1. El Espíritu Santo En Eugenio De Mazenod
  2. El Espíritu Santo Y Las Constituciones Y Reglas De 1982
  3. Renacimiento Del Espíritu Y Carisma Oblato

EL ESPÍRITU SANTO EN EUGENIO DE MAZENOD

No hay que esperar encontrar en Eugenio de Mazenod una presentación sistemática de la doctrina teológica sobre el Espíritu Santo. El fundador de los oblatos no es un teórico de la vida espiritual; es esencialmente un hombre de acción, un apasionado por Jesucristo, empeñado con todo su ser en la misión por el Reino de Dios y la evangelización del mundo.

No obstante, sin duda alguna vivió una relación profunda con el Espíritu Santo a quien veía presente y actuante en el corazón de la Iglesia, en los sacramentos, en la misión, en su propia vida y en la de los demás. Habla de él en sus notas de retiro, en su correspondencia, en su diario personal y en sus cartas pastorales. Su expresión es la de un orante, de un hombre espiritual comprometido, y refleja la enseñanza teológica propia de su época.

En un estudio publicado en Vie Oblate Life en 1982,el P. Ireneo Tourigny presentó el tema del Espíritu Santo en Mons. de Mazenod con un enfoque histórico, es decir, siguiendo las diversas etapas de su vida [1]. En este trabajo adoptaremos el enfoque temático, es decir, que, partiendo de los textos que nos han llegado acerca del Espíritu, intentaremos, en la medida de lo posible, reconstituir el fondo del pensamiento de Eugenio de Mazenod sobre el tema. El intento implica riesgos – como el de proyectar sobre el autor estudiado ciertos nexos de los que él mismo no fue consciente – pero vale la pena ensayarlo. Será importante recordar que no tenemos todo lo que Eugenio pudo escribir acerca del Espíritu y que los pasajes que nos han llegado fueron casi todos redactados con ocasión de un acontecimiento o de una circunstancia bien concreta y limitada. Será necesario también leer los textos sobre el Espíritu en referencia constante al conjunto de su doctrina y a su modo de hablar, por ejemplo, de Dios Padre, de Jesucristo Salvador, de la Iglesia, de los sacramentos, de la misión y de la Virgen María.

1. LA ACCION DEL ESPIRITU SANTO

Según Eugenio de Mazenod, el Espíritu Santo, tercera persona de la Santísima Trinidad, es enviado de lo alto a todo cristiano por el Verbo que lo había prometido. Enviado a los Apóstoles y a María el día de Pentecostés, baja de nuevo hoy a su Iglesia. Se comunica a través de los sacramentos, la oración y otros medios tales como la ayuda y el ejemplo de otros cristianos, la lectura espiritual y la profesión religiosa.

Intenta establecer su morada con poder en el corazón del creyente e incluso encuentra ahí “sus delicias” [2]. “[…] El Espíritu Santo, que es fecundo en todo tiempo y multiplica sin límites sus beneficios, baja de nuevo hoy como ayer, acompañado de todos sus dones, a las almas que han tenido la dicha de ocuparse en prepararle una morada” [3]. Habita en plenitud el alma y también el cuerpo. Llena a la persona de su poder, la reviste y a veces la envuelve “como con un manto” [4].

Según la expresión del profeta Isaías, el Espíritu de Dios “reposa” sobre el creyente para llenarlo del amor del Salvador y enviarlo a evangelizar a los pobres” [5].

El Espíritu no se contenta con habitar en los corazones, quiere ser el “dueño absoluto” de ellos y actúa multiplicando sus beneficios y obrando maravillas. Su acción en las personas generosas reviste formas muy ricas y variadas.

He aquí algunos ejemplos de esta acción del Espíritu espigados aquí y allí en los escritos de Eugenio de Mazenod.

El Espíritu renueva a la persona humana creando un mundo nuevo, un mundo de luz, de verdad y de unidad. En tiempo de los Apóstoles renovó la faz de la tierra y “realiza aquí abajo como una segunda creación” [6]. Su acción transformante vivifica a la persona, la regenera y la santifica, “[…] cuando el Espíritu de Dios sopla, hace andar buen trecho en poco tiempo […]” [7].

En muchas ocasiones el fundador insiste en el hecho de que el Espíritu del Señor nos inspira. Inspira a la Iglesia en su conjunto y a todos sus fieles. En particular, inspira las decisiones del Papa, a quien él mismo escogió como sucesor de Pedro. Todos los movimientos del corazón de la Virgen María son inspirados por el Espíritu Santo, puesto que descansa sobre ella y la colma de sus gracias. A veces el fundador escribe a sus corresponsales frases como éstas: “[…] es el Espíritu Santo quien le ha inspirado en lo que me dice tan verdadero […]” [8]. “Siga la inspiración de Dios y pruebe bien que viene de él viviendo ahí de una manera edificante” [9].

Él mismo – se advierte sobre todo en sus notas de retiro – es muy consciente de recibir las inspiraciones de Dios y desea ardientemente ser siempre fiel a ellas.

El Espíritu Santo inspira los movimientos del corazón, los pensamientos, las palabras, las decisiones, los medios de que servirse para realizar ciertos proyectos, las resoluciones. El fundador confía un día al P. Antonio Mouchette: “Tú sabes bien que en los retiros es el Espíritu Santo quien inspira las resoluciones y es él también quien acaba por dar el éxito en los designios que él ha dictado” [10].

La predicación de los misioneros debe ser inspirada por el Espíritu: “[…] convertirá usted las almas con sus sermones sencillos, poco rebuscados y solamente inspirados por el Espíritu de Dios que no pasa por las frases redondeadas y el florido lenguaje de los retóricos” [11].

Mencionemos algunas otras manifestaciones de la acción del Espíritu. Es Espíritu de verdad; da sin cesar sus luces y su claridad a quienes se las piden. Abrasa en el fuego de su amor a aquellos sobre quienes desciende y los llena del amor a Jesucristo Salvador. Viene a orar en sus corazones “con gemidos inefables”, como dice San Pablo a los Romanos [12]. En ciertos momentos “endereza” con poder lo que necesita ser restaurado. Finalmente, volveremos después a este tema, el Espíritu lanza a los fieles a la misión al servicio del Reino de Dios a imitación de Jesucristo.

2. LOS DONES DEL ESPIRITU

Cuando el Espíritu desciende sobre una persona – más especialmente en los sacramentos de la confirmación y el orden – va siempre acompañado con sus dones. Eugenio conocía bien la doctrina teológica de los dones del Espíritu Santo que se impartía en su tiempo. En algunas ocasiones muestra en sus escritos el impacto concreto de esos dones en su propia vida y en la de los cristianos y de los misioneros oblatos.

Ya en 1811, estando en el seminario de San Sulpicio, había dado una conferencia sobre el don de temor en la Catequesis Mayor. Habla, no del “temor servil”, sino “[…] de ese temor filial, don precioso del Espíritu Santo, don que ustedes han recibido de su mano liberal y que solo tienen que cultivar cuidadosamente en sus almas” [13]. Es una disposición habitual que permite a la persona mantenerse ante la Majestad de Dios con respeto, sumisión a sus voluntades y alejamiento de todo lo que puede desagradarle. Eugenio describe luego los efectos que produce este don que él mira como fundamento de todos los otros.

El don de fortaleza se comunica en el momento de la confirmación, pero en forma todavía más destacada en las ordenaciones: subdiaconado, diaconado, sacerdocio y episcopado. La fortaleza proveniente del Espíritu es indispensable ante las dificultades del ministerio.

En una carta del fundador al P. Francisco Le Bihan, misionero en Africa del Sur, encontramos otro ejemplo de los dones del Espíritu que se actualizan en el trabajo de la misión: “Reconozco que no debe de ser fácil aprender la lengua de vuestros cafres, pero usted sabe que nuestros misioneros participan siempre un poco en el milagro de Pentecostés. Invoque, pues, mucho al Espíritu Santo para que supla lo que no le fue dado del todo el día de su confirmación. Usted recibió entonces el germen de la ciencia que ahora debe desarrollarse en usted para el servicio de Dios y la salvación de las almas” [14].

El don de piedad se menciona en una carta al P. J.B. Molinari en Ajaccio: “[…] pida insistentemente a Dios el don de piedad que le falta, le escribe. Pietas ad omnia utilis est, con la piedad adquirirá todo lo demás […]” [15]. Finalmente, el don de sabiduría se cita junto con el don de fortaleza en una carta pastoral del 21 de marzo de 1848 [16].

3. COMO ACTUA EL ESPIRITU

Partiendo de las diversas expresiones empleadas por el fundador, se puede deducir cómo concibe él la manera de actuar del Espíritu.

El Espíritu interviene con dulzura y unción; sus inspiraciones y comunicaciones son apacibles y suaves. Es verdaderamente el Paráclito, el Consolador. A modo de ejemplo, sabe hablar dulcemente a los sacerdotes a los que llama a la soledad del retiro [17]. Sucede a veces que sus comunicaciones son percibidas en forma sensible por Eugenio, como durante su ordenación episcopal [18] o algunas veces al administrar el sacramento de la confirmación [19].

Esto no impide que el Espíritu actúe con fuerza y poder. Sus intervenciones son siempre eficaces y, en ciertos casos, no hay medio de escapar de sus inspiraciones.

La abundancia y la plenitud son también características de su acción [20]. Como fuente inagotable, multiplica sin límites sus favores.

La acción del Espíritu es del todo gratuita y libre: “[…] Spiritus ubi vult spirat[21]. Escoge a quien quiere para colmarlo de sus dones y hacerle instrumento de sus gracias.

4. EL ESPIRITU Y LA IGLESIA

El amor y el servicio a la Iglesia, como sabemos, juega un papel importante en la experiencia espiritual de Eugenio de Mazenod. Fue la vista de los males infligidos a la Iglesia “esa preciada herencia que el Salvador adquirió a costa de su sangre” [22], lo que impulsó a Eugenio a ponerse en seguimiento de Cristo y a reunir a algunos compañeros para trabajar por reconstruir la Iglesia devastada por la Revolución y sus secuelas. No hay que extrañarse, pues, de verle poner un nexo fundamental y vital entre el Espíritu y la Iglesia.

En su admirable carta pastoral sobre la Iglesia, publicada en 1860, afirma que el Espíritu Santo prometido por el Salvador es el alma de la Iglesia y que es él quien une a la Iglesia-esposa con Jesucristo. “Por eso, el Espíritu Santo prometido por el divino Salvador, vino a unirse a ella para no separarse jamás, para ser como su alma, para inspirarla, iluminarla, dirigirla, sostenerla y obrar en ella las maravillas de Dios, magnalia Dei (Hch 2, 11)” [23]. “Esta Esposa santa e inmaculada, indisolublemente unida a Jesucristo por el precio de su sangre y por el Espíritu Santo, lleva en su seno una multitud de hijos […]” [24].

Ya cuando enseñaba el catecismo hacia el final de su seminario en París, Eugenio decía que entre los fieles de la Iglesia se da “[…] una unión tal que no forman entre sí más que un mismo cuerpo, cuya alma es el Espíritu Santo” [25]. Con ocasión de su viaje a Argel en 1842, consigna en su diario: “En estas ocasiones es cuando se experimenta lo que vale el pertenecer a la misma familia, inspirada por el Espíritu Santo que comunica su acción divina a todos los miembros del cuerpo del que Jesucristo es cabeza” [26].

Los cristianos que han sido bautizados en un mismo Espíritu se hacen miembros del Cuerpo de Cristo y reciben en sí la acción del Espíritu para vivir en una grande unidad de fe y de caridad.

El Espíritu anima a toda la Iglesia: la inspira, la ilumina, ora en ella, la dirige y obra en ella las maravillas de Dios. Está presente en los sacramentos de la Iglesia, en su liturgia, en sus fiestas y, naturalmente, en su misión.

5. EL ESPIRITU EN LA PERSONA DEL PAPA Y DE LOS OBISPOS

Se ha dicho que Eugenio de Mazenod fue el hombre del Papa y de los obispos. Esto se comprende muy bien a la luz de sus convicciones sobre la acción del Espíritu en la persona del Romano Pontífice y de los obispos.

Cuando la elección de Pío IX en 1847, Eugenio hace alusión al Espíritu consolador que ha venido a “elegir” al nuevo Papa ante la sorpresa del “mundo católico” [27]. Ese mismo Espíritu inspira al sucesor de Pedro y le guía en sus decisiones sobre todo cuando se trata de una declaración dogmática infalible. En previsión de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción en 1854, el obispo de Marsella escribe al Papa y le habla de la “decisión que el Espíritu Santo pondrá en vuestros sagrados labios” [28]. Impulsado por el Espíritu, el Papa ha consultado a todo el episcopado, y ahora es a él a quien ese mismo Espíritu inspirará el juicio definitivo. Mons. de Mazenod anota en su diario del 8 de diciembre de 1854, al describir la ceremonia de la proclamación del dogma: “Entonces el Sumo Pontífice, verdaderamente el summus Pontifex,afflante Spiritu Sancto, levantándose, ha pronunciado el decreto infalible […] en el momento en que profería las palabras infalibles que el Espíritu Santo le ponía en los labios” [29].

En cuanto a los obispos, éstos han recibido su autoridad del propio Espíritu Santo y han sido establecidos por el mismo Espíritu para gobernar la Iglesia. Esta convicción profunda se basa en una frase de San Pablo, referida en los Hechos de los Apóstoles 20,28: “Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con su sangre” [30]. Se refiere a este pasaje de los Hechos en un discurso pronunciado cuando la clausura del concilio provincial, el 23 de setiembre de 1850 [31]. De nuevo alude a él en la promulgación de los estatutos sinodales en 1854: “Comprenderán cada vez mejor todos que esta autoridad es la misma del Espíritu Santo, que ha establecido a los obispos para gobernar la Iglesia de Dios […] [32]“.

Eugenio cree firmemente que el Espíritu Santo ha inspirado las decisiones de los concilios de la Iglesia universal y que está presente y actuante también en los concilios provinciales [33].

Estas reflexiones y estas pocas citas nos llevan a comprender mejor la estima profunda y el gran respeto que Eugenio profesó siempre a la Iglesia, esposa de Jesucristo animada por el Espíritu, y a la persona del Papa y de sus colaboradores los obispos, sucesores de los Apóstoles.

6. EL ESPIRITU Y LOS SACRAMENTOS

Los sacramentos de la Iglesia son un lugar del todo privilegiado, aunque no exclusivo, de acogida del Espíritu Santo. Donde Eugenio habla con más abundancia del Espíritu es justamente al tratar de los sacramentos, sobre todo de la confirmación y el orden. El texto más largo relativo al Espíritu se halla en su retiro preparatorio al episcopado [34], cuando se dispone a recibir una nueva unción del Espíritu Santo.

a. La confirmación

Eugenio fue confirmado en Turín en 1792, a los 9 años, por el cardenal Costa. Sus biógrafos cuentan un hecho que aconteció en el intervalo entre su primera comunión y su confirmación, es decir, entre el jueves santo y la fiesta de la Trinidad. Sus padres habían decidido hacerle extraer por un cirujano una lupia que tenía de nacimiento en el ángulo del ojo izquierdo. Pues bien, cuando el niño vio desplegados ante él los instrumentos del médico, le faltó el ánimo y se retiró. “Eugenio entró muy confundido en su cuarto y, por un movimiento de fervor, se arrodilló para invocar a Nuestro Señor Jesucristo, a quien probablemente no había rezado antes. Le hemos oído contar que se dirigió al Espíritu Santo con gran confianza. Esta oración ferviente agradó al Señor, pues al instante el niño se levantó con nuevos ánimos y entrando en la habitación del Padre rector, le pidió que volviera a llamar al doctor, resuelto como estaba a sufrir la operación, por dolorosa que pudiera ser […] La fortaleza sobrenatural que Eugenio había obtenido del Espíritu Santo con su oración, no se mostró sólo en la resolución de sufrir la operación, sino también en el valor que le sostuvo todo el tiempo: no lanzó un grito ni hizo oír un lamento” [35].

Comprobamos que, desde su niñez, justo antes de su confirmación, Eugenio estaba sensibilizado a la acción del Espíritu y le rezó con confianza para obtener fortaleza y ánimo en una situación bien concreta.

Una vez hecho obispo, el fundador tomó muy a pechos su función de “dar el Espíritu” a los fieles por el sacramento de la confirmación. A consecuencia de la Revolución, numerosos cristianos de toda edad habían quedado sin recibir este sacramento. “[…] nos hacemos un deber, escribe en una pastoral de 1844, de ir cada vez a dar el Espíritu Santo a quienes de entre ellos han descuidado hasta ahora la recepción del sacramento de la confirmación […]” [36]. Su diario nos revela que ciertos días confirmó a gran número de personas, hasta mil seiscientas el 27 de mayo de 1858, apenas tres años antes de su muerte [37]. Los lunes tenía previsto un tiempo para las confirmaciones en su capilla privada, pero de hecho era llamado a administrar este sacramento casi todos los días [38].

Sin embargo, parece que esto no era para él una carga sino un gozo: “[…] qué dicha no sentiría al poder dar el Espíritu Santo a tantas pobres almas que tienen el deber y la necesidad de recibirlo” [39].

A veces, Mons. de Mazenod experimenta en forma sensible la dulzura de la presencia del Espíritu en el momento de la confirmación. Anota en su diario el 28 de febrero de 1844: “¿Qué necesidad hay de lenguas de fuego para ver, en cierto modo, la presencia del Espíritu Santo? En estas ocasiones, su presencia se me hace sensible y quedo impregnado de ella hasta el punto de no poder contener mi emoción. Me es preciso hacerme violencia para no llorar de alegría y, a pesar de mis esfuerzos, muy a menudo lágrimas involuntarias descubren el sentimiento que me anima y que sobreabunda en toda la fuerza de la palabra” [40].

En 1858, a sus 76 años, vive todavía intensamente las celebraciones de la confirmación: “Es, en efecto, la gracia que Dios me hace cuando se me llama a dar el Espíritu Santo. Me considero como un taumaturgo que, en virtud de la omnipotencia de Dios, opera tantos milagros como niños confirmo. Esto es lo que mantiene mi atención y el fervor de mi alma durante las horas enteras que dura esa encantadora ceremonia de la confirmación general. Esta se ha renovado el mismo día, hacia las tres, para las 900 muchachas que he confirmado por la tarde. Mil millones de gracias sean dadas a Dios Padre y a su Hijo Jesucristo, autor de todas estas maravillas, y al Espíritu Santo, que se comunica así a las almas para su mayor santificación” [41].

No se cansa de hacer comprender a quienes se aproximan a este sacramento la belleza y la eficacia de los dones del Espíritu Santo que reciben.

Es indudable que la administración frecuente, a menudo diaria, de este sacramento, que él ve como un acto de amor del Espíritu, ha marcado la vida espiritual del obispo de Marsella.

b. El orden

En los textos del fundador encontramos un lazo muy estrecho entre el sacramento del orden y la venida del Espíritu Santo con sus dones.

La víspera de la recepción de las órdenes menores, escribe a su madre: “Por la orden del lectorado se recibe el poder de leer las Sagradas Escrituras y los otros libros eclesiásticos en la iglesia y la gracia del Espíritu Santo para hacerlo bien” [42].

En una conferencia pronunciada el día de su ordenación como subdiácono, afirma que los recién ordenados “[…] estaban como inundados por el celeste rocío de los dones más abundantes del Espíritu santificador […]” [43].

A menudo Eugenio conecta el diaconado con el Espíritu de fortaleza. Escribe a su madre el 2 de marzo de 1811: “Ya sabe lo que dice San Pablo de los cristianos y de sí mismo, que no han recibido un espíritu de temor; al contrario, al recibir el diaconado, el Espíritu Santo se nos ha dado ad robur, es decir para acorazarnos contra toda clase de miedo y de debilidad. Es un licor fortificante que se derramó en aquel momento en nuestras almas y que, a no ser que pongamos obstáculo con nuestros pecados, debe producir su efecto, porque el Espíritu Santo no ha descendido en vano sobre nosotros” [44].

En abril de 1824 felicita al escolástico Bartolomé Bernard por su ordenación diaconal y prosigue: “El celo es el carácter distintivo del diácono; ha recibido el espíritu de fortaleza, primero para sí, para su propia santificación y la perfección de su alma, y luego para combatir a los enemigos de Dios y rechazar al demonio con ese vigor sobrenatural que viene de lo alto” [45].

La ordenación sacerdotal confiere cierta plenitud del Espíritu Santo y exige una gran fidelidad a los menores movimientos de ese Espíritu. He aquí cómo se expresa Eugenio al comienzo de su retiro de preparación al sacerdocio:

“Ojalá que me aproveche de esta gracia de predilección que recibo y que ella me sirva para purificar mi alma y vaciar por entero mi corazón de las criaturas, a fin de que el Espíritu Santo, no hallando ya más obstáculo a sus divinas operaciones, descanse sobre mí con toda su plenitud, llenando todo mi ser de amor a Jesucristo mi Salvador, de manera que ya no viva y no respire más que para él y que me consuma en su amor sirviéndole y dando a conocer cuán amable es […]” [46].

Mons. de Mazenod ordenó presbíteros a numerosos oblatos y sacerdotes diocesanos. Para él la imposición de manos crea un lazo de paternidad espiritual con los nuevos ordenados en la comunicación del Espíritu Santo. En su diario del 25 de marzo de 1837 evoca la primera ordenación que confirió: “¿Puedo recordar sin emoción que las primicias de mi fecundidad pontifical fue este precioso Padre Casimiro Aubert, el primero a quien impuse las manos […]? Me parecía, digo, que mi propio espíritu se comunicaba a él, que mi alma se dilataba en la efusión de una caridad, de un amor sobrenatural que a su vez producía algo de sobrehumano. Me parece que yo podía decir, como nuestro divino Maestro que salía de mí una virtud y que yo lo sentía […] Este milagro se opera en cada ordenación que hago […]” [47].

No hay duda de que la ordenación al episcopado significó para el fundador una cima en su relación con el Espíritu Santo. Las notas de su retiro preparatorio lo demuestran con claridad. Medita primero sobre la respuesta que ha dado a la conducción del Espíritu Santo desde su ordenación. Luego, expresa una confianza sin límites en la misericordia de Dios esperando que el Espíritu vivificante que va a recibir le perfeccione para que, así dice, “[…] yo llegue a ser de verdad el hombre de su diestra, el Elías de la Iglesia, el ungido del Señor, el pontífice según el orden de Melquisedec que no tenga más miras que agradar a Dios cumpliendo todos los deberes de mi ministerio para la edificación de la Iglesia, la salvación de las almas y mi propia santificación” [48].

Después se detiene ampliamente en las palabras del Pontifical: “Accipe Spiritum Sanctum”. Escribe: “[…] medita estas palabras y trata de comprender lo menos imperfectamente que puedas su significado. No es como la primera vez en el diaconado solamente ad robur, tampoco es solamente como en el sacerdocio para perdonar los pecados o retenerlos […] Eso ya era mucho, era demasiado. Pero esta vez es para ser elevado al orden de los Pontífices […] para ser ungido y consagrado in ordine pontificali, es para entrar a participar de la solicitud de las Iglesias, para comunicar a mi vez el Espíritu Santo a fin de concurrir a perpetuar el sacerdocio en la Iglesia de Jesucristo, es para juzgar, interpretar, conservar, ordenar, ofrecer, bautizar y confirmar […]” [49].

“Que la unción sagrada se derrame sobre toda su persona […] Que sea colmado interiormente de la virtud del Espíritu Santo, que en cierto modo esté como revestido y envuelto en ella como en un manto” [50].

Sit sermo eius, et praedicatio non in persuasibilibus humanae sapientiae verbis, sed in ostensione Spiritus et virtutis. Admirable lección que encuentro con gusto aquí tras haberla meditado en San Pablo y haberla colocado en otro libro que me es caro por tantos títulos” [51]. Es una alusión muy clara a una convicción familiar que él había consignado en la primera Regla de los Misioneros de Provenza en 1818: predicar a Jesucristo y a Jesucristo crucificado, no con elocuencia humana sino con el poder del Espíritu que actúa en nuestra debilidad [52].

El nuevo obispo sale de este retiro y de su consagración episcopal con una conciencia aguda “de haber pasado a ser, por la misericordia de Dios, muy distinto de lo que era. Conozco más claramente mis deberes y me parece haber obtenido, junto con el Espíritu Santo, una voluntad eficaz de cumplirlos con fidelidad. La ofensa a Dios, ¿qué digo? El pensamiento de contristar voluntariamente al Espíritu Santo me parece una monstruosidad imposible en adelante” [53]. Estas palabras expresan inequívocamente la importancia de dicha experiencia para el fundador y la relación muy personal que mantiene con el Espíritu Santo.

c. Los otros sacramentos.

Los textos que mencionan la presencia del Espíritu en los otros sacramentos son más raros, y se comprende.

El bautismo es una renovación por el agua y el Espíritu, indispensable para entrar en el Reino de los cielos: “Todos los que hemos sido bautizados en un mismo Espíritu [1 Co 12, 13], juntamente con él no somos más que los miembros de ese cuerpo que es el suyo” [54]. “Todo el misterio de la regeneración del hombre en el agua y en el Espíritu Santo (Jn 3, 5), ese misterio que es el de la resurrección espiritual por el bautismo queda magníficamente descrito en las oraciones y los ritos de esa ceremonia” [55].

Hay por lo menos una referencia al papel del Espíritu en el matrimonio [56] y otra sobre su presencia en el sacramento de los enfermos que Eugenio llama “la unción del Espíritu Santo” [57].

7. EL ESPIRITU Y LA MISION

El Espíritu está también en el origen y en el centro de la misión de la Iglesia. Esta es una convicción muy grata al corazón del fundador, cuyo carisma es esencialmente apostólico y misionero. Sin presentar ninguna síntesis sobre este punto, hace frecuentes referencias a él en sus escritos, ya hablando de sí mismo, ya describiendo la actividad de los misioneros.

Agrupando estos breves pasajes, se puede captar lo importante que era para Eugenio la acción del Espíritu en la misión. Podríamos incluso deducir de ahí principios espirituales muy fecundos para una doctrina coherente sobre una acción verdaderamente espiritual en la vida de un misionero oblato.

Varias veces evoca el fundador la bajada milagrosa del Espíritu sobre los Apóstoles en Pentecostés, para abrasarlos en su amor y proyectarlos a la conquista del mundo. No vacila en afirmar que Pentecostés con todas sus maravillas continúa hoy en el trabajo de los misioneros. Esta convicción se encuentra en él ya en el tiempo de su seminario y estará presente hasta el fin. En una conferencia de 1811 evoca “[…] el recuerdo del descenso milagroso del Espíritu Santo sobre los Apóstoles congregados con María y los otros discípulos en el cenáculo” y prosigue: “Ustedes debieron de experimentar que no se trataba solo de celebrar el recuerdo de una época gloriosa, pues sin duda han participado en los mismos favores que se derramaron sobre los discípulos reunidos […]” [58].

En 1817 el fundador escribe al P. Tempier acerca de los nuevos novicios: “No deben perder de vista […] que todas sus acciones deben ser hechas con la disposición en que se hallaban los Apóstoles cuando estaban en el cenáculo esperando que el Espíritu Santo viniera, abrasándolos en su amor, a darles la señal de volar a la conquista del mundo etc.” [59]

Más tarde, al comprobar las maravillas operadas por los misioneros en América, en Ceilán, en Africa y en otras partes, escribe al P.Le Bihan: “[…] sabe usted que nuestros misioneros participan siempre de algún modo en el milagro de Pentecostés” [60].

El fundador anima al P. Pascual Ricard a quien ha designado para las misiones del Oregón: “No le digo nada de lo magnífico que es a los ojos de la fe el ministerio que usted va a cumplir. Hay que remontarse hasta la cuna del cristianismo para encontrar algo comparable. Va usted asociado a un apóstol [Mons. Blanchet] y las mismas maravillas que fueron realizadas por los primeros discípulos de Jesucristo se renovarán en nuestros días por medio de vosotros, mis queridos hijos, a quienes la Providencia ha escogido entre tantos otros para anunciar la buena nueva […] Ese es el auténtico apostolado que se renueva en nuestro tiempo” [61].

Se llena de admiración ante el apostolado del P. Enrique Faraud en el Río Rojo: “Pero también qué recompensa ya en este mundo al considerar los prodigios operados por la virtud de vuestro ministerio. Hay que remontarse hasta la primera predicación de San Pedro para encontrar algo semejante. Apóstol como él, enviado para anunciar la Buena Nueva a esas naciones salvajes, el primero en hablarles de Dios, en darles a conocer a Jesús Salvador, en mostrarles el camino que lleva a la salvación y en regenerarles en las santas aguas del bautismo, hay que postrarse ante usted porque es tan privilegiado entre sus hermanos en la Iglesia de Dios, para obrar esos milagros” [62].

El Espíritu que descendió sobre San Pedro y los Apóstoles al comienzo de la Iglesia para lanzarlos a la conquista del mundo continúa llenando el corazón de los oblatos de amor y de celo para anunciar el Evangelio y realizar maravillas hoy. Pentecostés continúa todos los días en el ministerio de los misioneros. Estos contribuyen a hacer llegar la nueva creación del Espíritu que renueva la faz de la tierra.

Estas consideraciones convergen con una idea maestra del fundador, a saber, que los oblatos son “hombres apostólicos”, que siguen las huellas de los Apóstoles, sus primeros padres [63]. Marchar “por las huellas de los Apóstoles” significa imitar sus virtudes, pero también recibir como ellos el Espíritu de Pentecostés. “Deben saber que su ministerio es la continuación del ministerio apostólico y que se trata nada menos que de hacer milagros” [64]. En 1819 el fundador escribe al joven sacerdote José A. Viguier para invitarlo a unirse a los Misioneros de Provenza: “El misionero, por ser llamado al ministerio propiamente apostólico, debe buscar la perfección. El Señor le destina a renovar entre sus contemporáneos las maravillas obradas antaño por los primeros predicadores del Evangelio. Debe, pues, seguir las huellas de ellos, firmemente persuadido de que los milagros que debe hacer no son efecto de su elocuencia sino de la gracia del Todopoderoso que se comunica por medio de él […]” [65].

Exhorta a los misioneros del vicariato de Colombo ante las dificultades de su ministerio: “Estáis destinados a ser apóstoles, alimentad, pues, en vuestros corazones el fuego sagrado que el Espíritu Santo enciende en ellos” [66].

Veamos ahora más en detalle en qué forma actúa el Espíritu en el ministerio de Eugenio y de los oblatos.

La llamada a la vida apostólica es una elección gratuita que viene de la sola misericordia de Dios. A veces Eugenio hace la conexión entre esa llamada y el Espíritu Santo. Desde el seminario de San Sulpicio expone a su madre que se siente “fuertemente impulsado por el Espíritu de Dios a imitar la vida activa de Jesucristo, enseñando su divina doctrina a los pueblos […]” [67]. En mayo de 1824 durante un retiro, nota la influencia que ha ejercido en él la lectura, que había hecho ocho o nueve años antes, de la vida del beato Leonardo de Puerto Mauricio. Escribe: “[…] esta misma lectura […] tal vez me había comunicado, sin que me diera cuenta, el espíritu que me llevó poco después, es decir, pasados unos tres años, a seguir la misma carrera, a ejercer al menos el mismo ministerio que él […]” [68].

Cuando el Espíritu llama a alguien a la vida apostólica, le da todo lo que es necesario. El fundador tranquiliza al P. Semeria: “No es usted quien se ha llamado. Dios le dará todo lo que le hace falta para llevar su barca a buen puerto. Confíese a su bondad y a sus promesas, pídale sin cesar la luz de su Espíritu y vaya adelante sin miedo en nombre del Señor” [69].

El Espíritu invade entonces a la persona, la llena de los dones que le hacen falta en el ministerio, la reviste de amor y de fortaleza para permitirle superar las dificultades. La consagración episcopal de Mons. de Mazenod es un hermoso ejemplo de esa invasión del Espíritu. Durante su retiro preparatorio al episcopado, el futuro obispo aguarda al Espíritu vivificante que le “perfeccionará” y le hará verdaderamente profeta, rey y pontífice [70]. El Espíritu abre todavía más su corazón a la dimensión universal, le comunica el espíritu del divino Pastor. “[…] ungido y consagrado […], escribe en sus notas de retiro, para entrar a participar de la solicitud de las Iglesias […]” [71].

Después el Espíritu envía a la persona a su misión, como envió a los Apóstoles a la salida del cenáculo. En la Instruction pastorale sur les missions, de 1844 leemos estas palabras que evocan la divisa de Mons. de Mazenod y de los oblatos: “Se nota que el Espíritu de Dios ha descansado sobre ellos para hacerles evangelizar a los pobres […]” [72]. El Espíritu que construye la Iglesia envía a los Apóstoles a anunciar la buena nueva y a servir al Pueblo de Dios.

A la luz de estas consideraciones sería interesante releer un párrafo clave del Prefacio de las Constituciones: “¿Qué hizo, en realidad, nuestro Señor Jesucristo cuando quiso convertir el mundo? Escogió a unos cuantos apóstoles y discípulos, que él mismo formó en la piedad y llenó de su espíritu, y una vez instruidos en su doctrina, los envió a la conquista del mundo […]” [73]. Es posible que Eugenio, al escribir esas palabras, haya percibido el nexo que se da entre “el espíritu de Jesucristo”, es decir, su manera de pensar, de amar y de obrar, y el Espíritu Santo enviado por el Salvador a sus discípulos después de su Resurrección [74].

El poder del Espíritu sigue presente durante todo el ministerio y en sus diversas actividades. El Espíritu empuja a los sacerdotes a proclamar la Palabra con poder, a repartir el pan espiritual en lugar del mismo Jesucristo, a dar a conocer qué amable es el Salvador, a decir sin cesar la Palabra que es espíritu y vida y capaz de vivificar a quienes la acogen [75].

Él inspira y conduce en todo: en la administración del bautismo y de los otros sacramentos, en los diversos combates de la vida cotidiana, en todos los aspectos del ministerio.

A él es a quien se ha de atribuir la fecundidad de la vida misionera. La virtud del Espíritu santificador “se ha vinculado manifiestamente al ministerio de esos hombres encargados de cumplir un gran designio de misericordia” [76]y eso es lo que explica los frutos de su trabajo y las maravillas que se producen.

Eugenio de Mazenod pudo aprovecharse en su juventud del ministerio espiritual de un verdadero apóstol cuando estuvo en Venecia. En sus recuerdos de familia escribe: “¿ Podré algún día dar bastantes gracias a Dios infinitamente bueno por haberme procurado esa ayuda precisamente en la edad más escabrosa de la vida, época decisiva para mí, en la que, por obra de un hombre de Dios, se pusieron en mi alma preparada por su mano hábil y por la gracia del Espíritu Santo del cual él era instrumento, los fundamentos de religión y de piedad sobre los cuales la misericordia de Dios ha construido el edificio de mi vida espiritual […]?” [77].

La presencia del Espíritu en su vida invita al hombre apostólico a obrar lo más posible en dependencia del Espíritu y a alimentar con la oración y la fidelidad constante el fuego sagrado que lo habita.

8. EL ESPIRITU SANTO Y LA VIRGEN MARIA

En una conferencia pronunciada en París en 1811, Eugenio evoca “[…]el recuerdo de la bajada milagrosa del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos con María y los otros discípulos en el cenáculo” [78]. Luego agrega que el mismo Espíritu baja hoy de nuevo sobre quienes quieren acogerlo, y podemos añadir nosotros: siguiendo a María y a los Apóstoles.

Consagrado obispo, describe el día de la Anunciación de 1837, lo que él vivió en la primera ordenación que confirió, que fue la del P. Casimiro Aubert: “Me parecía que con el Espíritu Santo que descendía sobre él y con la virtud del Altísimo que iba a envolver todo su ser, pues se pueden aplicar a esta operación divina que transforma en cierto modo el alma del neopresbítero fecundándola, las palabras del Angel a la Madre de Dios, me parece, digo, que mi propio espíritu se le comunicaba […]” [79].

Con ocasión de la inauguración del monumento en honor de la Inmaculada Concepción en Marsella el año 1857, evoca “la gloriosa imagen de María Inmaculada, llevando en la mano el símbolo de su inocencia original, mientras el Espíritu Santo reposa sobre su corazón para colmarlo de sus gracias e inspirar todos sus movimientos” [80]. El Espíritu Santo descansa en el corazón de María, lo llena de sus gracias e inspira todos sus movimientos.

También es el Espíritu Santo quien inspira a la Iglesia y al Papa en la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción, proclamación muy grata al corazón de Mons. de Mazenod: “[…] cuando el Espíritu Santo no solo ora en ella como siempre con gemidos inefables, sino que también, inspirándola y moviéndola a actuar con una solemnidad inaudita, le da otorgar una magnífica e imperecedera corona a la Santísima Virgen […]” [81]. El obispo de Marsella afirma, en la misma pastoral, que el Espíritu de Dios que habita en “quienes han adherido su corazón a las cosas divinas […], les da el sentido de ellas, y así conocen el valor inmenso de todo lo que es grato a la piedad [es decir, aquí, de la Inmaculada Concepción] […]” [82]. Él ve la palabra infalible del Papa como una “chispa […] o mejor un rayo del Espíritu Santo que, bajando del cielo sobre la Santa Sede, se habría extendido en seguida hasta nosotros para excitar todos los corazones” [83].

9. EL ESPIRITU Y LA CONGREGACION DE LOS OBLATOS

El concilio Vaticano II puso de relieve el papel del Espíritu Santo en los carismas y, entre otros, en los carismas de los fundadores y de las comunidades religiosas. No hay que esperar que nos encontremos con ese vocabulario en el siglo XIX, en Eugenio de Mazenod. Pero queda en pie que él atribuye sin duda alguna la fundación de su comunidad a la acción del Espíritu Santo.

Hemos visto cómo el Espíritu lo ha llamado a la vida apostólica y lo preparó para su función de fundador. El atribuye la fundación de la comunidad de los Misioneros de Provenza a una “fuerte sacudida externa” [84]. En la expresión no se dice explícitamente la palabra “Espíritu”, pero es claro que se trata de una inspiración especial del Espíritu Santo [85].

Atribuye también al Espíritu Santo la redacción de la Regla; él mismo se ve como simple instrumento. Es lo que afirmará desde Roma en carta al P. Tempier el día siguiente a la aprobación del Instituto por León XII: “El Papa, al aprobarlas [las Reglas], se ha hecho garante de ellas. Aquél de quien Dios se sirvió para redactarlas, desaparece; hoy es seguro que él no era más que el instrumento mecánico que el Espíritu de Dios manejaba para manifestar el camino que deseaba siguieran aquellos que él había predestinado y preordenado para la obra de su misericordia, llamándolos a formar y mantener nuestra pequeña, pobre y modesta Sociedad” [86].

En cuanto a la aprobación pontificia de su comunidad, Eugenio no vacila en afirmar que fue el Espíritu quien inspiró al jefe de la Iglesia. En este asunto del que dependía “[…] la salvación de innumerables almas” [87], el Espíritu Santo ha actuado: “[…] esta resolución, nadie se la ha inspirado; me engaño, el Espíritu Santo que le asiste es el único que ha podido hacerla nacer en su alma y dirigir su voluntad para que persistiera en ella hasta el fin […]” [88].

Más tarde, el Espíritu continúa inspirando las decisiones del superior general para el bien de su Congregación. Los superiores son invitados “[…] a obrar siempre bajo la impresión del Espíritu Santo delante de Dios […]” [89] y a mantener entre los oblatos “la unidad del Espíritu Santo en el vínculo de la paz […]” [90].

La profesión religiosa es un momento privilegiado para recibir al Espíritu. En una carta a Mons. I. Bourget, de Montreal, el fundador se refiere a la ceremonia de oblación del P. J. C. Léonard: “Parece que el Espíritu Santo ha derramado a manos llenas sobre el nuevo oblato la unción de sus más dulces comunicaciones” [91]. En otra ocasión escribe al P. Semeria: “[…] sé que como él estás impregnado del espíritu religioso que se infundió en tu alma el día de tu profesión y que se ha desarrollado por la gracia de Dios y la comunicación del Espíritu Santo en todo el curso de la vida religiosa” [92].

Como se ve, a los ojos del fundador, el Espíritu está siempre presente en la vida de la Congregación, aunque esto no se mencione a menudo en forma explícita.

Mons. de Mazenod emplea bastante expresiones tales como “el espíritu propio de nuestra Congregación” [93], “el espíritu encerrado en nuestras Reglas” [94], “ese espíritu interior que es tan necesario a los obreros evangélicos” [95] o también “el espíritu de Jesucristo” [96]. Parece claro que se deba interpretar la palabra “espíritu” en esas expresiones como indicando el conjunto de disposiciones, ideas y sentimientos que caracterizan la manera de ser y de obrar de un grupo o de una persona [97]. Pero esto no quiere decir que haya que excluir toda referencia a la Persona del Espíritu Santo en esos textos. El nexo entre “espíritu” y “Espíritu”, tercera Persona de la Trinidad, está presente explícitamente en el discurso del obispo de Marsella en la clausura del concilio provincial de 1850: “En ninguna parte se llevó a cabo la reforma del concilio de Trento con más perfección que en Francia. Sobre todo el espíritu de aquella santa asamblea está muy vivo en nuestro clero. Es el mismo espíritu de Dios quien obra poderosamente para la santificación de los elegidos, para la obra del santo ministerio y para la edificación del cuerpo de Jesucristo [ Ef 4, 12]” [98].

Por último, todo lo que Mons. de Mazenod dice de la acción del Espíritu Santo en todo cristiano y en todo apóstol vale también para los oblatos, lo mismo que las invitaciones a invocar al Espíritu y a serle fieles, de las que vamos a hablar ahora.

10. LA ORACION AL ESPIRITU SANTO

Eugenio está profundamente convencido de la necesidad de invocar con frecuencia al Espíritu Santo. El mismo lo hace fielmente y recomienda a los demás esa práctica.

Sabemos que rezó al Espíritu Santo a menudo y de manera más explícita en la ocasión de su confirmación en Turín, antes de recibir las órdenes sagradas, cuando la predicación de las misiones y antes de conferir él mismo la confirmación y el orden. Apreciaba la fiesta litúrgica de Pentecostés y trataba de prepararse a ella con una oración más ferviente. Sin duda ponía en práctica el consejo que daba a otros de pedir de continuo las luces del Espíritu [99]. Su devoción al Espíritu se encarna y se expresa en prácticas concretas como el rezo del Veni Creator Spiritus, del Veni Sancte Spiritus y la celebración de la misa votiva del Espíritu Santo. A través de estas fórmulas de oración expresa la conciencia de su debilidad y su necesidad radical de la ayuda del Espíritu. Es significativo el hecho de que la víspera de su muerte, acaecida el 21 de mayo de 1861, pide al P. Mouchette que le rece el Veni Creator y la secuencia de Pentecostés, cuya octava se estaba celebrando [100].

En muchas ocasiones recomienda a otros la invocación confiada y perseverante al Espíritu Santo. A los miembros de la Asociación de la Juventud cristiana de Aix les pide que recen al Espíritu al comienzo de las asambleas, antes de la lectura espiritual y cuando hay elecciones.

A menudo invita a los oblatos a implorar la ayuda del Espíritu en sus necesidades particulares, al comienzo de las misiones, cuando hay capítulos y elecciones, en preparación para las grandes fiestas litúrgicas y en toda su vida. El Directorio de los novicios, redactado probablemente entre 1831 y 1835, que el fundador ciertamente aprobó y alentó, describe “la devoción al Espíritu Santo” que se presentaba a los novicios:

“Entre las adorables personas de la Santísima Trinidad, harán profesión de un culto especial al Espíritu Santo; es una de las devociones más caras a las almas interiores y con mucha razón. Porque ¿cómo dar un paso en el camino de Dios, cómo comprender algo de los secretos de la vida espiritual, si uno no es iniciado por ese divino Espíritu que se encarga de la santificación de las almas y que no solo es la fuente de todas las gracias sino también la gracia misma? Solo con sus divinas claridades puede el espíritu del hombre ser iluminado acerca de las verdades de la Fe y solo con las llamas puras de su amor puede extinguir los fuegos de la concupiscencia. Pero sobre todo cuando uno quiere entrar en la vida interior que debe ser nuestra única vida, hay necesidad de una asistencia especial del Espíritu Santo, pues solo él puede conducirnos a esa vida, que no es otra cosa que el establecimiento perfecto de su reino en el alma. La pureza de corazón, el espíritu de oración, el recogimiento, la fidelidad a la gracia ¿qué son sino diversas acciones del Espíritu divino que se adueñó de nuestra alma? Los novicios, pues, tratarán de estar animados de una gran devoción hacia esta adorable persona de la Santísima Trinidad; desearán vivamente que él venga a establecer su morada en sus corazones; le invocarán con frecuentes suspiros y se aplicarán fielmente a seguir todas sus inspiraciones, reprochándose como una falta grave la menor negligencia en este campo. Gustarán de ser conducidos en todo por sus diversos atractivos y siempre harán que los gustos y las repugnancias de la naturaleza cedan a los movimientos de la gracia celeste.

Respecto a las prácticas exteriores en su honor, cuidarán de rezar con mucha devoción el Veni Sancte Spiritus,etc. al comienzo de todos sus actos. Sería bueno que aprendieran de memoria la secuencia tan hermosa y conmovedora de Pentecostés: Veni Sancte Spiritus, et emitte caelitus, etc. Podrían decir algunos versículos durante el día, en forma de oración jaculatoria y según las disposiciones de su alma: en la tristeza, clamarán con el autor: Consolator optime,etc.; para obtener alguna luz en las dudas y la oscuridad: O lux beatissima, etc. y así seguidamente las otras estrofas. Los novicios celebrarán con especial devoción las fiestas de Pentecostés; se dispondrán a ellas con una preparación más que ordinaria y durante la octava habrá un ejercicio especial en su oratorio, para honrar al Espíritu Santo, dirigirle fervientes plegarias y pedirle una gracia particular según sus necesidades” [101].

Mons. de Mazenod y los primeros oblatos rezaban también cada día al Espíritu Santo en la liturgia y en los ejercicios de piedad. Las fórmulas trinitarias abundan en la celebración de la Eucaristía, en las fórmulas del bautismo y de la absolución y en las bendiciones. El fundador quiso legar a sus oblatos la oración de la mañana que él mismo había utilizado durante su seminario en París. Esta oración, compuesta por el Sr. Olier, es esencialmente trinitaria: se dirige por turno al Padre eterno, al Verbo, Hijo de Dios y al Espíritu divino.

Finalmente, las cartas pastorales y las instrucciones del obispo de Marsella a su clero y a sus fieles recuerdan la necesidad de invocar las luces y la asistencia del Espíritu Santo con misas votivas, oraciones y el rezo del Veni Creator, y esto cuando hay acontecimientos especiales, asambleas o sínodos y para la celebración de la confirmación.

11. LA FIDELIDAD AL ESPIRITU

La riqueza del don del Espíritu que él ha recibido suscita en el corazón de Eugenio el deseo de ser fiel a las inspiraciones del mismo. Varias veces invita a otras personas a ser fieles al Espíritu y a obrar siempre bajo su “impresión” [102]. Pero sobre todo se ve en sus escritos su propio deseo de corresponder al Espíritu y esto principalmente con ocasión de sus retiros.

El Espíritu quiere ser el dueño absoluto de todo: por eso no hay que contrariarlo o poner obstáculos a su acción. Hay que evitar “contristar al Espíritu” [103] o serle infiel rehusando responder a sus deseos.

Con su sentido agudo del pecado personal, Eugenio gime por sus propias infidelidades a la acción del Espíritu en su vida. Por otra parte, reconoce que ha correspondido a las inspiraciones del Espíritu y expresa un ardiente deseo de hacerlo cada vez más. Quiere ser fiel a los menores movimientos del Espíritu para dejarle actuar libremente en él y para ello está dispuesto a purificar sin cesar su corazón de toda búsqueda de sí mismo fuera de Dios. Así escribe durante su retiro de 1818: “¿No será que he contristado al Espíritu Santo hasta ahora, no respondiendo a lo que quiere de mí? Que no suceda más así: mostradme, os conjuro, el camino que debo seguir, iluminadme con vuestra luz, dadme la inteligencia para conocer vuestra voluntad y para marchar por los caminos de vuestros mandamientos” [104].

Durante su retiro preparatorio al episcopado en 1832 se examina atentamente sobre su respuesta a las inspiraciones del Espíritu: “[…] me será provechoso examinar con atención la conducta del Espíritu Santo en mí ya cuando mi ordenación, ya en el decurso de mi ministerio sacerdotal, y de la correspondencia por un lado y de las infidelidades por otro respecto a las abundantes comunicaciones de su gracia. Descubriré así el desperdicio ocasionado por mi falta, lo lamentaré amargamente ante Dios y, lleno de confianza en su misericordia, osaré esperar que ese Espíritu vivificante que va a bajar a mi alma, rehará todo lo que yo he dejado estropearse, reanimará, fortalecerá, consolidará y perfeccionará todo en mí […] [105]“.

Visiblemente inspirado durante su retiro preparatorio a la toma de posesión de la sede episcopal de Marsella, expresa así su generoso abandono a la acción del Espíritu: “Importa, pues, bajar al propio interior para purificarlo de toda imperfección y arrancar todo lo que pudiera poner obstáculo a la operación del Espíritu Santo. Ese divino Espíritu es quien debe ser en adelante el dueño absoluto de mi alma, el único motor de mis pensamientos, de mis deseos, de mis afectos, de toda mi voluntad. Debo estar atento a todas sus inspiraciones, escucharlas primero en el silencio de la oración, y luego seguirlas y obedecerlas en la acción que ellas determinan. Evitar con cuidado todo lo que pudiera contristarle y debilitar el influjo de su poder sobre mí” [106].

12. FUENTES DE LA DOCTRINA SOBRE EL ESPIRITU

Entre las fuentes de la doctrina del Espíritu para Eugenio de Mazenod hay que mencionar en primer lugar la Sagrada Escritura. Eugenio conoce bien la Palabra de Dios que ha estudiado y orado intensamente; está profundamente convencido de que es el Espíritu de Dios quien nos habla a través de las palabras de la Escritura. Cita muchos textos alusivos al Espíritu Santo, tomados sobre todo de las cartas de Pablo ( Romanos, Corintios, Efesios), del evangelio de Juan y de los Hechos (principalmente respecto a Pentecostés). A más de las citas explícitas, se pueden notar muchas referencias implícitas a pasajes bíblicos.

La liturgia constituye otra fuente importante, especialmente los textos del Pontifical para la confirmación y las órdenes sagradas, la misa de Pentecostés y los himnos al Espíritu que alimentaron la oración del fundador hasta el fin.

Es inevitable que el pensamiento del P. de Mazenod esté marcado por los autores de teología y espiritualidad de su tiempo. Una ojeada somera al manual de teología del canónigo Luis Bailly, que estaba en uso en el seminario de San Sulpicio cuando Eugenio estudiaba, revela muchas semejanzas con el vocabulario y el pensamiento de éste [107]. Es interesante también destacar las semejanzas entre la doctrina del Catéchisme du diocèse de Marseille y la del obispo que lo promulgó en 1849 [108].

Recordemos también la influencia de la escuela francesa de espiritualidad, especialmente por la adopción de las oraciones trinitarias del Sr. Olier.

Por último, entre las fuentes de la doctrina de Eugenio sobre el Espíritu, no hay que dejar de mencionar la experiencia del Espíritu en su propia vida y en la vida de los otros. Su relación personal con el Espíritu Santo y lo que él observa en los oblatos y en otros cristianos [109] le han llevado a dar un contenido más profundo y significativo a las fórmulas que había heredado de su ambiente. Podemos sin duda aplicar aquí lo que Juan Leflon dice acerca de los estudios de Eugenio: “Eugenio de Mazenod no es un especulativo; durante toda su vida será un realizador; […] no irá por la doctrina a la práctica; al contrario será la práctica la que le permitirá abrirse a la doctrina; vivirá ésta por haberse atenido a aquélla” [110].

13. VISION DE CONJUNTO

El fundador habla relativamente poco del Espíritu Santo; pero es indudable que su relación con el Espíritu es real e importante, sin ser, con todo, “extraordinaria” o fuera de lo común. El Espíritu anima su vida de cristiano, de sacerdote, de misionero y de obispo, y está a menudo presente en su pensamiento.

Eugenio percibe al Espíritu como a quien bajó sobre los Apóstoles en Pentecostés y sigue animando a la Iglesia y a sus miembros. El Espíritu se complace en habitar en el corazón de los cristianos y actúa poderosamente en su vida. Transforma a las personas y derrama sus dones con abundancia a través de los sacramentos (sobre todo la confirmación y el orden) y de muchas otras formas. Es el amor y el fuego interior de donde surge toda actividad misionera. Él es quien está en el origen de la fundación de los Misioneros de Provenza. Eugenio recomienda con frecuencia la invocación al Espíritu y la fidelidad generosa a sus inspiraciones.

Para describir su experiencia del Espíritu, el obispo de Marsella toma conceptos y expresiones vinculadas a una época particular de la historia religiosa, pero la realidad que está detrás de esa terminología es un valor esencial que pertenece a la naturaleza misma de la vida cristiana y religiosa.

EL ESPÍRITU SANTO Y LAS CONSTITUCIONES Y REGLAS DE 1982

Las Constituciones y Reglas de 1982reflejan bien la nueva sensibilidad a la actuación del Espíritu que es propia de nuestro tiempo. Hay en ellas quince referencias explícitas al Espíritu en la vida del oblato [111]. Además, varios otros textos pueden ser leídos y profundizados a la luz del Espíritu Santo, como, por ejemplo, lo que concierne al discernimiento, a la disponibilidad y al carisma.

Las ediciones precedentes de las Constituciones hablaban muy poco del Espíritu Santo. En la Regla redactada por el fundador en 1818 se hallan sólo estas palabras “que él llenó de su espíritu” en el famoso Nota bene del capítulo 1 de la primera parte [112], y las prescripciones acerca de la celebración de la Misa del Espíritu Santo y del rezo del Veni Creator al comienzo de los Capítulos generales y de las Misiones [113].

En la presentación de las Constituciones de 1928, el Papa Pío XI escribe: “[…] en el curso de los siglos, según las ocasiones que se presentan y las necesidades de los pueblos, Dios bondadoso continuamente suscita, vivifica y dilata en su Iglesia a grupos de hombres por él elegidos quienes, émulos de los apóstoles de los primeros siglos y animados del mismo espíritu, dejando su patria, van a llevar la luz de Cristo a las regiones lejanas […]” [114]. En el texto mismo de las Constituciones no se encuentra más sobre el Espíritu que lo que hay en la primera Regla escrita por el fundador [115].

Las Constituciones de 1966, profundamente influenciadas por el Vaticano II, inician un viraje importante en cuanto a la presencia de textos sobre el Espíritu Santo. Diez pasajes muy claros sobre el Espíritu dan una iluminación nueva al conjunto del documento [116]. Este cambio en la forma de presentar el papel del Espíritu en la vida del oblato fue puesto de relieve por el P. Mauricio Gilbert en un artículo publicado en Etudes Oblates en 1967 [117] y por los autores del comentario sobre dichas Constituciones titulado: Dans une volonté de renouveau [118].

1. PRESENTACION

La presentación de las Constituciones de 1982 nos mete de golpe en el corazón mismo del carisma oblato: “Nuestro Señor Jesucristo, en la plenitud de los tiempos, fue enviado por el Padre y colmado del Espíritu ‘para dar la buena noticia a los pobres […]’ (Lc 4, 18 s.) […] Este fue el llamamiento que oyó San Eugenio de Mazenod. Abrasado de amor a Cristo y a su Iglesia, quedó hondamente impresionado por el abandono en que estaba el pueblo de Dios” [119]. Para cumplir su misión entre los pobres, Jesucristo fue enviado por el Padre y colmado del Espíritu. Los discípulos de Jesucristo: sus apóstoles primero y muchos otros cristianos, entre ellos Eugenio de Mazenod y sus oblatos, han sido también llamados por el Padre y revestidos del Espíritu de Pentecostés, para ser enviados sucesivamente a la misión entre los pobres.

2. LA MISION DE LA CONGREGACION

Los oblatos se comprometen, siguiendo a los Apóstoles, reunidos en torno al Salvador, a “[…]revivir la unidad de los Apóstoles con él y la común misión en su Espíritu” (C 3). La misión de los oblatos es obra del Espíritu: viene de él y se vive en él y con él.

El capítulo 1 sobre la misión de la Congregación termina con un artículo sobre María Inmaculada, Patrona de la Congregación (C 10). Es el primero de los tres pasajes que muestran la conexión que existe entre la Virgen María, el Espíritu Santo y el oblato. Se dice aquí que ella fue “dócil al Espíritu” y que eso la llevó a consagrarse por entero a la persona y a la obra del Salvador. En ella “los oblatos reconocen el modelo de la fe de la Iglesia y de la suya propia”. Son, por tanto, invitados a seguir a María en su docilidad al Espíritu Santo y en su consagración al Salvador.

La R 9 presenta un ejemplo concreto de la misión vivida en el Espíritu: “El impulso del Espíritu puede llevar a algunos oblatos a identificarse con los pobres hasta el punto de compartir su vida y su compromiso en pro de la justicia; a otros, a estar presentes allí donde se toman las decisiones que influyen en el provenir del mundo de los pobres. En cada caso, se hará un discernimiento serio a la luz de las directrices de la Iglesia y recibirán misión de los superiores para este ministerio”. El Espíritu conduce a los oblatos y los inspira en su misión, lo cual supone un discernimiento constante y atento de sus llamadas.

3. VIDA RELIGIOSA APOSTOLICA

El segundo capítulo de las Constituciones trata de lavida religiosa apostólica. Se nos recuerda que los oblatos “escogen el camino de los consejos evangélicos” (C 12). Inmediatamente después (C 13) se nos presenta a María Inmaculada como “el modelo y la salvaguardia de nuestra vida consagrada”. ¿Cómo es modelo? “[…] por su respuesta de fe y su total disponibilidad a la llamada del Espíritu”. Los oblatos encuentran, pues, ventaja en contemplar la respuesta fiel de María a la llamada del Espíritu, respuesta que se expresa en su manera de vivir la castidad, la pobreza, la obediencia y la perseverancia en su compromiso.

La conexión entre el Espíritu y los consejos evangélicos se vuelve más explícita en los artículos sobre la pobreza, la obediencia y la perseverancia .

La pobreza (C 21): “Animados por el Espíritu que impulsaba a los primeros cristianos a compartirlo todo, los oblatos lo ponen todo en común”. El Espíritu del Resucitado, recibido en Pentecostés, animaba a los primeros cristianos y los impulsaba a compartir sus bienes. El mismo Espíritu mueve también hoy a los oblatos y los invita a ponerlo todo en común en un estilo de vida sencillo, ofreciendo así “un testimonio colectivo de desprendimiento evangélico”.

La obediencia (C 25): “Nuestra vida es dirigida por las exigencias de nuestra misión apostólica y por las llamadas del Espíritu, ya presente en aquéllos a quienes somos enviados”. Este artículo nos recuerda que el Espíritu ya está presente y actúa en las personas a las que los oblatos son enviados. No se trata, entonces, de llevarles el Espíritu de Cristo que no habrían recibido aún, sino más bien de revelarles la plenitud de esa presencia. La obediencia de los oblatos, que es respuesta al Espíritu, implicará la escucha atenta de las llamadas del Espíritu a través de las personas y de los acontecimientos. Esta invitación evoca la actitud del fundador que percibió los llamamientos de Dios a través de las necesidades de la Iglesia de su tiempo.

La perseverancia (C 29): “El Señor Jesús, ‘habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo’ (Jn 13, 1). Su Espíritu invita sin cesar a todos los cristianos a perseverar en el amor. Este mismo Espíritu nos impulsa a vincularnos más estrechamente a la Congregación, de forma que nuestra fidelidad sea signo de la fidelidad de Cristo a su Padre”. Animado por el Espíritu, Jesús amó a los suyos hasta el extremo y dio su vida por la salvación del mundo. El mismo Espíritu de amor, derramado en el corazón de los cristianos y de los oblatos, intenta reproducir en ellos lo que hizo en Jesús. Les da fuerza y constancia en el amor. Incita a los oblatos a expresar la solidez del amor que pone en sus corazones ligándose para siempre a la Congregación por el voto de perseverancia.

Por supuesto, el Espíritu está también presente en la oración del oblato. Aquí nos encontramos con un tema fundamental de la teología del Espíritu, a saber, que es el Espíritu mismo quien viene a crear la oración en el corazón de los hijos de Dios [120]. Leemos en la C 32: “Como misioneros, alabamos al Señor según las variadas inspiraciones del Espíritu […]”. El Espíritu hace brotar la alabanza en el corazón de los misioneros oblatos, como lo hizo en Jesús. Leemos en Lc 10, 21: “En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: ‘Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños'”. Las inspiraciones del Espíritu son múltiples y diversas como lo son las situaciones misioneras vividas por los oblatos.

En la C 36 se evoca por tercera vez el nexo íntimo entre María, el Espíritu que nos guía y el oblato: “Intensificaremos nuestra intimidad con Cristo en unión con María Inmaculada, fiel servidora del Señor, y bajo la guía del Espíritu. Con ella contemplaremos los misterios del Verbo encarnado, particularmente en el rezo del Rosario”. El Espíritu conduce inevitablemente a Jesucristo, el Señor, de quien procede; él hace penetrar en las profundidades del misterio de Cristo y en la intimidad de su amistad. La Virgen María, por haberse abandonado totalmente al Espíritu que la cubrió con su sombra, se ha adentrado más que ningún ser humano en la intimidad con su Hijo Jesús. El oblato es invitado a dejarse invadir y guiar por el Espíritu, en unión con María, a fin de profundizar con ella esa intimidad con el Salvador. Especialmente, es exhortado a contemplar con ella los misterios de Verbo encarnado.

4. LA FORMACION

La segunda parte de las Constituciones trata de la formación y contiene algunos textos muy ricos sobre la función del Espíritu en la formación oblata, tanto primera como permanente. Ante todo, el primer artículo, la C 45: “Jesús formó personalmente a los discípulos que había elegido y los inició en los secretos del Reino de Dios (cf. Mc 4, 11). Para prepararlos a la misión, los asoció a su ministerio; y para fortalecer su celo, les envió su Espíritu. Este mismo Espíritu forma a Cristo en aquellos que se comprometen a seguir las huellas de los Apóstoles. Cuanto más los introduce en el misterio del Salvador y de su Iglesia, más los impulsa a consagrarse a la evangelización de los pobres”.

Se nos recuerda primero que Jesús formó personalmente a sus discípulos, los inició en los misterios del Reino de Dios, los asoció a su ministerio y, por último, que les envió su Espíritu, la fortaleza que viene de arriba, para afianzar su celo. Este pasaje resuena como un eco de las palabras del Prefacio: “¿Qué hizo nuestro Señor Jesucristo […]?”.

Seguidamente el artículo describe la acción del Espíritu en “aquellos que se comprometen a seguir las huellas de los Apóstoles”. Él “forma a Cristo” en ellos, pues se trata de formación; él los induce a penetrar el misterio de Cristo Salvador como sólo él puede hacerlo. Él los introduce en el misterio de la Iglesia “esta querida Esposa del Hijo de Dios” [121], de la cual es el alma y el principio de crecimiento. Y en la medida en que los lleva a adentrarse en el misterio del Salvador y de la Iglesia, los induce a consagrarse a la evangelización de los pobres. Él realiza así la divisa de los oblatos y hace que se vivan los principales elementos del carisma: la relación con Cristo Salvador y con la Iglesia, la misión, la evangelización de los pobres.

Para captar bien el impacto de este artículo, conviene ver la vida oblata y la formación como un don que recibir, como respuesta a una llamada. Dios llama, por su Espíritu, y es el Espíritu quien forma al candidato según su beneplácito [122].

Huelga decir que el oblato debe esforzarse por corresponder fielmente , por dejarse conducir por el Espíritu que habita en su corazón. Esta verdad se pone de relieve en la C 49: “[…] como sigue siendo cada cual el principal agente de su propio crecimiento, es preciso que cada oblato esté dispuesto a responder con generosidad a las inspiraciones del Espíritu, en cada etapa de su vida”. La actitud de receptividad y de acogida a las inspiraciones del Espíritu debe manifestarse en forma creciente en cada etapa de la vida del oblato, ya esté en formación primera, ya en plena actividad misionera, ya en el declinar de la vida.

La C 56 es una síntesis estupenda de la función del Espíritu en la vida del novicio, e incluso de todo oblato. El Espíritu vive en el corazón del novicio y le guía paulatinamente en su itinerario espiritual y oblato. Le hace crecer en amistad con Cristo y entrar gradualmente en el misterio de la salvación por medio de la oración y de la liturgia. Él es también quien le da escuchar al Señor en la Escritura, encontrarlo en la Eucaristía y descubrirlo también en las personas y en los acontecimientos. Por último, el Espíritu ayuda al novicio a reconocer su presencia y su acción en el carisma vivido por el fundador y transmitido luego a sus discípulos a través de la historia de la Congregación.

La C 68 nos recuerda que el Espíritu está siempre obrando en el mundo y que renueva la faz de la tierra: “Dios sigue actuando en el mundo, y su Palabra, fuente de vida, transforma a la humanidad para hacer de ella su Pueblo. Los oblatos, instrumentos de la Palabra, deben permanecer abiertos y flexibles; deben aprender a hacer frente a nuevas necesidades y a buscar soluciones a nuevos problemas. Lo harán en un constante discernimiento de la acción del Espíritu que renueva la faz de la tierra (Cf. Sal 104, 30)”.

El Espíritu actúa, no solo en las personas a las que son enviados los oblatos [123], sino en todo el universo, para hacer que llegue el Reino de Dios, ese mundo nuevo nacido de la resurrección [124]. Los oblatos deben aprender a discernir constantemente esa ación del Espíritu, es decir, a reconocer los signos de su presencia en el mundo. Esto supone, por parte de ellos, mucha flexibilidad y apertura.

El discernimiento del que aquí se trata es mencionado 18 veces en las Constituciones de 1982 [125]. Es una novedad respecto a las ediciones anteriores, excepto la de 1966 donde la palabra aparece 7 veces [126].

Esta exhortación frecuente a discernir las llamadas del Espíritu, recuerda a los oblatos que es necesaria una conversión constante del corazón, pues el discernimiento no nace espontáneamente; es un arte que se aprende, poco a poco, mediante la experiencia de la acción de Dios; es también, y sobre todo, un don que hay que pedir sin cesar a Dios. El P. Fernando Jetté describe bien la actitud espiritual requerida para vivir el discernimiento, en el comentario que hace de esta constitución, en Hombre apostólico [127].

5. LA ORGANIZACION DE LA CONGREGACION

La tercera parte de las Constituciones se refiere a la “organización de la Congregación”. Ya al comienzo se describe el espíritu que debe presidir en el gobierno entre los oblatos. En la C 72 se dice, entre otras cosas: “Todos somos solidariamente responsables de la vida y de apostolado de la comunidad. Juntos, pues, discernimos el llamamiento del Espíritu, tratamos de llegar a un consenso en los asuntos importantes, y apoyamos lealmente las decisiones tomadas. Un clima de mutua confianza nos ayudará a elaborar las decisiones con espíritu de colegialidad”.

Se trata aquí de discernimiento comunitario: “juntos” disciernen los oblatos las llamadas del Espíritu. Lo que aquí se nos propone es todo un modo de ser, de vivir y de gobernar. El discernimiento, vivido personalmente por cada oblato, culmina en un discernimiento comunitario o una búsqueda común de las orientaciones que producirán los frutos del Espíritu. La última frase del artículo insiste en una de las actitudes indispensables para el discernimiento comunitario: “un clima de mutua confianza”.

La última referencia explícita al Espíritu se halla en la sección que trata de la Administración general. La C 111 hace esta recomendación a los miembros de la Administración general: “Procurarán ante todo que la Congregación se mantenga fiel al impulso apostólico que el fundador le ha legado bajo la inspiración del Espíritu”. Es, a la vez, un reconocimiento del carácter esencialmente apostólico del carisma de Eugenio de Mazenod y una exhortación a permanecer fieles a ese impulso misionero que el fundador legó a la Congregación “bajo la inspiración del Espíritu”.

6. UN “SOPLO” NUEVO

Las Constituciones y Reglas de 1982 no presentan una teología sistemática del Espíritu: no es ése en absoluto su cometido. Recuerdan, sin embargo, que el Espíritu está presente en Jesucristo, en María, en los Apóstoles, en Mons. de Mazenod y sus discípulos, en las personas a las que son enviados los oblatos y en todo el universo. Este Espíritu de amor no cesa de obrar y de encaminar el mundo hacia su Plenitud. Hace que los oblatos se adentren en la intimidad del misterio de Cristo Salvador y de su Iglesia; les invita a vivir en profundidad los consejos evangélicos; da un poder nuevo a su actividad misionera y los lleva a alabar a Dios en su corazón a partir de esa misma actividad. Los oblatos son invitados a discernir las llamadas y las inspiraciones del Espíritu y a ser fieles a ellas, a ejemplo de María, y a vivir así su compromiso misionero en continua dependencia de ese mismo Espíritu.

Es claro que las referencias, breves pero pertinentes, al Espíritu Santo en estas Constituciones de 1982 son como un fermento o también un “soplo” nuevo capaz de vivificar todo el libro de las Constituciones. Estos pasajes, cuando son puestos en práctica, contienen el dinamismo necesario para renovar, no solo las Constituciones, sino también y sobre todo, la vida y la misión de todos los oblatos que prolongan, en el hoy del mundo, el carisma misionero de Eugenio de Mazenod.

RENACIMIENTO DEL ESPÍRITU Y CARISMA OBLATO

1. EL RENACIMIENTO DEL ESPIRITU

Nuestro siglo ha destacado en forma más explícita el puesto clave del Espíritu Santo en la teología y en la vida cristiana. Incluso se ha hablado de “retorno del Espíritu” y de “renacimiento del Espíritu”. Iniciado a finales del siglo pasado con la encíclica de León XIII Divinum illud munus [128], el renacimiento del Espíritu se ha enriquecido gracias a diversos movimientos renovadores en la Iglesia (bíblico, litúrgico, patrístico, teológico) y al influjo de la teología de la Iglesia de Oriente. El Concilio Vaticano II ha consagrado ese movimiento renovando profundamente la pneumatología. En la segunda mitad del siglo XX, los libros y los estudios sobre el Espíritu se han multiplicado y buen número de cristianos han vuelto a descubrir con provecho la acción del Espíritu en su oración y en su vida cotidiana.

Nos parece que la fidelidad al carisma del fundador implica, para el oblato de hoy, el deseo de vivir, según la propia gracia, una profunda experiencia del Espíritu, siguiendo las huellas de Eugenio de Mazenod a la vez que sabiendo aprovechar las grandes riquezas que nos ofrece la renovación actual del Espíritu.

Sin pretender presentar aquí una teología completa del Espíritu, querríamos recordar brevemente ciertas perspectivas que nos parecen especialmente fecundas para mejor vivir hoy la vida cristiana y oblata según el Espíritu de Dios.

En nuestros días, el lenguaje sobre el Espíritu se ha acercado más al lenguaje bíblico. Se ve al Espíritu como el soplo con el que Dios crea el universo y el ser humano, como el agua que purifica, como el fuego que quema, caldea e ilumina, como la vida, el poder y el amor de Dios que actúan en el mundo. El Nuevo Testamento, cima de la revelación sobre el Espíritu, nos muestra cómo el Espíritu del Padre está presente en Jesucristo y en el centro de la vida de los cristianos.

Jesús es concebido por obra del Espíritu Santo que cubre con su sombra a la Virgen María y la vuelve fecunda. En el momento de su bautismo en el Jordán, Jesús recibe en plenitud el Espíritu del Padre; es ungido, consagrado y enviado a su misión de anunciar la buena noticia a los pobres. Se deja conducir por el Espíritu al desierto, a la sinagoga y en todo su ministerio hasta el libre ofrecimiento de su vida por la salvación del mundo. Por su Resurrección, obra por excelencia del Espíritu del Padre, se vuelve él mismo espíritu vivificante y fuente del Espíritu para todos los que creen en él.

Pentecostés manifiesta con plena claridad la efusión del Espíritu sobre la Iglesia entera. Es el Espíritu de Dios quien construye y anima la Iglesia, quien da a los discípulos de Jesús la santidad y la comunión en el amor. Él habita en el corazón de los cristianos, intercede por ellos ante el Padre y da a cada uno conciencia de que es hijo amado de Dios clamando: “¡Abbá, Padre!”. Él introduce al hombre en la profundidad y la riqueza del misterio del Señor Jesús. Autor del mundo nuevo, nacido de la Resurrección, se hace fuente de la vida nueva de los hijos de Dios y prenda de la resurrección futura en pos de Jesús.

El dinamismo misionero de la Iglesia halla su origen en el Espíritu de Pentecostés [129]. “El carisma apostólico, escribe el P. F.-X. Durrwell, no se sobreañade a la gracia cristiana, le es inmanente. La vocación del apóstol se sitúa dentro de la llamada a la comunión con el Hijo (1 Co 1, 9), que es lo propio del cristiano” [130].

Los sacramentos son lugares privilegiados de la acción del Espíritu. Por el bautismo una persona es llamada a renacer “del agua y del Espíritu”; en la confirmación, recibe una plenitud del Espíritu; en la Eucaristía el celebrante invoca la venida transformadora del Espíritu en el momento de la epíclesis; por el orden, un cristiano queda transformado por el Poder de amor del Espíritu con vistas a un servicio de ministerio ordenado en la Iglesia; la unción del Espíritu actúa para el bien de los enfermos.

El poder del Espíritu se manifiesta en la jerarquía de la Iglesia, pero también en toda su dimensión carismática. Él suscita abundantemente los carismas más variados con miras al bien común y ayuda a vivirlos. Entre éstos, los carismas de los fundadores de comunidades religiosas y de sus seguidores ocupan un lugar preferente. La vida religiosa ha nacido del soplo de Pentecostés y brota en el corazón de ciertas personas bajo la dependencia del Espíritu. Por eso, sólo el Espíritu puede vivificarla y renovarla a fondo constantemente.

2. EL ESPIRITU Y EL CARISMA OBLATO

Se podrían pasar en revista todos los elementos de la vida y del carisma oblatos a fin de poner de relieve su relación íntima con el Espíritu.

Es el Espíritu Santo, autor del carisma oblato, quien siembra en el corazón de un cristiano grandes deseos de ser oblato y lo llama a compartir la vida de la comunidad; quien dirige su formación y su penetración progresiva en el carisma heredado de Mons. de Mazenod. Él lo centra en Jesucristo, en su relación filial con el Padre, en su Cruz y su Resurrección. Él acrecienta el deseo de seguir, como los Apóstoles, a Jesucristo, consagrado por el Espíritu para anunciar la buena nueva a los pobres. Él enriquece su actividad misionera con la fecundidad de los frutos del Espíritu.

Él abre el corazón del oblato a las necesidades del mundo entero, a ejemplo de su fundador. El le da leer con sabiduría “los signos de los tiempos”, discernir las llamadas más urgentes del tiempo actual y reconocer la acción del Espíritu no solo en el corazón de todo ser humano, sino también en la historia humana, en las culturas y en las religiones [131].

El Espíritu es también quien crea la comunión de las personas y hace posible el testimonio de una comunidad apostólica unida y expansiva.

Al comunicar el carisma a un oblato, el Espíritu toma posesión de su persona y de sus dinamismos profundos, lo pone resueltamente en el seguimiento de Cristo y le da poder vivir con alegría los consejos evangélicos, haciéndolo así más disponible en el servicio de la misión. Es también el Espíritu de Pentecostés quien inspira la oración apostólica del oblato y sus celebraciones litúrgicas y le da descubrir la hermosa y profunda unidad de su vida de hombre apostólico.

Por último, el Espíritu, que sondea las profundidades de Dios, abre los ojos y el corazón del oblato al misterio de la Virgen María. Le hace ver en ella un modelo de docilidad a la acción y a las inspiraciones del Espíritu y de acogida al Salvador y a su obra. Le concede también ver a la Virgen María como a una Madre, siempre presente con ternura a su vida de oblato, a sus gozos y sufrimientos de misionero.

El Espíritu que se apoderó de Eugenio de Mazenod para suscitar en la Iglesia un nuevo carisma misionero, sigue hoy abrasando el corazón de los herederos de su carisma, en un Pentecostés sin cesar renovado.

Robert MICHEL