824 al P. Tempier, a propósito del proyecto de fundación en Niza, que entonces quedaba fuera de Francia.

Esta actitud es todavía más manifiesta en la opción por las misiones extranjeras para su Congregación. Tras fracasar el intento de fundación en Argelia, habrá que esperar unos diez años. Cada una de las fundaciones sucesivas merecería ser analizada desde el punto de vista de la audacia apostólica, ya se trate del Canadá, del Río Rojo, de Ceilán, del Oregón, de Natal, de Texas. Las cartas a los PP. Honorat, Guigues, Semeria y Allard incitan a ir adelante, siempre más lejos.

Este recorrido, apenas esbozado, me parece revelador. La reflexión sobre el carisma del Fundador debe centrarse en su práctica, en sus opciones apostólicas. Las cartas utilizan habitualmente un lenguaje clásico. A fortiori los textos más formales. E incluso las notas de retiro de octubre de 1831, que nos ofrecen el comentario más extenso que Eugenio hizo de la Regla. Ahí subraya diversas fórmulas tomadas del Prefacio, pero no el nil linquendum inausum, no citado aquí ni en ninguna otra parte. Los escritos del Fundador son una fuente esencial, pero parcial, a veces hasta unilateral.

¿Pueden aventurarse hipótesis para explicarlo? No hay que olvidar los límites de la enseñanza teológica en esa primera mitad del siglo XIX, sobre todo en eclesiología y teología pastoral. La teología, lo mismo que la predicación y la catequesis, no está a la altura de los desafíos que plantean a la Iglesia la cultura y la sociedad contemporáneas y por tanto la misión. No se piensa en elaborar las herramientas conceptuales que serían necesarias, o incluso se las rechaza. Para las formulaciones o incluso las imágenes de la Iglesia, se permanece en lo repetitivo. Una fórmula como la de nuestras Constituciones de 1982: “abrirán con audacia nuevos caminos” es impensable en la época del Fundador.

El Capítulo general de 1850 introdujo en la Regla un párrafo sobre los seminarios mayores. Uno de los artículos es particularmente significativo: “Los directores se apartarán con cuidado de las opiniones no aprobadas por la parte más considerable y más sana de la escuela; y para actuar con mayor seguridad, no innoven nada, ni siquiera en las palabras, fuera de lo que es tradicional” [18]. La fórmula del papa Esteban I (254-257) “no se innove nada fuera de lo que es la tradición” [19] se refería a la no reiteración del bautismo de los herejes. Se convirtió en una ley para la enseñanza de la teología, y se reforzó con el inciso “ni siquiera en las palabras” (ne quidem verbo) cuyo origen habría que buscar. El artículo siguiente insiste: “No solo el Superior general, sino también los provinciales y los superiores de seminarios deben velar muy atentamente por la observancia íntegra de los dos artículos precedentes, ya que interesan en sumo grado a la Congregación entera” [20].

Lo más extraño es que, a través de la estrechez y los límites de las fórmulas, el Espíritu, mediante el trabajo misionero del Fundador y de los oblatos, lanzaba la misión adelante, siempre más lejos, sin hacer caso de las fórmulas demasiado constrictivas.

Habría que añadir otro análisis. Tal vez, si exceptuamos a Allard y a algún otro, los misioneros no tenían necesidad de que el Fundador los empujara a ir adelante. Esto les era normal. El Fundador debía más bien recordarles la importancia de los fundamentos, como la regularidad y la obediencia…así unilateralmente subrayadas. Siendo audaz de suyo la práctica, esas llamadas a la Regla debían ayudar a mantenerla centrada y a fundarla más sólidamente. Por consiguiente, nuestra lectura de hoy corre el riesgo de ser incompleta y parcial.

Finalmente, hay que destacar de parte de Eugenio de Mazenod una audacia doctrinal con gran resonancia pastoral, la única sin duda, pero de incalculable importancia. Se trata de la adopción de la teología moral de San Alfonso de Ligorio. A ello contribuyó muy poco su estadía en Nápoles y Palermo. Las razones son principalmente pastorales: la preferencia por la misericordia, por Jesús redentor y salvador, a quien se trata de anunciar y de revelar en la predicación y en la celebración del sacramento de la penitencia. Esta audacia le procuró a él y a los oblatos muchas dificultades serias con los párrocos y hasta con los obispos. Las posturas teológicas son de aquellas que en la Iglesia suscitan más oposiciones [21].

4. PRIMERAS CONCLUSIONES

El carisma de Eugenio de Mazenod es la primera referencia para la Congregación. Este carisma se manifiesta en su personalidad y en sus opciones más que en sus escritos. La fórmula nil linquendum inausum queda aislada, pero las prácticas están llenas de audacias apostólicas.

Es difícil afirmar que esa audacia tiene su fuente en el temperamento de Eugenio. En varias ocasiones muestra en sus confidencias que, a la inversa, se siente más bien inclinado a la tranquilidad. Piénsese en la carta del 23 y 24 de octubre de 1815 a Carlos de Forbin-Janson, donde atribuye a “una fuerte sacudida externa” la decisión que “pone fin a sus irresoluciones”.

Piénsese también en sus notas de retiro de mayo de l818: “Dios sabe que si me entrego a las obras exteriores, es más por deber que por gusto, es para obedecer a lo que creo que el Señor exige de mí; tan es así, que lo hago siempre con extrema repugnancia de la parte inferior. Si siguiera mi gusto, no me ocuparía más que de mí contentándome con rezar por los otros. Pasaría la vida estudiando y rezando. Pero ¿quién soy yo para tener una voluntad respecto a esto? Toca al Padre de familia fijar el género de trabajo que tiene a bien confiar a sus obreros. Ellos siempre se ven demasiado honrados y demasiado felices por haber sido elegidos para roturar su viña” [22]

Al respecto escribe Juan Leflon: “El P. de Mazenod, con todo su aplomo externo, con sus aires tajantes y sus modos de botafuego, se muestra por naturaleza indeciso, lleno de aversión por los negocios y tan remiso para arrancar que su amigo Janson, siempre dispuesto a correr aventuras, le trataba rotundamente de “culo de plomo”. Pero cuando actúa como superior, como más tarde cuando actúe en calidad de obispo, su seguridad se vuelve imperturbable; su ímpetu irresistible y su audacia arrostran los peores obstáculos. Esta aparente contradicción se explica por el profundo sentido sobrenatural de su misión apostólica; cuando ésta lo exige, nada puede arredrarle, porque cuenta con la Providencia que le guía para suplir la falta de medios y alcanzar la meta que asigna a su celo la voluntad de Dios. Más de una vez, sin disponer de los hombres ni de los recursos necesarios, sabrá tomar, en el momento oportuno, decisiones de muy largo alcance e iniciativas sumamente atrevidas; hay que reconocer que el método le resultó y que, en forma inverosímil, el método recompensó, a una con su confianza, la ruda violencia que se impuso” [23].

La fuente de las audacias de Eugenio no es, pues, su temperamento, sino las necesidades de salvación de los hombres, a las cuales le llama a responder su fe en Jesucristo salvador, en forma personal primero, y luego con su Congregación, “dispuesto a partir para la luna si fuera preciso”. Lo expresa con vigor en una carta del 19 de octubre de l817 a los Padres H. Tempier y E. Maunier. Hablando de las dificultades que encontró en Mons. F. de Bausset-Roquefort, nombrado arzobispo de Aix, que sostiene a los opositores de los Misioneros de Provenza, escribe: “Me ha sido necesaria una gracia muy especial para no contradecir abiertamente al prelado que pudo dejarse embaucar hasta el punto de caer de cabeza en todas las pasiones de los hombres que nos estorban y nos persiguen desde hace tanto tiempo […] Ese es acaso el mayor sacrificio que he hecho de mi amor propio. Decenas de veces, al conversar con el Prelado, tuve la tentación de levantarme […] Pero la misión, la Congregación, y todas las almas que esperan todavía de nuestro ministerio la salvación, me retenían, me clavaban a esa dura cruz que la naturaleza apenas puede soportar […] Dejen de lado todo lo que es humano, no miren más que a Dios, a la Iglesia y a las almas que hay que salvar” [24].

Ultima observación que aducimos: la comparación con Carlos de Forbin-Janson está llena de interés. Este es un improvisador, en el límite de la irreflexión. Ya aludimos a ello. Los conflictos de los Misioneros de Provenza con los Misioneros de Francia lo van a mostrar. De sus 20 años de episcopado, Mons. de Forbin-Janson, no pasará efectivamente más que 6 en su diócesis de Nancy, y los otros medio desterrado. Juan Leflon habla de “las demasías, torpezas y errores” y también de “la administración caprichosa y autocrática de ese espíritu desordenado”. Audacias, sin duda alguna, pero irrazonables. La única de sus obras que perdurará será la de la Santa Infancia. Es de notar que Mons. de Mazenod rehusará su apoyo a esa fundación de su amigo, porque la veía en competencia con la Propagación de la Fe. Frente a Carlos de Forbin-Janson, Eugenio de Mazenod, provenzal como él, parece un moderado y un prudente. No le falta audacia, pero esta audacia está regulada por la razón iluminada por la fe y por la sumisión a la voluntad del Señor. Y sus obras han permanecido.

LA AUDACIA MISIONERA, PERO SIN EL NOMBRE (1861-1947)

Si bien son numerosos los trabajos consagrados al Fundador y a su época, no pasa lo mismo con este segundo período de la historia de la Congregación. La insuficiencia de la investigación da un carácter de hipótesis a los ensayos de interpretación. Lo recordaremos aquí.

Se pueden escoger los años 1861 y 1947 como fechas límite del segundo período de historia oblata. El año 1861 es el de la muerte del Fundador y de la elección del P. José Fabre como superior general, y el año 1947 es el de la elección del P. León Deschâtelets para el mismo cargo. El repaso de los documentos decepciona. El tema de la audacia está prácticamente ausente de las circulares administrativas y de las actas de los capítulos generales. El comentario del P. José Reslé sobre las Constiuciones y Reglas revela el mismo espíritu. Pero, paradójicamente, para la Congregación ese período es un período de audacia misionera, en total contraste con lo limitado de las fórmulas. Los oblatos son audaces, pero no saben cómo decirlo o bien no osan decirlo con franqueza.

1. BREVE RECORRIDO DOCUMENTAL

a. El tema de la audacia está casi del todo ausente en los documentos oficiales

Las circulares administrativas de los superiores generales son de géneros literarios muy diversos. Solo las exhortaciones interesan para nuestro tema. A excepción del P. L. Soullier, de quien luego vamos a hablar, nadie cita, ni siquiera hace alusión al Nil linquendum inausum.

El P. Fabre se refiere de continuo a las Constituciones y Reglas. “Por nuestras santas Reglas vivimos”. En ese contexto cita el prefacio, pero nunca la frase sobre la audacia. Con todo, conviene destacar la circular n. 14 del 19 de junio de 1867. Entre los indultos que pide y obtiene de la Santa Sede sobre indulgencias, altares privilegiados y misas de requiem, aparece en el nº IX “la facultad de leer los libros prohibidos en el Indice”, “privilegio de gran utilidad en la situación actual de los espíritus, tanto en Francia como en las regiones heréticas”.

Mons. Agustín Dontenwill subraya que el Capítulo de 1920 se ha permitido efectuar “una fuerte brecha” en un principio tradicional, al crear una provincia lingüística en San Juan Bautista de Lowell. Razón: “para nosotros y entre nosotros, la preocupación por la salvación de las almas tiene primacía sobre todas las consideraciones […]” [25]. Al informar de su visita en Africa del Sur escribe: “El presente son cristiandades fervorosas que nuestros padres han formado pacientemente, las obras […], las escuelas […] en una palabra, un conjunto de iniciativas en las que la audacia y la tenacidad son coronadas por el éxito” [26]. Así, Mons. Dontenwill es, tras el P. Soullier, el segundo superior general que utiliza el término audacia en un documento oficial. Hay que notar que lo hace para reconocer el trabajo de los oblatos en un territorio de misión.

En la carta circular que siguió a su elección, el P. Teodoro Labouré recoge la tradición de los oblatos que hace de ellos los “especialistas de las misiones difíciles”. Tras recordar que “el amor a los pobres es nuestra sola y única razón de ser”, explica: “Si alguna vez se nos da la ocasión de elegir entre una obra hermosa, rica, espléndida, en el seno de nuestras metrópolis, y una obra pobre, abandonada, desalentadora, difícil, ya sea en nuestros suburbios rojos, ya en las misiones extranjeras, no vacilemos: tomemos lo que es oscuro, ignorado y penoso” [27]. La audacia no está ausente, pero se acentúa más bien la humildad y el trabajo oscuro.

b. Una excepción: el P. Soullier

El P. Luis Soullier, superior general de 1892 a 1897, es una notable excepción. Nos quedan de él dos circulares importantes. La primera se titula: De la predicación del Misionero Oblato según S. S. León XIII y las Reglas del Instituto [28]. En ella se cita el texto del Prefacio sobre la audacia indispensable. Es la primera vez después de 70 años; luego habrá que esperar hasta 1947. Más notable todavía es la forma en que dicha cita se pone de relieve. Tras haber recordado que “la primera ley que se impone es que la predicación esté ante todo impregnada del espíritu y de la doctrina de Jesucristo”, añade: “Empapaos, pues, sobre este punto […] de nuestras Reglas y del espíritu apostólico de nuestra querida familia: ‘es sumamente importante, es urgente, hacer que vuelvan al redil tantas ovejas descarriadas, enseñar a los cristianos degenerados quién es Jesucristo […] No hay que descuidar nada para promover el imperio de Jesucristo, destruir el reino de Satán […]” [29]. El texto latino se aduce en nota, subrayando con cursivas la frase docere christianos degeneres quis sit Christus El texto francés utilizado por el P. Soullier -“no hay que descuidar nada”- no es el de las Constituciones y Reglas de 1825, probablemente desconocido entonces, sino una traducción hecha por él para la ocasión. Puede presumirse que si se cita de memoria un texto, es porque la fórmula resulta familiar. Para un texto menos habitual, se consultan los libros para copiar literalmente. Este uso del Prefacio por el P. Soullier está muy a tono con el espíritu de toda la circular, en la que una de las afirmaciones fuertes es ésta: “En una palabra, seamos misioneros, ése es nuestro carácter […]” [30] , afirmación que apoya directamente en el ejemplo del Fundador.

En la otra notable circular del P. Soullier: De los estudios del Misionero Oblato de María Inmaculada [31], una de las principales insistencias es la necesidad para el misionero de adaptar la predicación a su auditorio. “No es el auditorio el que se acomoda al predicador, sino el predicador quien debe adaptarse al auditorio. ¿Qué hará entonces el misionero? ¿dará una serie de sermones estereotipados, invariables en el fondo y en la forma, encerrados en un cuadro rígido?” [32]. Es preciso, pues, preocuparse de conocer ese auditorio, de hacer “indagaciones” y de conocerse también a sí mismo.

Después, el P. Soullier precisa: “Vengamos ahora a algo muy práctico: ‘Studebunt, dicen nuestras santas Reglas, novas ad proximas missiones comparare dicendorum materias’ [ cuidarán de recoger nuevos materiales de sermones para las misiones ulteriores]. Es muy notable que nuestras santas Reglas nos piden siempre algo nuevo. Y no hay que hacer distinción entre jóvenes y viejos, novicios y veteranos, pues la prescripción es absoluta. Es que nuestras Reglas suponen el avance y el progreso del espíritu en el campo de la ciencia teológica […], no pierden de vista la gran diversidad de los auditorios que se suceden ante nosotros, ni las variaciones paralelas que deben darse en nuestros sermones. Por eso justamente nos piden siempre algo nuevo” [33]. La regla citada (art. 297) concierne a la vida en las casas; está ya literalmente presente en las Constituciones de los Misioneros de Provenza de 1818 y viene de la mano del Fundador. Hay que subrayar el uso que hace de ella el P. Soullier. Se puede pensar que esto vale a fortiori para las misiones extranjeras.

c. El comentario del P. Reslé

Aunque publicado en 1958, el comentario de las Constituciones y Reglas del P. José Reslé debe ser situado en el período anterior. No consagra más que seis páginas al Prefacio y no menciona el nihil linquendum inausum.

2. LA AUDACIA MISIONERA MÁS PRESENTE QUE NUNCA

En 1859, el P. Henri Grollier funda la misión de Good Hope, cerca del círculo polar. En 1872, a continuación del P. Luis Babel, el P. Carlos Arnaud toma contacto con los inuits del Labrador. En 1917 el P. Arsenio Turquetil hace los primeros bautismos de inuits en la Bahía de Hudson.

En octubre de 1865 el P. José Gérard administra los primeros bautismos en el poblado de la Madre de Dios en Basutolandia (Lesotho). En Ceilán (Sri Lanka) Mons. Cristóbal Bonjean se aplica a desarrollar las escuelas católicas. En 1876 lanza un periódico publicado en inglés y en tamul. El mismo año ordena al primer sacerdote autóctono formado en el seminario fundado por él.

Es la época de la caballería de Cristo en Texas, a lo largo del Río Grande. El P. Y. Kéralum y otros varios dejarán allí la vida. Al principio de nuestro siglo, en lo que hoy es Namibia, tras tres o cuatro intentos infructuosos, se funda la misión del Okavango bajo la dirección del P. José Gotthardt.

Hay que añadir el trabajo apostólico en los países cristianos, desde el Sagrado Corazón de Montmartre en París, donde se conoce el papel desempeñado por el cardenal Hipólito Guibert y los capellanes oblatos, hasta la universidad de Ottawa. En 1868 los oblatos fundan en Lowell. A partir de 1932, la primera provincia de Estados Unidos se orienta al apostolado con los negros.

No podemos más que recordar las fundaciones en Pilcomayo en 1925, en el Congo belga en 1931, en Laos en 1935, en Filipinas en 1939, en Haití en 1943 y en el Brasil en 1945.

La evocación solo puede ser breve. Cada una de las decisiones muestra que los misioneros, padres y hermanos, y sus superiores optan por ir adelante, hasta los confines de la tierra para no dejar nada por osar. Dos expresiones simbolizan la vida y el trabajo misionero de los oblatos en este período: la expresión “especialistas de las misiones difíciles” se atribuye al Papa Pío XI. Apóstoles desconocidos del P. Pedro Duchaussois indica el puesto ocupado por los Hermanos en esa expansión misionera [34]. Los oblatos están llenos de audacia, lo dicen con su vida pero no saben formularlo o bien no se atreven a hacerlo.

LA AUDACIA, VALOR MISIONERO EXPRESADO (de 1947 hasta nuestros días)

1. EL P. DESCHÀTELETS

El P. León Deschâtelets es elegido superior general el 2 de mayo de 1947. Ya el 13 de junio se dirige a toda la Congregación : “Queridos padres y hermanos ¿esperáis de mí en este momento una consigna? Os diré, según el espíritu del último Capítulo: repensad vuestras santas Reglas. Volved a verlas en el siglo XX y en el año 1947, pero según el mismo espíritu de nuestro fundador y de nuestros primeros padres […] para ser hombres de verdadera vida interior […] religiosos auténticos […] sacerdotes modelo […] verdaderos misioneros […] los conquistadores de los pueblos infieles […]” Luego explicita: “Para ser verdaderos misioneros, hombres del Papa y de los obispos, predicadores de las almas todavía fieles, pero hombres que saben intentarlo todo —nihil linquendum inausum– para hacer volver a Dios las masas populares que los errores modernos han arrancado del seno de la Santa Iglesia” [35]. Aquí se encuentra la primera mención formal de la audacia como valor constitutivo del misionero oblato.

En su circular sobre Nuestra vocación y nuestra vida de unión íntima con María Inmaculada, nos invita a ponernos “ante las riquezas de nuestra vocación para hacer un inventario minucioso y serio de las mismas. Con ello podremos comprender mejor toda la fuerza del nihil linquendum inausum,tan inspirador, de nuestras santas Reglas” [36]. Este texto es citado otra vez cuando se trata del ser misionero.

En el informe al Capítulo general de 1959 se lee: “el anhelo de perfección que debe guiarnos desde el punto de vista espiritual debe inspirarnos también en el enfoque apostólico. El nihil linquendum inausum conserva su virtud estimulante y nos apena el no poder hacer más” [37].

La insistencia principal del P. Deschâtelets en su discurso de apertura del Capítulo general, el 25 de enero de 1966, recién clausurado el Vaticano II, es la renovación. Precisa: “El Fundador […] no querría vacilaciones, no querría que nos aferráramos a un pasado en cuanto tal o a situaciones que impidieran la renovación. En su tiempo, no vaciló en crear audazmente una Congregación nueva que se distinguía de las antiguas órdenes a fin de que pudiese servir eficazmente a la Iglesia de su país y de su tiempo […] El haría saltar todo lo que le pareciera un obstáculo. Y lo haría refiriéndose siempre a la Iglesia y a su carisma de fundador, a su sentido profético incluso” [38].

Y un poco después añade: “Nuestro Capítulo debe ser el de la renovación, según el título mismo del decreto conciliar: De accommodata renovatione vitae religiosae […] La Congregación entera está aguardando toda esta renovación de nuestra vida y pone su esperanza en nosotros. Sería inmensa su decepción si no llegáramos a satisfacer ese sagrado deseo. Sentimos a fondo esta responsabilidad que no nos aplasta pero sí nos estimula y nos alienta:Nihil linquendum inausum” [39]

2. LAS CONSTITUCIONES Y REGLAS DE 1966 Y 1982

Las Constituciones y Reglas de 1966 afirman que “según la tradición viviente, [la Congregación] está pronta, en toda la medida de sus posibilidades, para responder a las urgencias del mundo y de la Iglesia […]” (C 3). Más significativa es la C 12: “Moldeado por el mismo Espíritu, [el oblato] intentará con audacia abrir caminos nuevos para ir al encuentro de este mundo, ofreciéndole con humildad, pero con seguridad, la Palabra de la Salvación. No se dejará quebrantar por ningún obstáculo ni dificultad […]”

En el margen se indican tres referencias: dos son del Vaticano II; la primera es de los Hechos de los Apóstoles, 4, 13 y 29-31 donde se expresa la entera seguridad de los Apóstoles en el anuncio de la Palabra de Dios. En la del decreto Ad Gentes se trata de las cualidades del misionero [40]. Y en la del decreto Presbyterorum Ordinis se remite a este texto: “Y el mismo Espíritu Santo, al tiempo que impulsa a la Iglesia a que abra nuevas vías de acceso al mundo de esta época […]” [41]. Para formar la constitución 12, el capítulo agregó a este texto conciliar la expresión “con audacia”, refiriéndose muy seguramente al Prefacio y también a las invitaciones al menos indirectas del P. Deschâtelets.

Las Constituciones y Reglas de 1982 tienen una fórmula muy similar: “No temerán presentar con claridad las exigencias del Evangelio y abrirán con audacia nuevos caminos para que el mensaje de salvación llegue a todos los hombres” (C 8). Hay que subrayar el “llegue a todos los hombres”: la perspectiva debe ser universal y eficaz. Estaba ya presente de esta forma en la carta del Fundador al P. Tempier, el 20 de marzo de 1826, lo cual refuerza la exigencia de mostrarse audaces [42].

3. EN LOS SUPERIORES GENERALES

El tema de la audacia forma ya parte del vocabulario oficial. Nos vamos a contentar con tres ejemplos entre muchos otros.

“Debemos intentarlo todo y en forma audaz, nihil linquendum inausum, actuando resueltamente acriter por los otros, dispuestos si es preciso a sacrificar nuestra vida, incluso en muerte violenta, usque ad internecionem, por promover los valores del Reino de Dios [43].

“Durante la presente visita, hemos escuchado como una triple llamada: una llamada a mayor audacia, una llamada a compartir más y otra llamada a una esperanza más profunda. Una llamada a mayor audacia. Saber salir de los caminos trillados para responder a las necesidades nuevas del mundo de los pobres. La conciencia actual de los cristianos se ha hecho mucho más sensible a los pecados colectivos, como la explotación, la falta de justicia social, el menosprecio de los derechos humanos. En un signo de los tiempos y para nosotros, oblatos, esto se vuelve un llamamiento de Dios a nuevas formas de evangelización [44].

Frente a esta situación [del Canadá] nuestra vocación nos invita a no replegarnos en nosotros mismos perdiendo confianza en nosotros. Es preciso saber navegar mar adentro, es decir, dejarnos sacudir por las necesidades misioneras del mundo de hoy y buscar caminos adaptados para responder a ellas según las fuerzas disponibles y los medios posibles. Como en el tiempo del Fundador, hay que osar, en Canadá como en otras partes” [45].

4. AUDACIA MISIONERA

El vocabulario de la audacia es ahora frecuente; lo usan los oblatos en múltiples publicaciones, oficiales o no. Un ejemplo entre otros. Las provincias de Francia publicaron en 1985 y 1986 dos obras: la primera sobre el Fundador se titula Oser grand comme le monde [osar vasto como el mundo] [46]. Para el segundo, que presenta la Congregación, los autores escogieron el título Audacieux pour l´Evangile [audaces por el Evangelio] [47]. La acogida dada a esos dos títulos atestigua que las fórmulas expresaban ciertamente uno de los valores característicos que define a los oblatos.

No corresponde a los límites de este artículo indicar si la audacia misionera continúa caracterizando la vida y la práctica de los oblatos de hoy. Recojamos simplemente la memoria de varios de ellos que han muerto de muerte violenta: Mauricio Lefebvre en La Paz, Bolivia, en 1971; Juan Franche en Inuvik, Canadá, en 1974; Miguel Rodrigo en Buttala, Sri Lanka, en 1987; Mons. Yves Plumey en Ngaounderé, Camerún, en 1991; tres misioneros belgas en Zaire, en 1964; siete misioneros franceses e italianos en Laos, entre 1960 y 1969. Todo da a entender que han sido asesinados a causa de su compromiso misionero y de los riesgos que han asumido. Sin vacilar, se les puede calificar de “mártires oblatos”.

LA AUDACIA, VIRTUD MISIONERA

1. LA AUDACIA,COMO VIRTUD [48]

La psicología reconoce comportamientos humanos específicos cuando en el desenvolvimiento de su vida la persona se ve confrontada a dificultades, amenazas o peligros. Entonces el simple deseo –“me gustaría”—no basta. Hace falta una tensión de todo el ser, que hace pasar a otro registro de actitudes y de comportamientos, en un juego de inquietudes y de audacia, de miedos y de coraje, de retrocesos y de agresividad. Pueden ser movimientos pasajeros, passiones en el vocabulario de Tomás de Aquino, que hoy llamaríamos emociones, impulsos del corazón. Puede tratarse también de rasgos más duraderos de temperamento: unos son temerosos o timoratos, otros gustan del riesgo, de la aventura, de las grandes causas.

Estas pasiones y estos rasgos de temperamento pueden situarse en el nivel de las reacciones espontáneas de la psicología elemental. Pueden también integrarse en el dinamismo total de la persona, y esto de muchas maneras. Una de estas maneras es la virtud, mediante la cual pasiones y rasgos temperamentales no son negados sino puestos al servicio del bien, del proyecto de Dios. Cosa que, en definitiva, no puede hacerse sino con la gracia.

En este cuadro es donde se puede tratar de la audacia. La mira está puesta en la realización de un proyecto. Pero aparecen peligros y amenazas. Hay que correr riesgos. ¿Cómo se comportará el hombre?

Algunos se encerrarán en el miedo; otros huirán buscando terrenos protegidos, más familiares, donde se creerán en seguridad; para otros, finalmente, se podrá hablar de resignación. De cualquier forma, ya no se puede hablar para éstos de mantener el dinamismo de un proyecto, de una ambición. En cambio, otros tienen el gusto del riesgo, de la aventura. Un filme de James Dean tiene el título El furor de vivir. ¿Hay que evocar a los exploradores, a los navegantes solitarios, a los alpinistas, a los motoristas o automovilistas, a los soldados? En otro sentido, podemos también pensar en los creadores de empresas, en los artistas que se lanzan por caminos nuevos, en los profetas que denuncian las rutinas perniciosas, en los líderes políticos. Se trata de poner en tensión todas las energías, de no dejarse desconcertar por los riesgos o las amenazas, de tener el coraje de innovar y de afrontar.

2. LA MISIÓN

Etimológicamente, el apóstol, el misionero es un enviado. Se subraya así el origen de ese envío: Dios, el Espíritu Santo, la Iglesia, los superiores. No se ha fijado acaso bastante la atención en el destino. Es siempre un lugar distinto del propio, del familiar, es siempre en otra parte, más allá de una frontera. Pedro es llamado a la casa de un incircunciso de Cesarea. Pablo es invitado a pasar a Europa, mientras que Marcos había tenido miedo de seguirle en las montañas de Pisidia. Lo mismo ocurrió con Francisco Javier, Alejandro Taché o José Gérard.

A los once el Resucitado les dice primero: “Id”, es decir, poneos en camino. Y según san Juan: “Yo os he elegido a vosotros y os he destinado para que vayáis y deis fruto” (Jn 15, 16). En la célebre fórmula recogida por Lucas (10, 2) y Mateo (9, 38): “Rogad al dueño de la mies que envíe obreros a su mies”, el verbo griego traducido por enviar no es el frecuente apostellein, ni siquiera el joánico pempein, sino ecballein, utilizado para lanzar fuera o para expulsar a los demonios, cosa que no se da sin violencia. El “id” exige que el misionero ejerza cierta violencia sobre sí mismo para abandonar su entorno y alcanzar un más allá.

El más allá es primero geográfico, y la historia de las misiones va trazando las etapas: de Cesarea y de Antioquía a Corinto y luego a Roma, después a Inglaterra con Agustín, al Japón con Francisco Javier, a las Américas, a Africa. Es el aspecto más visible. Pero el más allá es sobre todo cultural: desde los gentiles, las naciones del Nuevo Testamento hasta los inuits, los basutos o los hmongs. Este más allá cultural se da también allí donde hay proximidad geográfica e identidad de lengua. La encíclica Redemptoris missio usa la expresión “areópagos de los tiempos modernos” [49] para designar estos más allá de las comunidades eclesiales.

¿Puede decirse que no hay misión sin salir de la propia casa, sin cruzar fronteras, sin pasar al otro lado de la barrera, y por tanto sin tratar de existir en otra parte, lo que también quiere decir existir de otra manera?

En los siglos pasados, el viaje geográfico estaba lleno de dificultades. San Pablo conoció esos peligros: “peligros de ríos, peligros de salteadores […] peligros en despoblado, peligros por mar”(2 Co 11, 26). Las duras condiciones de vida del misionero se han puesto de relieve a menudo: frío y nieves polares, calores tropicales, enfermedades, instalación precaria. Lo más difícil es el desplazamiento cultural, empezando por el aprendizaje de las lenguas. Por definición, uno nunca alcanza el objetivo. Estos pasajes de frontera, estos saltos nunca acabados son constitutivos de la tarea misionera.

Para ser fiel a la Palabra de Dios, la existencia misionera exige, por tanto, valentía e incluso audacia:

– la valentía de ir a otra parte y de intentar existir allí física y culturalmente;

– la valentía de afrontar, en nombre del Evangelio, la sociedad a la que uno es enviado y de interpelarla, (“¿Creéis que estoy aquí para dar paz a la tierra? No, os lo aseguro, sino división”) y de aguantar las repercusiones, a menudo el rechazo, a veces la expulsión o la muerte.

– la valentía de innovar y la creatividad, pues el Espíritu no se deja encerrar en modelos preestablecidos de métodos misioneros, de comunidades que construir, de ministerios que instituir. “La caridad lo abarca todo; y para necesidades nuevas, ella inventa, cuando hace falta, medios nuevos”, escribía Mons. de Mazenod.

– podemos añadir, la valentía de soportar las críticas, a veces muy severas, de las comunidades eclesiales que enviaron al misionero. Los Hechos de los Apóstoles dan varias veces el ejemplo.

3. LA AUDACIA, VIRTUD MISIONERA

El diccionario Robert define la audacia como “disposición o movimiento que induce a acciones extraordinarias, al desprecio de los obstáculos y de los peligros”. No hay fidelidad personal al Evangelio ni construcción de la Iglesia sin lucha, sin aceptación de riesgo, sin audacia. San Pablo habla de “la necedad de Dios que es más sabia que la sabiduría de los hombres”. La sabiduría del mundo – el ser razonable – no es la del Evangelio. “Ha escogido Dios lo necio del mundo para confundir a los sabios” (1 Co 1,27).

Osar es “emprender, intentar con seguridad y audacia, una cosa difícil, insólita o peligrosa” (diccionario Robert) “El Evangelio es una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree”. Imposible que el Evangelio alcance a los hombres, a todos los hombres sin que sea proclamado en todas partes, en todos los más allá con confianza y audacia. Esto se dice y se vive en cada página de la historia de las misiones.

Por supuesto, pueden darse desbordamientos y excesos. La audacia es entonces imprudencia, temeridad, exposición gratuita. No es cosa rara, pero ¿quién puede juzgarla ya que el discernimiento es difícil y exige humildad? Por el contrario, las faltas de audacia, las cobardías, las pusilanimidades, los repliegues sobre sí mismo, sobre los propios hábitos y la propia seguridad son, para el Evangelio, defectos de muy diversa gravedad. La parrhesia, la confianza, la total libertad de palabra en nombre de Dios son cualidades misioneras. Hay que releer la 2ª carta a los Corintios, capítulos 2 a 6. Y hay que volver a escuchar el “¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!”.

Se han hecho comparaciones entre el misionero y el aventurero. Las desviaciones nunca quedan excluidas, y la historia muestra que algunos se han dejado llevar. Los misioneros han tenido aventureros en sus filas. Pero más a menudo la fe, la fidelidad al Espíritu Santo y el celo apostólico han logrado guiar e integrar el sentido de la aventura, el gusto del riesgo, el coraje de cruzar fronteras. Lo que era un rasgo del temperamento se vuelve virtud. Frente a las dificultades, la virtud expresa la continuidad, la constancia: uno no desiste. Indica la reacción espontánea en el sentido del bien; no se tiene miedo, no se deja uno desconcertar o aplastar. Finalmente, significa la seguridad gozosa y apacible. También habría que recordar el papel fundamental de esa sabiduría práctica que Santo Tomás llama prudencia, la cual sabe pesar los riesgos y afrontarlos razonablemente, es decir, a veces es ¡la locura de Dios!.

Pero la virtud cristiana de fortaleza no depende del temperamento. Se construye también en personas menos dispuestas. Con ella el misionero supera los miedos y las timideces para realizar la obra del Evangelio. Se vuelve capaz de ir adelante, de afrontar, de innovar, de “no dejar nada por osar”. Tomás de Aquino recuerda que la fortaleza no es solo virtud sino también don del Espíritu Santo. Y relaciona este don con la bienaventuranza de los que “tienen hambre y sed de justicia” (Mt 5, 6). ¡Todo un programa!

Las virtudes son en primer lugar personales. Pero las comunidades de Iglesia como tales son también capaces de virtud. Hay comunidades timoratas o replegadas en sí mismas, y hay comunidades valientes e incluso audaces. La audacia es virtud constitutiva de los institutos misioneros.

4. LOCURA DE LA CRUZ. HAMBRE Y SED DE JUSTICIA

“Lea esta carta al pie de su crucifijo”: esta era la primera llamada de Eugenio de Mazenod al sacerdote Tempier [50]. De ahí nació la Congregación de los oblatos. El crucifijo es la evocación de “la locura de la cruz”, fuente del Evangelio, poder de salvación para todos. El obrero apostólico es atormentado por el hambre y la sed de la justicia. El modelo en esto es San Pablo y, primero, Jesús. A continuación de ellos, los oblatos son llamados a ser hombres con la voluntad y la valentía de seguir las huellas de los Apóstoles. Para esto “no hay que dejar nada por osar”.

Michel COURVOISIER