1. El Fundador
  2. La Eucaristía En Las Constituciones Y Reglas
  3. La Eucaristía En La Vivencia De Los Oblatos
  4. La Eucaristía En El Ministerio De Los Oblatos
  5. La Eucaristía En La Identidad Oblata

La Eucaristía se sitúa en el centro de la vida del oblato como en la de cada cristiano. Fundamento y culmen de la vida de la Iglesia, no puede reducirse a una simple devoción. Es preciso, pues, percatarnos del sentido que tiene en la visión global del carisma oblato.

EL FUNDADOR

1. EL SENTIDO LITURGICO DE EUGENIO DE MAZENOD EN SU EPOCA

Eugenio tiene una experiencia y una concepción del misterio eucarístico que constituyen el fundamento de su enseñanza tanto a los oblatos como a los fieles a quienes se dirigió primero como misionero y luego como obispo. Situadas en el contexto de la época concreta en que vivió, se muestran bastante profundas y originales [1].

En efecto, durante la primera mitad del siglo XIX, pesa sobre la devoción eucarística una hipoteca considerable. Ese período se considera generalmente como un período de decadencia en la historia de esta devoción. Se trata como de un paréntesis entre la sencillez y la profundidad de la devoción popular de San Alfonso de Ligorio que iluminó la segunda mitad del siglo XVIII, y el impulso de fervor por la Eucaristía que vemos renacer a finales del siglo XIX. En el aspecto doctrinal, el jansenismo ya ha sido vencido. Pero en la práctica, en la vida cotidiana de los fieles, sigue ejerciendo un influjo considerable, consumando el divorcio oculto desde tiempo atrás entre la devoción y la celebración eucarísticas, entre la vida espiritual y la liturgia.

Durante toda su vida, Eugenio irá contra esa tendencia. Como misionero y luego como obispo, invitará al pueblo a acercarse con confianza a la Eucaristía. Sabe, además, situar la devoción eucarística en una perspectiva litúrgica más vasta y más rica [2]. No hay que olvidar que la experiencia espiritual fundamental que marcó su vida – su encuentro con Cristo Salvador crucificado – está ligada a un acontecimiento litúrgico: la celebración litúrgica del viernes santo. Justamente en torno a la liturgia, sobre todo en su punto central, el misterio pascual, será como Mons. de Mazenod congregue a sus fieles de Marsella [3]. Su enseñanza, como revelan sus escritos, ha brotado de una experiencia personal que se remonta al tiempo de su seminario y que fue madurando con los años. Y será sobre todo en la celebración de la Eucaristía donde experimente los momentos de más intensa comunión con Cristo.

Si la adoración tiene gran importancia en su vida de oración, nunca se ve separada de la celebración eucarística misma, de la que es prolongación natural. A los mismos fieles de Marsella les enseñará cómo la celebración eucarística es el lugar privilegiado de la identificación con Cristo. La verdadera devoción no puede ser privada o individualista; es, al contrario, común y litúrgica. En esa celebración, en efecto, se expresa el sacerdocio común de los fieles: “El sacrificio de nuestros altares es ofrecido por el ministerio del sacerdote en nombre de la Iglesia. El pueblo lo ofrece con el sacerdote. Por esta cooperación sublime a la inmolación mística del Hombre-Dios se ejerce el sacerdocio regio (1 Pe 2, 9) del que están revestidas todas las almas cristianas en unión con Jesucristo sumo sacerdote” [4].

2. SU EXPERIENCIA PERSONAL

Una lectura atenta de la vida de Eugenio de Mazenod permite captar innumerables momentos de encuentro con Cristo y reconstituir las diversas etapas del itinerario espiritual que lo condujo a alturas místicas de comunión con el Señor y a esa identificación con El que es el fin mismo del sacramento de la Eucaristía [5].Encontramos la primera indicación de ese itinerario interior en el atractivo innato hacia Dios, “una especie de instinto para amarle”, dirá él mismo, que le hacía gustar desde la más tierna infancia la presencia eucarística [6].

Hay que llegar al período del seminario para descubrir su relación explícita con Jesús en la Eucaristía, aunque la relación existe ya desde los años pasados en Turín y Venecia [7]. Leyendo las páginas íntimas y las notas de Eugenio seminarista, se ve nacer en él el deseo intenso de adentrarse en el misterio eucarístico, cuya profundidad está empezando a descubrir. Transcribe con diligencia la lista de comuniones que, según el uso del tiempo, se le permiten hacer. Anota las disposiciones necesarias para ser digno. Estudia el ejemplo de los santos para inflamarse con el amor de ellos a la Eucaristía. Trata de comulgar al menos una vez más de lo que habitualmente se hace en el seminario. Se prepara así al día en que podrá celebrar diariamente le Eucaristía [8]. Su relación con su “buen Maestro” se prolonga en la adoración y cada vez que tiene que separarse de junto a su “tierno amigo”, lo hace con “gran pena” [9].

Sus experiencias interiores, frecuentes en aquel período, se reflejan en la correspondencia que mantiene con su familia. Invita constantemente a la comunión eucarística a su madre, a su hermana y a su abuela. Combatiendo los prejuicios jansenistas, muestra cómo, aun en una vida social como la que lleva su hermana, se puede y se debe vivir el cristianismo. Y justamente porque ella vive metida en el mundo, tiene necesidad de “sacar con más frecuencia las gracias del Salvador de la fuente inagotable de sus adorables sacramentos”. Le enseña que uno no debe esperar a ser perfecto para acercarse a la Eucaristía. Al contrario, es la frecuentación de la Eucaristía la que lleva a la perfección: “no aprenderás nunca a amar dignamente a Jesucristo sino en el sacramento de su amor” [10]. “Si frecuentas los sacramentos, entonces te harás más perfecta. Este medio es infalible” [11].

La unión de Eugenio con Jesús en la Eucaristía, unión desarrollada durante su seminario y manifestada en la correspondencia con la familia, alcanza su cima en el momento de la ordenación sacerdotal. Resume así entonces sus sentimientos: “No hay más que amor en mi corazón” [12].Los años que siguen inmediatamente a su ordenación, nos muestran a un Eugenio que vive un verdadero conflicto interior; la formación espiritual recibida en el seminario contrapone las exigencias del apostolado a las de la perfección [13]. Es un período de oscuridad incluso con relación a la Eucaristía. “Ahora, es raro, escribe en sus notas de retiro, que experimente en el santo sacrificio, ciertas consolaciones espirituales que hacían mi dicha en el tiempo en que estaba más recogido; en su lugar, tengo que combatir sin cesar distracciones, preocupaciones, etc.” [14]. La fidelidad en la prueba le lleva a una relación nueva, más madura con Jesús Eucaristía, como atestiguan numerosos pasajes de su diario y de las cartas que escribe al P. Tempier. Una de estas cartas nos introduce un poco en el secreto de esa intimidad: “Esta mañana, antes de la comunión, he osado hablar a este buen Maestro con el mismo abandono con que habría podido hacerlo si hubiera tenido la dicha de vivir cuando él pasó por la tierra, y yo me hubiera encontrado en los mismos apuros […] Le expuse nuestras necesidades, le pedí sus luces y su asistencia, y luego me abandoné enteramente a él, no queriendo absolutamente otra cosa que su santa voluntad. Comulgué después con esta disposición. En cuanto tomé la preciosa sangre, me fue imposible sustraerme a tal abundancia de consuelos interiores, que[…] me fue preciso exhalar suspiros y derramar lágrimas en tanta cantidad que quedaron empapados el corporal y el mantel. Ningún pensamiento penoso provocaba esta explosión; al contrario, me sentía bien, era feliz, y si no fuera tan miserable, creería que amaba y que estaba agradecido” [15].

Cuando en su diario habla de las “grandes luces e inspiraciones que Dios ha tenido a bien comunicarle desde muchos años antes acerca del admirable sacramento de nuestros altares […]”, no se trata de algo excepcional, incluso cuando habla de las “impresiones extraordinarias que a menudo le ha procurado la persona del divino Salvador” [16].

La comunión se prolonga, más allá de la celebración eucarística, en la adoración silenciosa y prolongada de cada día. Ahí la intimidad es tal que él puede pedir gracias para sí y para todas las personas que le están confiadas, el perdón de los pecados, el don de vivir siempre y de morir en su gracia…”¿Qué es lo que no se pide, prosigue, cuando uno está al pie del trono de la misericordia, cuando se adora, se ama, cuando se ve a Jesús, nuestro Maestro, nuestro Padre, el Salvador de nuestras almas, cuando se le habla y él responde a nuestro corazón con la abundancia de sus consuelos y de sus gracias? Oh, ¡qué aprisa pasa esa media hora y qué deliciosamente se emplea!” [17]. Ya se percibe cuál debería ser la oración característica del oblato de la que hablan las Constituciones y Reglas.

3. LA PASTORAL Y LA ENSEÑANZA

El ministerio pastoral de Eugenio de Mazenod y también su enseñanza episcopal quedaron marcados por su experiencia personal de la Eucaristía.Desde la catequesis que enseñaba a los jóvenes de la Asociación de la juventud cristiana de Aix hasta la institución de la adoración perpetua en la diócesis de Marsella, la Eucaristía ocupa un lugar considerable en el ejercicio de su ministerio y en el de los oblatos [18]. Eugenio se dedica personalmente a preparar a los jóvenes para la primera comunión, a llevar el viático a los enfermos y a presidir la adoración eucarística. Una vez obispo, seguirá combatiendo los prejuicios bien arraigados brotados del jansenismo, dando, por ejemplo, la comunión a los condenados a muerte. Invitará a sus misioneros a tener la misma apertura en los países de misión; considera la Eucaristía como el medio por excelencia para fortalecer la fe de los neófitos. Cuando se entera de que los oblatos ponen reservas cuando se trata de admitir a los amerindios del Canadá a la comunión, so pretexto de que no están suficientemente formados, interviene diciendo: “¿Ignoráis acaso que ahí está el medio de formarles, de cristianizarles? Que vayáis con prudencia, pase; pero excluirlos en general es demasiado fuerte” [19].

Esta actitud pastoral encontró luego una forma particular de expresión en la enseñanza que difundió sobre todo a través de sus cartas pastorales [20]. En ellas encontramos tres temas principales:

La Eucaristía es el centro de todo el misterio cristiano porque es Cristo mismo. “En la Eucaristía es -escribe- […]donde todo confluye en la religión, como término en el que Dios encuentra su gloria y las almas su salvación. Todos los sacramentos de la Iglesia, todos los dones sobrenaturales de Dios, todas las obras de la verdadera piedad tienden hacia ese término, donde reside, con Jesucristo, la causa y la consumación de nuestra santificación, así como el coronamiento de nuestra glorificación, al mismo tiempo que la perfección de la gloria externa de Dios entre los hombres” [21].

—Hablar de la Eucaristía es además hablar de Cristo en el momento supremo de su vida, cuando se da a nosotros. Se halla entonces “en ese estado que es el del amor en su más alta expresión” [22], es la síntesis de la Redención, “el cordero de Dios inmolado desde el comienzo del mundo (Ap 13, 4) por la salvación de los hombres. Es no solo la víctima sino también el sacerdote que se ofrece y se inmola sin cesar por nosotros” [23].

Presencia de Cristo, la Eucaristía ejerce una acción eficaz en el cristiano, obrando en élel fruto de la Redención, transformándolo radicalmente para identificarlo con el mismo Cristo en una “unión de un precio verdaderamente infinito” [24]. “[ Cristo] quiso en el divino sacramento hacerse nuestro alimento, incorporarse a nosotros para volver más íntima su unión con nosotros e identificarnos en cierto modo con él” [25]. “Así la unión entre el Creador y la criatura es, en la comunión, la más perfecta que pueda concebirse. Jamás el hombre hubiera tenido por sí mismo la idea de algo semejante […] es el prodigio y la obra maestra del amor divino” [26].

—Por último, al permitir a cada cristiano hacer una sola cosa con Cristo, la Eucaristía lleva a todos los fieles a no hacer más que una cosa entre sí. En la fracción del pan, el Señor es “el único y verdadero lazo de los espíritus y de los corazones” [27].

La unidad que realiza la Eucaristía es, para Eugenio de Mazenod, una experiencia que se remonta al tiempo de su juventud, cuando, al entrar en una iglesia, era invadido por el sentimiento de la “catolicidad”, por la idea de ser “un miembro de esa gran familia que tiene a Dios por cabeza” [28]. Desde entonces fue madurando en él la idea de encontrar a todos sus amigos, a sus parientes y a los miembros de su familia oblata en ese “centro común donde nos encontramos cada día” [29]. La Eucaristía se vuelve para todos los oblatos “el centro viviente que les sirve de comunicación” [30]. Para el fundador, es ya una costumbre, durante la oración, el pasar en revista, uno por uno, a sus hijos [31] y rezar así, por cada uno de ellos en particular [32]. Por eso invita a todos los oblatos a ser fieles a la cita de la oración ante Jesús sacramentado, a fin de poder encontrarse todos [33]. “Busquémonos a menudo en el corazón de nuestro adorable Maestro, escribe a su madre,[…] es la mejor manera de reunirnos, pues, al identificarnos cada uno por nuestra parte con Jesucristo, no haremos más que una cosa con él, y por él y en él, no haremos más que uno entre nosotros” [34].

II. LA EUCARISTÍA EN LAS CONSTITUCIONES Y REGLAS

1. CONSTITUCIONES Y REGLAS DE 1826

Eugenio transmitió su experiencia eucarística en las Constituciones y Reglas. Tres artículos marcaron especialmente la devoción eucarística del oblato: el 299 sobre la celebración de la misa; el 254 sobre la oración de la tarde, y el 257 sobre la visita al Santísimo Sacramento.

El texto que en este punto más ha alimentado la vida de los oblatos ha sido seguramente el art. 299: “Los presbíteros vivan de tal suerte que puedan celebrar dignamente el santo sacrificio cada día” [35]. Como escribió el P. José Reslé en su comentario de la Regla, es un texto que propone al oblato “breve, clara y vigorosamente” la ley de la vida y de la misión sacerdotal [36]. Los comentadores han insistido en dos puntos: la celebración cotidiana de la misa y la necesidad de llevar una vida que permita celebrar dignamente el misterio eucarístico.

El primer punto – la celebración cotidiana de la misa – no era un dato adquirido en tiempos del fundador. Muchos sacerdotes no tenían costumbre de celebrar cada día. El código de derecho canónico de 1917 todavía recordaba a los sacerdotes la obligación de celebrar “varias veces al año” (canon 805). Los biógrafos de Eugenio y él mismo en su diario y sus cartas cuentan los sacrificios y las privaciones que tuvo que imponerse, especialmente en los viajes, a causa del ayuno eucarístico obligatorio.

En el acta de visita de la provincia de Inglaterra, escribe al respecto: “No os abstengáis nunca de celebrar la santa misa, bajo cualquier pretexto que sea; el daño que os haríais a vosotros mismos y a la Iglesia, la gloria que rehusaríais dar a Dios y todas las otras razones que conocéis y que es inútil traer a cuento aquí, me obligan a ponéroslo como un deber de conciencia. Obrar de otro modo sería apartarse por completo del espíritu de nuestro Instituto y de lo que siempre se ha practicado en él […] Insisto en este punto porque, con gran sorpresa mía, he encontrado a algunos de nuestros Padres culpables de esa imperdonable tibieza, verdadera infracción de una de nuestras Reglas más esenciales […] No perdamos de vista, queridos míos, que estáis llamados a combatir al fuerte armado en uno de sus más temibles reductos y que precisáis nada menos que la fuerza misma de Dios para triunfar de ese poderoso enemigo. Y ¿de dónde sacaríais esa fuerza si no es del altar santo y de junto a Jesucristo nuestro Jefe?” [37].

El segundo punto ha sido una fuente de inspiración para los oblatos; es la calidad de vida exigida para celebrar la Eucaristía: “Vivirán de tal suerte que puedan cada día celebrar dignamente el santo sacrificio”. De ahí dimana la petición de la confesión semanal (art. 300), de la exacta observancia de las rúbricas, de una celebración de la Eucaristía a la que se concede todo el tiempo necesario (art. 301-302), y de la preparación y acción de gracias (art. 303-304). Pero los oblatos han visto en estos textos, sobre todo, la profundidad de vida interior que se les exigía para conformarse al misterio de Cristo sacerdote y víctima.

El segundo momento de la jornada característico de la espiritualidad eucarística del oblato es el de la oración de la tarde: “Nos dedicaremos a la oración mental y en común dos veces al día: por la mañana […] y por la tarde en la iglesia ante el santísimo sacramento […]”(art. 254). No es éste el lugar de hablar del método de oración. Podemos, con todo, subrayar dos aspectos que se refieren a nuestro tema: la oración debe hacerse ante el santísimo sacramento y en común.

El tercer momento es el de la visita diaria al Santísimo (art. 257), al que se añade la visita habitual al salir de casa y al regreso (art. 81, 336).

Al principio, la oración de la tarde se tomaba más bien como una prolongación de la visita al santísimo sacramento. En el manuscrito de la Regla de 1818 leemos, en efecto: “[…] y por la tarde, en torno al altar, a modo de visita al santísimo sacramento, durante media hora” [38]. Apoyado en su propia experiencia, el fundador juzgará siempre fundamental pasar ese momento de oración ante la Eucaristía: “Miro como indispensable, escribe al P. Delpeuch en 1856, disponer una capilla interior donde pueda estar depositado el santísimo sacramento. Nuestra oración de la tarde debe hacerse precisamente en la presencia de Nuestro Señor, a quien es preciso que se tenga la facilidad de visitarle a menudo durante el día, lo cual no puede hacerse si hay que trasladarse a una iglesia pública” [39].

La oración se hace no sólo ante el sagrario (y no, por ejemplo, en la celda, como la meditación ignaciana), sino también en común, como un acto de toda la comunidad. Esto indica una percepción clara de la dimensión eclesial del misterio eucarístico. La Eucaristía es, como hemos visto en la experiencia de Eugenio, el lugar de convergencia y de encuentro de todos los oblatos dispersos por el mundo entero. Ella crea la comunidad. El P. Fabre destaca bien este aspecto cuando escribe al comentar este artículo, que la oración en común constituye “una ventaja inapreciable; el Salvador nos dijo: ‘Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos’ (Mt 18, 20)” [40].

Eugenio de Mazenod, lo hemos visto, enseñó cómo rezar ante el santísimo sacramento: adoración, expresión de amor, de alabanza y de acción de gracias; contemplación de los misterios de Cristo que se transforma en fuente de inspiración para nuestra propia vida; petición de gracias para la Congregación, la Iglesia y las personas a quienes se nos envía; discernimiento en nuestro propio proceso espiritual y en nuestro ministerio.

No faltan alusiones a la Eucaristía en las Constituciones y Reglas. La misión, en particular, está marcada por ellas. Los misioneros, antes de salir, reciben la bendición con el santísimo sacramento al mismo tiempo que toda la comunidad [41]. Durante el viaje, al pasar por un pueblo o aldea, se dirigen a la iglesia para adorarlo y en el caso en que no puedan detenerse, “suplirán dirigiendo de lejos su oración a Nuestro Señor sacramentado” [42]. La misión se abre con la exposición y bendición del Santísimo [43]. La visita de las familias va precedida por la visita al santísimo sacramento “para encomendar a Nuestro Señor Jesucristo esa acción importante, que puede influir mucho en el éxito de la misión” [44]. Finalmente, durante toda la misión, se reza el Oficio de rodillas ante él [45].

2. LAS CONSTITUCIONES Y REGLAS DE 1966

Los artículos de las CC y RR sobre la Eucaristía quedaron prácticamente sin cambios hasta la edición de 1966 en que se adujeron cambios considerables en este punto como en tantos otros. El Concilio acababa de dar un impulso nuevo a la vida litúrgica de la Iglesia volviendo a situar el misterio eucarístico en el corazón de la liturgia. Siguiendo casi literalmente el texto del Concilio, el artículo 49 de las Constituciones y Reglas destaca en forma rigurosamente dogmática, la función eminente que la Eucaristía debe tener en la obra de la santificación personal del oblato, en su acción apostólica y en sus relaciones fraternas con los hombres a los que es enviado. Nos hallamos ante un texto en el que los datos teológicos más seguros y más ortodoxos deben servir de puntos de apoyo y de alimento para la vida oblata personal, comunitaria y apostólica [46].

En el texto de 1966 se habla todavía de la visita (R 115) y de la oración ante el Santísimo, aunque se olvide su dimensión comunitaria (R 110). Con todo, hay un cambio sustancial con relación a la Regla precedente, el cual se refleja en un estilo nuevo de vida espiritual centrada sobre la vida de oración en la liturgia. Como se ha indicado con razón, “la espiritualidad del fundador es la de su tiempo, un tiempo agitado pero menos acelerado que el nuestro. Los ejercicios de piedad que proponen las Constituciones y Reglas para desarrollar la intimidad con Cristo y alimentar el fervor apostólico son menos fácilmente observables, en su integridad cualitativa, si exceptuamos a los oblatos en formación o en descanso. La mayoría de los oblatos comprometidos en la vida activa no pueden cumplir esas obligaciones. En cambio, su sacerdocio se ejerce, eminente y cotidianamente, en la liturgia: Eucaristía y Oficio divino. Desarrollar en los oblatos de nuestra época una piedad litúrgica esclarecida se ve como un medio de evitar la subalimentación espiritual con que los amenaza una actividad desbordante, prácticamente inevitable.

“Los ejercicios de ascesis y de esfuerzo espiritual deben mantenerse: meditación, oración, examen particular, ayuno, retiros; la vida espiritual, en efecto, no se reduce a la participación en la sola liturgia (SC 12). Sin embargo, el mismo Concilio recomienda que la piedad y las observancias no litúrgicas “vayan de acuerdo con la sagrada liturgia, en cierto modo deriven de ella y a ella conduzcan […] ya que la liturgia, por su naturaleza, está muy por encima de ellas” (SC 13). Así se puede asegurar la unidad de la vida espiritual oblata y su rendimiento máximo” [47].

3. LAS CONSTITUCIONES Y REGLAS DE 1982

Las CC y RR de 1982 se sitúan en la misma perspectiva nueva de las de 1966, aunque reintegrando ciertos datos tradicionales. Se vuelve a insertar, por ejemplo, íntegramente el art. 299 de la primera Regla, que en 1966 había quedado abolido. La actual C 33 ofrece así una síntesis maravillosamente rica: “La Eucaristía, fuente y cumbre de la vida de la Iglesia, es el centro de nuestra vida y de nuestra acción. Viviremos de modo que podamos celebrarla dignamente todos los días. Participando en ella con todo nuestro ser, nos ofrecemos nosotros mismos con Cristo Salvador; nos renovamos en el misterio de nuestra cooperación con El, estrechamos los lazos de nuestra comunidad apostólica, y ensanchamos los horizontes de nuestro celo hasta los confines del mundo. Agradecidos por el don de la Eucaristía, visitamos con frecuencia al Señor presente en este sacramento”.

Este artículo pone de relieve varios elementos:

El puesto central que tiene la Eucaristía en la vida de la Iglesia, de la que es manantial y cima. Bastará recordar la enseñanza conciliar en que se inspira la Regla: “[…] la Eucaristía aparece como la fuente y la culminación de toda la predicación evangélica […] En ella se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo por su carne, que da la vida a los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo. Así son ellos invitados y conducidos a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas sus cosas en unión con El mismo” (PO 5).

El lugar que ocupa en el corazón de la vida y la acción del oblato. “La palabra corazón, se ha observado, no se puso ahí, justo al frente del artículo únicamente para la buena composición o la cadencia de la frase […]”. Destaca el elemento afectivo que la Eucaristía pone en marcha y que, partiendo del corazón, debe impregnar con su influjo toda nuestra actividad cotidiana. En efecto, no se celebra la Eucaristía y no se participa en ella únicamente para los pocos minutos consagrados al acto litúrgico; se celebra la Eucaristía y se participa en ella para que ella sea un momento fuerte de unión a Dios; toda la sucesión de los otros instantes de la jornada será solo el eco y la prolongación de ese encuentro privilegiado con el Señor” [48].

Recogiendo el art. 299 de la Regla del fundador, recuerda la exigencia de una conducta de vida que permita la celebración digna y diaria de la Eucaristía.

Se subraya de nuevo el lazo entre la Eucaristía y la oblación, elemento clásico de la espiritualidad oblata. Reconociendo la Eucaristía como sacrificio, el oblato celebra la ofrenda de sí mismo, su propia misa, en unión con la oblación que de sí mismo hace Cristo.

“Nos renovamos en el misterio de nuestra cooperación con Él”. La Eucaristía une al oblato con Cristo en una intimidad tal que le hace uno con él y que así le permite ser su cooperador. Es un misterio de comunión, sugiere la Regla, que, en un dinamismo de crecimiento constante, nunca queda acabada. Las Constituciones repiten después el tema al decir que los novicios “se acostumbran a […] encontrarse con Él en la Eucaristía” (C 56).

La Eucaristía es también misterio de comunión entre todos los miembros de la comunidad. Al unir cada persona a otra, y al transformarla en Jesucristo, la Eucaristía hace que todos sean solo uno. De nuevo, como en la Regla primitiva, se insiste en la dimensión comunitaria de la oración: “Según nuestra tradición, consagramos una hora diaria a la oración, y pasamos juntos una parte de ese tiempo en presencia del santísimo sacramento”. Así “estrechamos los lazos de nuestra comunidad apostólica”.

—Por último, aparece la dimensión apostólica de la devoción eucarística: ésta está, en efecto, “en el corazón de su vida y de su acción”, de modo que ahí “ensanchamos los horizontes de nuestro celo hasta los confines del mundo”. La C 40 reafirma la importancia de la oración cotidiana ante el Santísimo, e indica también su contenido: “Sean las que sean las exigencias del ministerio, uno de los momentos más intensos de la vida de una comunidad apostólica es el de la oración en común. Reunidos ante el Señor, y en comunión de espíritu con los ausentes, nos volvemos hacia Él para cantar sus alabanzas, buscar su voluntad, implorar su perdón y pedirle fuerzas para servirle mejor”.

LA EUCARISTÍA EN LA VIVENCIA DE LOS OBLATOS

Al revés que otras dimensiones de la vida oblata, el tema de la Eucaristía raramente fue objeto de una reflexión explícita y minuciosa. Generalmente ha quedado absorbido en la realidad más amplia del misterio de Cristo. En el pensamiento oblato, la Eucaristía siempre ha sido percibida como el camino indispensable hacia una identificación con Cristo que nos permite cooperar en su plan de salvación.

Pero, antes de ser un objeto de reflexión, la Eucaristía ha sido para los oblatos una experiencia de vida. Sobre este punto, la investigación se vuelve en extremo vasta y difícil porque debería abarcar todo lo vivido por los oblatos, lo cual se extiende a varias generaciones y no siempre queda codificado. Atendiendo a la experiencia de vida de los oblatos, dos aspectos me parecen más importantes: el lazo íntimo entre oblación y Eucaristía y el lazo entre misión y Eucaristía. Este último debe entenderse en el sentido más bien restringido del apoyo que el sacramento puede brindar para proseguir el trabajo apostólico, especialmente en un contexto de soledad.

1. LA EUCARISTIA Y LA OBLACION

La experiencia de vida y la reflexión doctrinal se han detenido sobre todo en la comparación entre la Eucaristía y la oblación. En su estudio sobre la oblación, E. Lamirande presenta una amplia selección de textos donde aparece como en filigrana, a través de la consagración típica del oblato, el sacrificio eucarístico. La oblación tiene valor y sentido porque se realiza en unión con la oblación o el sacrificio del Salvador [49].

Tomando en cuenta su valor histórico, podemos leer en los escritos del escolástico Francisco María Camper, cuya biografía se publicó en 1859, en vida de Eugenio, un pasaje significativo: “Tengo un gran deseo […] de conformar mi vida y todos sus instantes y todas sus circunstancias a la vida de Jesús víctima en el Calvario y en el santo sacramento. Oblato significa víctima, yo quisiera ser la víctima de Jesús como él es todos los días la mía. A causa de eso, me gusta considerar su vida oculta, su humildad, su mansedumbre, su paciencia, su sacrificio y su estado permanente de humildad, de anonadamiento y de sacrificio en el sacramento del altar por mi causa; y quisiera poder, por amor a él […] practicar, en unión con él, todas las virtudes que él practica ahí, sufrir como él, ofrecerme como él” [50]. Su visión del sacerdocio está conforme: “La Eucaristía como sacrificio: es el sacrificio de la cruz continuado; la misma víctima, el mismo sacrificador, los mismos frutos, los mismos efectos, el mismo valor […] En el uno y en el otro el sacerdote debe ver en Jesús un modelo que él debe reproducir fielmente […]” [51].

Se trata de un sentimiento que ha atravesado la historia de la Congregación hasta nuestros días. El P. José Ladié, muerto en 1990, se muestra fiel heredero de esta tradición cuando escribe, al fin de su vida: “Estoy viviendo y descubriendo la Eucaristía en forma especial. Digo la misa generalmente sentado en la capilla de la comunidad […] Pues bien, cuando en la consagración digo ‘Esto es mi cuerpo, es decir, mi vida dada por vosotros’, me digo: formo parte del cuerpo místico de Cristo; por tanto puedo ofrecerme verdaderamente a mí mismo, ofrecer mi vida por la Iglesia, el mundo, la Congregación, la provincia, las personas queridas, etc. Lo mismo: ‘Esta es mi sangre’: puedo ofrecer el don de mi enfermedad, de mi debilidad, de mis sufrimientos…Nunca he creído vivir mi sacerdocio como ahora, nunca me he sentido ‘oblato’, ‘ofrecido’ como ahora […]” [52].

La Eucaristía es a la vez el modelo de vida consagrada y sacerdotal que el oblato tiene ante sí, y el medio de identificarse con Cristo en su misterio de Redención. En el directorio de los novicios y de los escolásticos de 1876 puede ya descubrirse esa relación entre la Eucaristía y la unión en Cristo [53].

José María Simon es quizás quien más ha trabajado sobre este tema: “[…] para nosotros, oblatos, escribe en su importante estudio sobre la espiritualidad oblata, la misa […] es el centro hacia el que deben converger todas las otras [prácticas religiosas] ¿Por qué? Cristo es el primer ‘Oblato de María Inmaculada'[…] por eso la conclusión se impone: si queremos seguir las huellas del primer oblato, toda nuestra actividad espiritual y apostólica debe estar centrada en el sacrificio del calvario, reproducido en nuestros altares. No se trata, pues, de establecer una división neta, un corte absoluto entre nuestra misa y el resto de nuestra vida […] Dicho de otro modo, la misa debe entrar en nuestra vida, como nuestra vida debe entrar en nuestra misa […].

“Pero la misa no es solo el sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo; es también el sacrificio de la Iglesia, nuestro sacrificio […] En consecuencia, cada mañana habría que poder aportar al sacrificio una rica oblación personal; mejor aún, toda nuestra jornada debería ser una oblación perpetua orientada al sacrificio eucarístico del día siguiente, todas nuestras acciones deberían ser cumplidas con tal perfección interior que se transformaran en un don precioso, en una ofrenda sin mancha, digna de ser puesta en el altar al lado de la oblación de Jesús. Entonces la misa será nuestro sacrificio, porque será el signo de nuestra oblación propia […]

“Gracias a la transubstanciación, Jesús se hace nuestra víctima y engendra en nosotros esa oblación interior de la que será no solo el signo sino la causa. Entreguémonos, pues, a la acción transformadora de nuestra víctima, que nos moldeará a su imagen y semejanza […] Armoniza nuestros pensamientos con los suyos, nuestro corazón con el suyo” [54].

La oración ante la Eucaristía y la visita al santísimo sacramento han sido consideradas siempre como los otros dos medios que, en prolongación de la celebración eucarística, llevan a identificarse gradualmente con Cristo hasta la plena transformación en él [55].

2. LA EUCARISTIA Y LA MISION

El segundo aspecto que regularmente aparece en la tradición oblata es el de la importancia de la Eucaristía para los misioneros que, para ejercer su ministerio, han tenido que vivir en soledad. Estos han encontrado la fuerza necesaria para seguir adelante, en sus contactos cotidianos con Jesús en la Eucaristía. También aquí bastarán algunos testimonios.

El primero nos viene de los testigos de la santidad del P. José Gérard. Quedaron impresionados por la relación que mantenía con la Eucaristía, secreto de su perseverancia apostólica: “Cuando estaba expuesto el santísimo sacramento, nunca dejaba la iglesia. Aun cuando no había exposición, estaba muy a menudo en la iglesia. Decía la misa lentamente y con gran fervor”. “Uno se daba cuenta de su gran amor al santísimo sacramento por sus largas oraciones en la iglesia […] Cuando llevaba el santo sacramento a los enfermos, invitaba a los cristianos y a los niños de la escuela a acompañarlo en procesión” [56].

Otro testimonio llega del Canadá. El P. Leonardo Van Tighen escribe desde Fort MacLeod el 11 de noviembre de 1883: “Heme aquí, a más de 300 millas de San Alberto […] entre gente casi pagana […] Hace 8 años dejaba el católico Flandes, a mis padres […] y aquí estoy lanzado de golpe al otro extremo. Sin comunidad, sin compañeros, sin recreos alegres, sin siquiera un pequeño jardín o un árbol para ponerme a la sombra o al abrigo. Sí, repito. ¡Qué cambio para mí! Sin embargo, una cosa me queda, y es la principal: tengo conmigo el santísimo sacramento. Está dicho todo” [57].

Llegado al término de su actividad apostólica, Mons. Julio Cénez reconoce también que fue en la Eucaristía donde halló la fuerza para seguir adelante. Al salir de Basutoland, donde había sido misionero durante 40 años, dice a sus compañeros: “No olvidéis cada día, aun en medio de las más absorbentes ocupaciones, reservaros unos minutos ante el santísimo sacramento. Allí, junto a Jesús, encontraréis el ánimo, la fortaleza y el consuelo en los sufrimientos. Junto a él, aprenderéis a haceros y a ser siempre buenos y santos oblatos, misioneros henchidos de celo devorador” [58].

LA EUCARISTÍA EN EL MINISTERIO DE LOS OBLATOS

Los oblatos no solo están llamados a vivir el misterio eucarístico sino también a hacerlo vivir como “fuente y culmen de toda la evangelización”(PO 5).

Un estudio exhaustivo debería informarnos, por ejemplo, acerca de la participación activa de los oblatos en los congresos eucarísticos internacionales y regionales, de los que con frecuencia han sido instigadores y animadores. La pesquisa podría también versar sobre los estudios y publicaciones de los oblatos sobre la misa y la eucaristía. También sería interesante ver cómo, siguiendo el ejemplo de Mons. de Mazenod, ciertos obispos oblatos han instituido en sus diócesis la adoración perpetua y otras obras eucarísticas especiales, como la de Montmartre [59].

Aquí bastará dar, a modo de somera indagación, unas indicaciones sobre la catequesis y la pastoral cotidiana de los oblatos, especialmente en tierras de misión. Los misioneros, en efecto, se creen obligados a inculcar un sentido de la Eucaristía que va desde la participación en este sacramento y la profundización de su misterio hasta los ejercicios concretos, como la adoración, la visita, las procesiones… Con solo hojear Missions encontramos regularmente la descripción de celebraciones eucarísticas solemnes en las que participan millares de fieles, o el testimonio de la humilde catequesis de cada día. Llevar a la gente a comulgar era uno de los objetivos primordiales de las misiones populares, así como de la pastoral ordinaria de las parroquias confiadas a los oblatos. La participación en la Eucaristía, se tomaba, en efecto, como un signo de conversión y una condición esencial de un auténtico itinerario de vida cristiana.

Quién sabe de cuántas parroquias se habría podido decir lo que el arzobispo de Québec escribía años atrás al P. Hormisdas Legault, párroco de San Salvador: “Su hermosa parroquia de San Salvador se distingue entre todas las otras por la devoción al santísimo sacramento […] La adoración que sus miles de obreros hacen cada mes al volver de su trabajo es un espectáculo de los más edificantes: en todas partes se comenta con admiración entusiasta” [60].

Una instrucción del P. Carlos Baret, titulada Le sacrifice eucharistique, nos permite entrever el contenido de las catequesis que se daban en las misiones: “Observad ahora la Eucaristía, leemos en esa instrucción, llamad aquí a todas las madres de la tierra, que vengan a poner por obra las invenciones y todas las estratagemas de su amor sublime. Entre ellas y el Dios del altar habrá siempre un inmenso abismo. Ningún amor humano sabría bajar de muy alto, y mil obstáculos lo detienen en el camino de los rebajamientos. El Dios de la Eucaristía desciende de las alturas supremas y sus anonadamientos se pierden en lo infinito […] Aquí no veo ya ni a Dios ni al hombre. El Hombre-Dios entero desaparece y se eclipsa. El infinito ya no es más que un átomo; parece tocar la nada. Sí, la Eucaristía es el último grado de los anonadamientos del Verbo, y por eso mismo, es el extremo más alto de su ascensión en el amor […] El amor de Dios anonadado reclama y provoca vuestro amor; que no se diga que el amor infinito haya desplegado en vano tantas seducciones y tantos prodigios en torno a vosotros […] Nuestro Dueño adorado, ocultando su forma personal bajo sus humildes velos, ha querido enseñarnos que el amor verdadero es únicamente el fruto del sacrificio, y que, para amar divinamente, como para ser divinamente amados, el medio infalible es la inmolación voluntaria” [61].

La invitación a la comunión frecuente es otro de los elementos que se repiten regularmente en la catequesis. En una carta dirigida a la revista L’Eucaristie el hermano Eugenio Groussault escribe, por ejemplo: “Todos nuestros misioneros de Ceilán se creen naturalmente en el deber de introducir entre sus fieles -donde ello es posible- la comunión frecuente”. Y cuenta cómo él mismo prepara a los niños a la primera comunión y qué esfuerzos hace la gente para poder participar en la misa, recorriendo a pie varios kilómetros [62].

Otro testimonio, que viene esta vez de las misiones entre los amerindios del Canadá, nos hace también entrever la importancia dada por los misioneros al culto de la Eucaristía: “Las catequesis de la mañana y de la tarde les hicieron conocer de qué manera Jesucristo iba a venir y a residir en la iglesia, es decir, el sacramento de la Eucaristía. Les hemos hablado de la presencia real, de la hostia, del cáliz, del copón, de la lámpara que se consume ante el Santísimo, de la genuflexión, del modo de entrar, estar en la iglesia y salir de ella cuando está en el altar el sacramento, de la decoración del altar y de las visitas a Nuestro Señor presente en el sagrario” [63]. No se trata de puro ritualismo exterior. La enseñanza sobre la Eucaristía mira a una profundidad mayor: “Si creéis que Jesucristo está ahora en cuerpo y alma bajo los velos eucarísticos, en este sagrario, vendréis a visitarlo durante el día, pues solo para vosotros ha venido a residir en esta iglesia. Acudid, pues, a él, vosotros que le habéis causado pena con vuestros pecados; id a llorar vuestras faltas en su presencia, pidiéndole perdón y prometiendo no ofenderle más. Acudid también a él vosotros que sois débiles y andáis tristes, id a pedirle socorro, luz y fortaleza” [64].

En las catequesis oblatas, no se olvida poner el acento en ese sentido de la catolicidad y de la unidad que Eugenio percibía como intrínsecamente dependiente del misterio eucarístico. Mons. Denis E. Hurley, arzobispo de Durban, por ejemplo, explica que es “la paz eucarística la que debemos llevar a las divisiones raciales y sociales en el mundo”. En su charla titulada The Eucharist and Unity of the Family (La Eucaristía y la unidad de la familia) dada en el XXXVIII congreso eucarístico internacional, el obispo oblato, luchador incansable contra la segregación racial, decía: “Así es como hemos podido y podemos aún tomar parte en el sacrificio, compartir el banquete con nuestros hermanos y hermanas en la fe y salir de la casa del Padre conscientes, no de nuestra unidad en Cristo, ni de la experiencia irresistible que acabamos de vivir juntos, sino de aquello que nos divide, de las barreras del desprecio y de la incapacidad de la comunicación entre las clases, los colores, las razas y las lenguas. Me pregunto si los sufrimientos de Jesús aquella noche no estaban, de algún modo, asociados a los crímenes de la discriminación con la que los humanos han encontrado el medio de imponer el aislamiento, la humillación y la vergüenza a sus hermanos humanos, de disminuirlos y de empobrecerlos en su cuerpo, en su espíritu y su corazón” [65]. La Eucaristía aparece una vez más como el lazo más profundo que exista entre los cristianos, porque ella es capaz de romper toda barrera y de conducir a la unidad.

LA EUCARISTÍA EN LA IDENTIDAD OBLATA

Vamos a intentar hacer la síntesis de los elementos que han emergido hasta aquí, de forma que situemos igualmente el misterio eucarístico en la perspectiva central del carisma oblato.

La Eucaristía, como fue vivida por el fundador y en la tradición oblata, nos ayuda a comprender mejor nuestra unión con Cristo Salvador, cuyos cooperadores estamos llamados a ser, la dimensión comunitaria de nuestra vocación y, por último, la evangelización. Podríamos incluso intentar una lectura de todos los aspectos del carisma, enunciados en el congreso de Roma en 1975 (Cristo, evangelización, pobres, Iglesia, comunidad, vida religiosa, María, sacerdocio, urgencias [66]) a la luz de la Eucaristía y viceversa.

1. LA IDENTIFICACION CON CRISTO SALVADOR

La Eucaristía se entiende ante todo a la luz de nuestra vocación de cooperadores de Cristo Salvador. Sabemos, en efecto, que los oblatos “para ser sus cooperadores, se sienten obligados a conocerle más íntimamente, a identificarse con él y a dejarle vivir en sí mismos” (C 2). Y la Eucaristía es el camino obligado para ello.

En ella, Cristo nos ha dejado su amor redentor que le llevó hasta la cruz. Si “la cruz oblata, recibida el día de la profesión perpetua” es un signo externo que “nos recordará constantemente el amor del Salvador que desea atraer hacia sí a todos los hombres y nos envía como cooperadores suyos” (C 63), la Eucaristía es el memorial cotidiano de ese amor. Por eso adquiriremos “la mirada del Salvador crucificado” a través de la cual estamos llamados a ver “el mundo rescatado por su sangre, con el deseo de que los hombres en quienes continúa su pasión, conozcan también la fuerza de su resurrección” (C 4).

En la Eucaristía aprendemos la esencia de nuestra vida religiosa, de nuestra consagración, de nuestra oblación que consiste en reproducir a Cristo en nuestra vida, “incluso hasta la muerte” (C 2). La Eucaristía es el don supremo de Cristo, la manifestación del amor más grande, porque “no hay mayor amor que dar la vida”. Nuestra oblación se modela, pues, sobre la Eucaristía; como la de Cristo, es el don completo de sí en la manifestación del mayor amor. Somos oblatos, es decir, dados del todo, sin condición y sin retorno, hechos un holocausto, una inmolación de todo nuestro ser a aquél que se ha dado por entero a nosotros. Así podemos ser una respuesta de amor al amor con el que Cristo Jesús nos amó y se entregó por nosotros (Cf. Ga 2, 20).

Pablo VI lo ha recordado a todos los religiosos: “En el momento de vuestra profesión religiosa, habéis sido ofrecidos a Dios por la Iglesia, en íntima unión con el sacrificio eucarístico. Día tras día este ofrecimiento de vosotros mismos debe convertirse en realidad, concreta y continuamente vivida” [67].

La oblación nos permite formar una sola cosa con Cristo. Se trata de morir con él para estar en él, de perder la vida para salvarla (cf. Mc 8, 35) en él. Vivimos dentro del misterio del que habla San Pablo: “Con Cristo estoy crucificado; y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Ga 2, 19-20). Constantemente injertados en la muerte fecunda de Cristo gracias a la participación en la Eucaristía, podemos esperar ser sus auténticos cooperadores en el misterio pascual. Lo mismo que la oblación que Jesús hace de sí mismo al Padre es camino de salvación para el género humano, nuestra oblación, injertada en la suya y confirmada por ella, podrá ser también el secreto de nuestra fecundidad apostólica.

María, que “se consagró enteramente, como sierva humilde, a la persona y a la obra del Salvador” (C 10), es siempre el modelo incomparable de la oblación.

Finalmente, en el contacto cotidiano con la Eucaristía es donde puede madurar la “caridad sacerdotal” de que habla el prefacio. Incluso los escolásticos podrán así “apreciar el don del sacerdocio” y llegar a “participar de una forma del todo especial en el ministerio de Cristo, sacerdote, pastor y profeta” (C 66); y los hermanos, a “participar del único sacerdocio de Cristo” (R 3).

2. LA COMUNIDAD APOSTOLICA

Otra dimensión de la Eucaristía conservada en la tradición oblata es la del hogar de comunión. Ella es, en efecto, lazo y modelo de la unidad, “significada con propiedad y maravillosamente realizada por este augustísimo sacramento” (LG 11). En efecto, “un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan” (1 Co 10, 17).

La comunidad religiosa, que se sitúa dentro de la gran comunión eclesial, vive también de la Eucaristía: “Reunidas en su nombre, dice la Evangelica Testificatio, vuestras comunidades tienen de por sí como centro la Eucaristía ‘sacramento de amor, signo de unidad, vínculo de caridad’ (SC 47)” [68].

Si “la comunidad de los Apóstoles con Jesús es el modelo de su vida” (C 3), será alrededor de la Eucaristía como los oblatos aprenderán a vivir relaciones de comunión, porque fue en la última cena donde el Señor marcó con su huella la comunidad de los Doce. Allí les entregó el mandamiento del amor recíproco, que constituye el corazón de la vida comunitaria. Les mostró la calidad de las relaciones, basada en el servicio (lavatorio de los pies). Y les dio la posibilidad misma de amar como él amó y de servir como él sirvió, en la medida en que él mismo se identificó con cada uno de ellos.

La celebración eucarística constituye el momento de la comunión eclesial más explícita. Es finalmente una escuela donde los oblatos aprenden a cumplir “su misión en comunión con los pastores que el Señor ha puesto al frente de su pueblo” (C 6).

3. LA EVANGELIZACION

El tercer elemento de la tradición oblata es el lazo que existe entre la Eucaristía y la evangelización. Es el que menos desarrollado ha sido. Se sabe, por experiencia, qué sostén brinda la Eucaristía para progresar en la vida misionera, sobre todo si ésta se vive en soledad. Pero no se conoce bastante la dinámica eucarística de la evangelización y la caridad apostólica que de ella emana. Hay un lazo íntimo entre la imitación de Cristo Salvador y la evangelización de los pobres (cf. C 1), entre el seguimiento de Cristo y el anuncio del Evangelio, entre la identificación con Cristo y “el servicio del pueblo de Dios con amor desinteresado” (C 2). Si la Eucaristía es el lugar privilegiado de la configuración con Cristo, es también el lugar del envío misionero; es un lugar que genera la práctica cotidiana de la caridad no solo dentro de la comunidad, sino también para con todos aquellos por quienes Cristo ofrece su cuerpo y derrama su sangre. Así, el pan de la palabra de Dios y el pan de la caridad, igual que el pan de la Eucaristía, no son panes diferentes: es la persona misma de Jesús que se da a los humanos y compromete a los discípulos en su acto de amor a su Padre y a sus hermanos” [69].

Así, la Eucaristía no es ya un aspecto marginal en el proyecto global de vida de los oblatos; sirve para formar y alimentar su carisma. En ella, en efecto, está realmente presente el mismo Cristo, “Hijo único del Dios vivo, esplendor de la luz eterna, Verbo hecho carne y Redentor de los hombres” [70], para llevar a perfección la nueva y eterna alianza. Por medio de ella, él nos compromete como cooperadores suyos en su propia obra de salvación.

Fabio CIARDI