1. La Pobreza En La Vida De Eugenio De Mazenod
  2. La Pobreza En Los Comienzos De La Congregación
  3. La Pobreza En La Regla Del Fundador
  4. La Pobreza De Los Oblatos En Tiempos Del Fundador
  5. La Pobreza De Los Oblatos Desde La Muerte Del Fundador Hasta El Concilio Vaticano II
  6. La Pobreza Oblata En La Perspectiva Del Concilio Vaticano II
  7. Síntesis: La Pobreza En La Espiritualidad Oblata
  8. Conclusión

La pobreza voluntaria se ha considerado siempre como un elemento esencial de la vida religiosa. Sin ella, no podemos comprender qué es marchar en seguimiento de Cristo que se anonadó tomando la forma de siervo (cf. Fil 2, 7) y por nosotros se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Co 8.9). Sin ella, no se dan las condiciones esenciales para una consagración al servicio del Reino: humildad, desprendimiento de lo terreno y disponibilidad total para la comunión y la entrega. Ella constituye la bienaventuranza fundamental del programa religioso de Jesús: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”(Mt 5, 3). Los pobres de espíritu, los que tienen un corazón de pobre, son los que están libres y abiertos para acoger toda la riqueza del Reino. Ese es el valor evangélico principal de la pobreza voluntaria. Todos los religiosos la adoptan como expresión de su deseo incondicional de seguir a Cristo y como signo de su búsqueda de la caridad perfecta.

El consejo evangélico de la pobreza tiene un campo de aplicación menos preciso que la castidad y la obediencia. No hay una forma absoluta de pobreza. La historia de la vida consagrada muestra cómo ha habido estilos muy distintos de pobreza, según las épocas, las influencias socioculturales y los movimientos de espiritualidad, como también de acuerdo a las funciones específicas de cada institución. Así, podemos distinguir la pobreza monástica, en la que el monje se despoja de todo y vive sujeto al trabajo, aunque el monasterio tienda a veces a enriquecerse, la pobreza carismática de Francisco de Asís y de los mendicantes que optan por un testimonio colectivo y radical de pobreza, y la pobreza apostólica y funcional de los jesuitas y otras congregaciones modernas que intentan adaptarse a las necesidades del ministerio en una actitud de desinterés y de disponibilidad misionera.

En este tercer tipo de pobreza vemos los rasgos fundamentales de la pobreza del oblato. Es la pobreza de quien, como los Apóstoles, lo deja todo para seguir a Cristo y para poder entregarse libre y enteramente a promover el Reino, anunciando el Evangelio a los pobres. Este ideal apostólico ha tomado formas y matices característicos debido a la fuerte personalidad espiritual del Fundador y a la permanencia de su carisma en el Instituto. Por otra parte, la renovación conciliar y posconciliar ha llevado a la Congregación a percibir y vivir en forma nueva las virtuales riquezas de su propia espiritualidad. Expondremos el pensamiento del fundador sobre la pobreza tal como él la vivió y la expresó en las Constituciones y Reglas. Luego veremos su evolución histórica a través de los documentos (correspondencia del Fundador, actas de los Capítulos, etc.). Y finalmente esbozaremos el retrato de la pobreza oblata en el hoy del mundo a la luz de las nuevas Constituciones, de las enseñanzas de la Iglesia y de las urgencias de los pobres a quienes queremos evangelizar.

LA POBREZA EN LA VIDA DE EUGENIO DE MAZENOD

Eugenio de Mazenod nació en el seno de una familia noble y acomodada a la que le gustaba darse tono y vivir a lo grande. Por suerte, Dios dotó al niño de un corazón lleno de compasión y de generosidad, como lo muestran diversas anécdotas de su infancia, entre otras su cambio de ropa por los harapos de un pequeño carbonero [1]. Eso le libra de verse atrapado en las mallas sutiles del egoísmo de casta. Por otro lado, la dura escuela del exilio le hace experimentar en su propio cuerpo la mordedura de la pobreza y le enseña lo que es vivir de limosnas. Del colegio de Nobles de Turín, pasa al hogar acogedor de don Bartolo Zinelli en Venecia, que va a tener una influencia tan providencial en su vida. De allí se traslada a Nápoles, a la poco brillante pensión Sombrero Rojo, donde va a “conocer las horas más oscuras y aburridas de su destierro” [2]. Finalmente, en Palermo es acogido como un hijo por el duque y la duquesa de Cannizzaro; se zambulle entonces en las mundanerías de la aristocracia. Pero el influjo de su santa segunda madre le impide ceder a la tentación de la abundancia y le mantiene cercano a los pobres, pues ella se servía de Eugenio como intermediario para distribuir sus generosas limosnas.

Cuando, a los 20 años, el joven regresa a su patria, los sueños de grandeza y los prejuicios aristocráticos que llenan su espíritu, reciben un duro revés ante el cambio operado en el pueblo. Pasa unos meses aburriéndose en la casa de campo de Saint-Laurent, donde se da aires de señor del lugar [3] entre los granjeros y campesinos que detestan el antiguo régimen. Sus proyectos de matrimonio por interés se malogran, pues él quiere “una mujer riquísima”. La que se le ofrece solo tiene 40.000 francos de dote, cuando él aspiraría a 150.000 [4]. Proyecta regresar a Sicilia para crearse una situación brillante, pero se le rehúsa el pasaporte.

Tanto los sueños dorados como las amargas decepciones del joven caballero son arrasados por el torrente de lágrimas que vierte un Viernes Santo delante de Cristo pobre, anonadado y roto en la cruz. De este encuentro con su Salvador brota la primera decisión trascendental de su vida: Eugenio será sacerdote y sacerdote para los pobres. Escribe a su madre: “Pongo al Señor por testigo, que lo que él quiere de mí es que renuncie a un mundo en el que es casi imposible salvarse, dada la apostasía que en él reina; quiere que me entregue más especialmente a su servicio para tratar de reavivar la fe que se extingue entre los pobres” [5]. Esta opción implica para él una difícil renuncia, habida cuenta de su mentalidad de clase.

En el seminario de San Sulpicio, la dura ascesis a la que se somete le ayudará a liberarse. La penitencia y la pobreza van a la par. “Por tradición aristocrática y por gusto personal, al joven caballero le gustaba el adorno exterior que destaca la nobleza de la cuna y la elevación del rango […] ¡Qué cuidado de su cabellera, de sus patillas, de su traje, para que todo fuese digno de sus títulos, de su apellido y pusiese de relieve su noble prestancia!. Pues bien, desde su ingreso en el seminario, […] Eugenio renuncia a esas peligrosas vanidades y toma las resoluciones siguientes: “Para castigarme por las comodidades que he disfrutado en el mundo con tanta facilidad, y por esa especie de apego que tenía a ciertas vanidades, seré pobre en mi celda y sencillo en lo exterior […] Me arreglaré yo solo, barreré mi cuarto, etc.” [6]. La pobreza le lleva a contentarse con lo mínimo imprescindible: una cama plegable, un colchón, una mesa, tres sillas de paja, y basta. “Por eso, no quiero volver a mi hermosa habitación de Aix, que ya no va con mis gustos, ni con la sencillez que espero profesar toda la vida” [7]. “Ya por vivir más de acuerdo con la pobreza evangélica, ya también para disminuir los gastos que le ocasiono, no he querido doméstico para arreglar mi cuarto” [8]. Mira como un “trasto inútil” una cadena de oro que le ofrecen. “Cuando vivía en el mundo, había tenido muchas ganas de una cadena de oro; hoy me estorbaría. Porque es necesario que los gustos de un eclesiástico sean distintos de los de un mundano, y sobre este punto Dios me ha hecho un favor completo” [9].

Esta ascesis intensa y esta pobreza externa encontraron su complemento y su fruto normal en una serie de mortificaciones interiores, en la abnegación evangélica y en la pobreza de espíritu. Estas suscitaron en Eugenio el deseo de servir a la Iglesia en el último puesto y en el ministerio más humilde. “A medida que el joven clérigo provenzal se despojaba de sus tendencias personales y de su mentalidad aristocrática, su vocación se iba esclareciendo y purificando” [10] en el marco de una espiritualidad sulpiciana exigente.

Como sacerdote y también como obispo permanecerá fiel a esta línea de austeridad y de pobreza adoptada en el seminario, lo mismo que a los principios generales de la espiritualidad vigente. Ve en la pobreza voluntaria un medio de reparación y de purificación interior, de dominio de las tendencias del hombre viejo y de identificación a Cristo Salvador. A medida que su carisma se vaya precisando, considerará la pobreza como pieza indispensable en el equipaje espiritual del “hombre apostólico”.

En 1812, el año siguiente a su ordenación, se traza un reglamento que deberá observar toda la vida. Insiste en las prácticas de mortificación necesarias para seguir a Cristo cuya “vida entera fue cruz y martirio” [11]. La austeridad, la sobriedad y la pobreza han de caracterizar al ministro del Salvador: “Así, debo dormir poco, comer sobriamente, trabajar mucho y sin quejas, […] nada de medias de seda ni de fajas de seda, nunca cabellera rizada […] De ser libre para el número y la calidad de platos de mis comidas, elegiré los más comunes y ordinarios. Un trozo de carne cocida o asada, legumbres o huevos. […] He bebido agua casi toda la vida, por tanto el vino no me es necesario y menos aún el licor” [12]. Cuando su tío Fortunato es nombrado obispo, Eugenio le anima a seguir este programa: “Tomaremos como patronos y modelos a san Carlos y a san Francisco de Sales; nuestra casa será un seminario por la regularidad; la vida de usted, será ejemplo para sus sacerdotes […] Horror al fasto, amor a la sencillez, economía para atender mejor a las necesidades de los pobres […] ¡Cuántas maravillas no hará esa admirable conducta!” [13].

Esbozando el retrato espiritual de Mons. Eugenio de Mazenod, el canónigo Juan Leflon, tras haber hecho resaltar su gran espíritu de penitencia, sus rigurosos ayunos y abstinencias, escribe: “El boato al que le obligaban sus funciones en las ceremonias públicas contrastaba con la pobreza de su vida privada. ¿Que tenía que aparecer como obispo? Monseñor de Mazenod se ajustaba a las exigencias de la liturgia en las ceremonias religiosas, y en las recepciones oficiales reivindicaba los derechos que le otorgaba el protocolo […] En cambio, en la intimidad, nada más sencillo que su vida familiar y casi monástica con su entorno de oblatos.[…] Muy cuidadoso de su porte cuando tenía que actuar en público, Monseñor de Mazenod se sentía a sus anchas en San Luis, en su casa de campo, llevando sotanas viejas y remendadas y más o menos faltas de botones y adornos. “Soy obispo, decía, pero he hecho voto de pobreza”. […] “Si vieran mi ropa interior”, exclamaba riéndose con ganas […]. La pobreza que personalmente practicaba Mons. de Mazenod, le volvía más compasivo y más liberal con los necesitados . En eso continuaba las tradiciones de su propia familia y las de los obispos señoriales del antiguo régimen […]” [14].

El amor de Eugenio por “esta preciosa virtud” [15] de la pobreza le lleva a aceptar de buena gana los inconvenientes y privaciones que implica su práctica, como cuando en Roma cambia de vestimenta tres veces al día para no gastar su sotana nueva [16], o cuando renuncia a un viaje interesante o a prestar una ayuda benéfica que le agradaría [17]. El esmero que pone en vivir el voto se ve en varios detalles. Estando en París con su tío, tiene ocasión de hacerse una sotana ordinaria para ahorrar la de paño que posee. Escribe entonces al P. Tempier: “Acaso sería oportuno aprovechar mi estancia aquí, pero me creo en el deber de pedirle su parecer para no apartarme de la pobreza […] Me molesta verme obligado a decidir por mí mismo cuando hay que hacer alguna compra para mi pobre persona” [18]. Esta profunda estima de la pobreza, Eugenio la debe a una gracia especial de Dios que liberó su corazón del atractivo del dinero y de los honores humanos que forman su cortejo y lo abrió a los encantos del seguimiento cabal de Jesús [19].

Lo que él mismo vive con tanto ardor y generosidad, trata de hacerlo vivir a sus misioneros como ideal evangélico necesario para la obra apostólica que Dios le ha inspirado.

LA POBREZA EN LOS COMIENZOS DE LA CONGREGACIÓN

Convencido de que debe formar un grupo de misioneros para atender a las necesidades de la gente más humilde, Eugenio de Mazenod empieza a buscarse compañeros. No piensa entonces aún en los votos de religión. Pero sí quiere ya hombres desprendidos de todo interés terreno, hombres que acallen toda codicia y todo afán de bienestar y confort, “hombres que tengan la voluntad y la valentía de seguir las huellas de los Apóstoles, […] hombres que se entreguen y quieran consagrarse a la gloria de Dios y a la salvación de las almas, sin más provecho en la tierra que muchas penalidades y todo cuanto el Salvador anunció a sus verdaderos discípulos” [20]. Los candidatos, especialmente el abate Tempier, parecen vibrar al mismo ritmo que él y suspiran por la hora de juntarse en el deteriorado convento carmelitano de Aix.

Al mismo tiempo que reúne ahí a sus primeros socios el 25 de enero de 1816, Eugenio presenta a los Vicarios generales de la diócesis una solicitud de aprobación de la nueva comunidad de misioneros. Acompaña a la solicitud un sucinto reglamento que puede considerarse como embrión de la futura Regla. En él no se habla de votos, pero se dice que los misioneros se proponen practicar “las virtudes religiosas”, a ejemplo de las órdenes regulares. Este ideal toma forma concreta en el fervor de los comienzos. Al lado del espíritu apostólico y de la vida íntima de familia de la nueva comunidad, brilla admirablemente una pobreza de cuño bien evangélico donde se asumen espontánea y generosamente las privaciones y la incomodidad. Al decir de Mons. Jacques Jeancard : “Todo era delicia para ellos en aquella morada improvisada, por la entrega, sin cuidado del bienestar material […] Esa vida de pobreza complacía a todos. Se bromeaba un poco a veces sobre ella y todos se congratulaban viendo en ella una feliz semejanza con la vida del Divino Maestro con sus apóstoles” [21].

El fundador recordará luego con alegría y nostalgia aquellos primeros tiempos de austero desprendimiento. El 24 de enero de 1831 escribe a la comunidad de novicios y escolásticos recién instalada en Billens: “Mañana celebro el aniversario del día en que, hace 16 años, dejaba la casa materna para ir a establecerme en la misión, de la que el P. Tempier había tomado posesión unos días antes. Nuestro albergue no era tan magnífico como el castillo de Billens, y por muy escasos que andéis, nosotros lo estábamos más. Mi catre de tijera se colocó en el pequeño pasillo que lleva a la biblioteca, la cual era entonces una sala grande que servía de dormitorio al P. Tempier y a otro que ya no se cuenta entre nosotros; ésta era también nuestra sala de comunidad. Una lámpara era toda nuestra iluminación y, cuando había que acostarse, se la ponía sobre el dintel de la puerta para que alumbrara a los tres. La mesa que adornaba nuestro refectorio eran dos tablas unidas, apoyadas en dos viejos toneles. Nunca hemos tenido la dicha de ser tan pobres desde que hemos hecho voto de serlo. Sin pensarlo, estábamos anticipando el estado perfecto en el que vivimos tan imperfectamente. Pero señalo adrede aquella clase de despojo, muy voluntario, pues hubiera sido fácil librarse de él, haciendo llevar de la casa de mi madre todo lo que hacía falta, para concluir que Dios nos dirigía ya entonces realmente, sin que nosotros pensáramos aún en ello, hacia los consejos evangélicos que habíamos de profesar más tarde. Practicándolos fue como reconocimos su valor. Os aseguro que no habíamos perdido nada de nuestra alegría; al contrario, como esta nueva forma de vida contrastaba fuertemente con la que acabábamos de dejar, con frecuencia nos daban ganas de reír. Yo le debía este grato recuerdo al santo aniversario de nuestro primer día de vida común. ¡Qué feliz me sentiría de continuar esa vida con vosotros!” [22].

La misma actitud se refleja claramente con ocasión de la misión de Rognac en 1819: Nada se había previsto para los misioneros, los PP. Tempier, Mye y Moreau. Estos tuvieron que buscarse tres jergones y tres mantas para descansar, y pan y algún alimento. “Vivimos, pues, a la apostólica, escribe el P. Tempier al Fundador. No creo que el beato Ligorio hubiera encontrado nada de superfluo en nuestro ajuar ni en nuestro sustento […] y estamos tan contentos con nuestro género de vida que, si no hubiera más que esto, bendeciríamos mil veces a Dios por habernos brindado la oportunidad de poder, aunque de lejos, seguir las huellas de los santos y ser, de una vez, misioneros” [23]. El Padre de Mazenod comenta: “Oh, qué bien os encuentro sobre vuestro jergón y cómo excita mi apetito vuestra mesa más que frugal. Es, a mi entender, la primera vez que tenemos lo que nos hace falta […] Me atrevo a hablaros así porque envidio vuestra suerte y, si de mí dependiera, la compartiría” [24].

Otra prueba evidente de esa actitud, la tenemos en el deseo ardiente de emitir el voto de pobreza que surgió en la comunidad de Laus en 1820 y que dio origen a la introducción del mismo en la Regla [25]. El admirable espíritu que ahí se refleja manifiesta la presencia del ideal evangélico en la primera comunidad oblata. Ideal que será sancionado en la Regla de los Misioneros de Provenza, primero como virtud apostólica y luego como compromiso sellado por el voto.

LA POBREZA EN LA REGLA DEL FUNDADOR

La primera Regla, redactada por el Fundador en 1818, en la segunda parte, trata así de los consejos evangélicos: § 1. Del espíritu de pobreza; § 2. Del voto de castidad; § 3. Del voto de obediencia; § 4. Del voto de perseverancia. El Fundador, que inicialmente no había juzgado necesarios los votos de religión, llegó pronto a la convicción de que, sin esos compromisos religiosos, no iba a encontrar los obreros apostólicos con los que soñaba para su proyecto misionero. Por eso introdujo, no sin resistencia de parte de algunos miembros, los tres votos mencionados. Tocante a la pobreza, no juzgó llegado el momento de exigirla con voto. Se contentó con prescribirla como virtud indispensable para el trabajo misionero, con la esperanza de que pronto podría dar el paso hacia el sagrado compromiso.

El párrafo sobre el espíritu de pobreza tiene estas palabras bien significativas: “Razones circunstanciales nos han disuadido, por el momento, de esa idea [introducir el voto]. Dejamos, pues, a los Capítulos generales que seguirán el completar este punto de nuestra Regla, cuando juzguen ante Dios que haya llegado el momento. Mientras tanto, procuraremos, sin obligarnos aún con voto, imbuirnos bien del espíritu de esta preciosa virtud, amarla y practicarla tan bien que los más clarividentes puedan caer en engaño” [26].

La intención profunda del P. de Mazenod está bien clara. Invita a sus oblatos a practicar la virtud de la pobreza con tal generosidad que a los ojos de las personas más sensibles a los valores cristianos aparezca como fruto de un voto religioso. Aun cuando este voto no se ha emitido, está ya presente como un ideal de vida al que él quiere llegar tan pronto como sea posible. De hecho, las reglas sobre la pobreza serán tan exigentes como las del instituto religioso más austero . No habrá que modificarlas cuando se acepte el voto. Al fin del párrafo sobre la pobreza el Fundador indica nuevamente su pensamiento: “En espera de que estas reglas puedan ser ejecutadas con todo rigor, nos empeñaremos en hacérnoslas familiares por la práctica” [27].

¿Cuál es el contenido de esas reglas? Podemos dividirlo en dos partes. La primera contiene principios de teología ascética; la otra prescrip- ciones minuciosas sobre todos los aspectos de la vida temporal de los misioneros: la mesa, el hábito, la habitación, el mobiliario, etc. No hay nada en esas partes de muy original; pero ambas reflejan el pensamiento y la actitud interior del P. de Mazenod, y el espíritu que él quería inculcar a los suyos.

Un largo artículo forma la primera sección. A la luz del Evangelio y de los autores de espiritualidad, se exponen las ventajas espirituales y la necesidad de la pobreza evangélica. El texto resume un capítulo de la célebre obra del P. Rodríguez Ejercicio de perfección y virtudes cristianas [28]. Aduciendo citas del Evangelio, de san Pablo, san Ambrosio, san Juan Crisós- tomo, san Gregorio Magno y san Ignacio de Loyola, muestra el carácter fundamental, para la misma vida cristiana y en especial para la vida religiosa y apostólica, de la práctica del desprendimiento y de la pobreza. Esta libera el corazón para la lucha contra el enemigo y lo dispone para todas las virtudes, es el bastión inexpugnable de la vida religiosa y una parte esencial del seguimiento de Cristo.

Retengamos estas dos frases originales del fundador: “Estas razones serán más que suficientes para determinarnos en nuestro Instituto, que quiere hacernos seguir las huellas de los primeros cristianos y actuar según el espíritu de las órdenes religiosas más santas, a adoptar este punto esencial de la vida perfecta y religiosa […] Añadid a esto que, siendo la avaricia uno de los vicios que más estragos causa en la Iglesia, el espíritu de nuestro Instituto, que es espíritu de reparación, nos lleva a ofrecer a Dios una compensación adoptando la pobreza voluntaria como la han practicado los santos” [29]. Vemos aquí que, a los motivos tradicionales, ya sean ascéticos (renunciamiento y austeridad que liberan el corazón y lo entrenan en la lucha contra el mal) ya místicos (imitación del Salvador), el P. de Mazenod añade el de la imitación de las órdenes religiosas de la más estricta observancia, en línea con el fin secundario que había fijado para su sociedad, de colmar el vacío dejado por la Revolución en los cuerpos religiosos. Agrega también el móvil de la compensación por los desastres causados por la codicia. Eugenio anota además que la recomendación general de los Padres de la Iglesia tiene una aplicación especial para los “obreros evangélicos que están llamados a combatir al demonio” [30], lo que pone de relieve el aspecto apostólico de la pobreza.

La parte de las prescripciones ha sido tomada casi por entero de la Regla de san Alfonso, con leves variantes o adiciones. Muchas de estas últimas se han sacado de los estatutos capitulares de los redentoristas (1802). Veamos algunas de las principales normas :”Todo será común en la Sociedad y nadie tendrá nada propio. -Las casas se encargan de proveer pobremente a todos lo que sea preciso […] Como pobres, todos se conformarán con una mesa frugal […] Las celdas serán pequeñas y los muebles pobres e iguales para todos […] El hábito del misionero será igualmente pobre, pero limpio y conveniente […] De acuerdo con el voto, se obligarán a no aspirar […] a ninguna dignidad, beneficio u oficio […] fuera de la Sociedad [31] […] Todo lo anteriormente dicho se observará con escrupulosa exactitud bajo las penas más graves, incluso la expulsión […] Por más necesidad que haya, nunca se permitirá mendigar; se aguardará el socorro de la Divina Providencia […] Todo lo que puede recibir un miembro se incorpora a la comunidad. Nunca se permitirá guardar dinero, ni siquiera en depósito. El superior no podrá permitir a los miembros que guarden en sus habitaciones algo que les sea propio, como ropa, chocolate, licor, fruta, dulces, tabaco o cosas semejantes[…]” [32].

Estas prescripciones se completan con una invitación dirigida a los superiores, que no proviene de fuentes alfonsianas: “Los superiores probarán a veces a los súbditos sobre este punto, no privándoles de lo necesario, pero dándoles ocasión de padecer algunas privaciones y de darse cuenta de que los pobres no siempre pueden estar cómodos ni tenerlo todo a su gusto” [33].

El reglamento para las misiones establece otras normas para los viajes y las comidas de los misioneros, que deben evitar todo refinamiento y “contentarse con los alimentos ordinarios que se dan en el país” [34]. En los artículos relativos a la penitencia, se recomienda un simple camastro para el descanso y se indica que el desayuno de los días ordinarios consiste en un trozo de pan seco [35].

Leyendo la primera Regla, comprobamos qué elevado sentido tenía el Fundador de la pobreza y de su necesidad para los “hombres apostólicos” que él quería en su Sociedad. Vemos también que, a pesar de los detalles jurídicos, él inspira un vigoroso espíritu de ascesis y un verdadero ideal evangélico y misionero. La pobreza es una pieza esencial de la armadura del cristiano y sobre todo del apóstol que debe ser el heraldo y el testigo del Reino entre los pobres.

En las sucesivas redacciones de la Regla que se hicieron en tiempo del Fundador, encontramos el mismo espíritu y el mismo reglamento general, aunque se introducen algunas modificaciones respecto a los aspectos jurídicos.

En 1821 hay una modificación importante: se introduce el voto de pobreza. Ya en su retiro de mayo de 1818 el P. de Mazenod se había mostrado dispuesto a emitir ese voto y pronto lo hace por su cuenta [36]. El P. Tempier en 1820 se siente impulsado por la gracia a hacer lo mismo, pero a condición de que lo apruebe el Fundador. Sus novicios y los otros oblatos esperan con ardor el momento de poder expresar con ese voto el deseo de despojarse de todo [37]. Así las cosas, el Capítulo de 1821 decide que los oblatos emitan junto a los otros votos el de pobreza. En adelante la Regla hablará siempre del voto de pobreza. En el artículo introductorio sobre el valor de la pobreza se insertará la frase: “Por eso entre nosotros se prescribe el voto de pobreza”. Tal es la norma fundamental que da una nueva perspectiva y un nuevo vigor al conjunto de las prescripciones que siguen en la primera Regla.

Las Constituciones y Reglas aprobadas por la Santa Sede el 17 de febrero de 1826 aducen solo algunas modificaciones mínimas y el revestimiento lingüístico del latín ya que se han traducido. Por ejemplo, la primera prescripción de 1818: “Todo será común en la Sociedad y nadie tendrá nada como propio” se cambia, a ruegos del cardenal ponente, en ésta: “Todo, en la Congregación, estará en común para el uso cotidiano” [38].

Las Constituciones presentan en la 2ª parte, capítulo 3º, un párrafo sobre los viajes que contiene un artículo significativo: “Soportarán con resignación y hasta con alegría las incomodidades y privaciones de la pobreza de que hacen profesión, prefiriendo ese estado al de confort por ser más conforme al espíritu de mortificación que debe animar a un obrero evangélico” [39]. Es una llamada al espíritu de austeridad que siempre debe inspirar al hombre apostólico.

En las Constituciones de 1853 se recoge todo lo que estaba en las anteriores, salvo dos leves mitigaciones en el párrafo sobre la penitencia. En vez del pan seco para el desayuno, se admite una sopa ordinaria [40], y se modifica el texto sobre el descanso: “Nuestros misioneros descansarán ordinariamente en una cama sencilla” [41]. Estas modificaciones responden a las decisiones tomadas en los Capítulos de 1831, 1837 y 1843 [42].

Ese es el concepto de la pobreza voluntaria que nos ofrecen las Constituciones y Reglas en tiempo del Fundador. La pobreza oblata es una virtud austera y exigente que puede rivalizar con la de los institutos más rigurosos. Pero este rigor no es un simple imperativo ascético que mira a la purificación y al crecimiento del hombre interior. Es necesaria para el hombre apostólico que quiere entregarse sin reserva al anuncio del Reino, siguiendo de cerca las huellas del divino Maestro que lo ha cautivado y que constituye todo su tesoro.

Así es como aparece en las expresiones inflamadas del Prefacio: “¿Qué han de hacer, a su vez los hombres que desean seguir las huellas de Jesucristo? […] Deben renunciarse completamente a sí mismos, […] trabajar sin descanso por hacerse humildes, mansos, obedientes, amantes de la pobreza, penitentes y mortificados, despegados del mundo y de la familia, abrasados de celo, dispuestos a sacrificar bienes, talentos, descanso, la propia persona y vida por amor de Jesucristo, servicio de la Iglesia y santificación de sus hermanos […]” [43].

Igualmente en el párrafo que describe el ideal propuesto a los candidatos: “El que quiera ser de los nuestros deberá […] estar inflamado en amor a Nuestro Señor Jesucristo y a su Iglesia, […] desprender su corazón de todo afecto desordenado a las cosas de la tierra […] no tener deseo alguno de lucro, mirando más bien a las riquezas como barro, para no buscar más ganancia que Jesucristo […]” [44].

Así es como ha sido oficialmente profesada la pobreza en la familia oblata. Vamos ahora a inquirir si ha sido vivida del mismo modo por los misioneros del P. de Mazenod.

LA POBREZA DE LOS OBLATOS EN TIEMPOS DEL FUNDADOR

Es casi imposible que el conjunto de los miembros de una comunidad tan numerosa, repartida por los cuatro continentes, viva en plenitud un ideal tan elevado. Es preciso reconocer que ha habido fallos personales y comunitarios. Pero hay dos elementos que nos permiten pensar que la Congregación como tal ha sido fiel a la inspiración primera. El primero es la vida de los oblatos más ilustres que han dejado huellas profundas en nuestra historia, como discípulos privilegiados o colaboradores generosos del Fundador. El segundo factor es la atención vigilante con la que el padre común siguió los pasos de sus hijos, prodigándoles avisos y recomendaciones y a veces serios reproches durante los 45 años que pasó al frente de la Sociedad.

Entre los oblatos que han dejado un testimonio heroico de pobreza y de desprendimiento, mencionemos a los Padres Henry Tempier, Domenico Albini, Joseph Gérard y Mons. Vital Grandin.

Del P. Tempier, “segundo Padre de los oblatos”, como le ha calificado el P. Yvon Beaudoin, nos quedan ejemplos emocionantes. Conocemos ya con qué satisfacción aceptó la situación de extrema pobreza en que se realizó la misión de Rognac en 1819 [45] y cómo, en 1820, supo comunicar a los novicios de Laus el deseo de hacer el voto de pobreza. Su biógrafo resume así el espíritu de pobreza que fue uno de los rasgos característicos de toda su vida : “Recordamos que fue el primer oblato que hizo el voto de pobreza en 1820. Pasó cinco inviernos en Laus sin tener brasero en su cuarto. Se pobreza se hizo contagiosa entre los novicios y los escolásticos, y casi causó escándalo cuando llegó a Marsella como vicario general en 1823; tuvo que hacerse pronto una sotana y comprarse un sombrero. Para su viaje al Canadá en 1851 se le había aconsejado que comprara un abrigo; encontró uno usado, por el que pagó 19 francos y no tuvo miedo de presentarse con él en medio de Londres. Se comprende así que haya cumplido siempre alegremente la obligación que sentía de dar a los escolásticos el ejemplo de la pobreza a la que los exhortaba” [46].

También el P. Albini, ese hombre de Dios celoso y heroico que evangelizó la isla de Córcega dejando el recuerdo de numerosos prodigios y conversiones, se distinguió por su vida austera y su pobreza. “Fue alegremente pobre: pobre en la comida que era muy escasa y ordinaria, excluyendo siempre todo lo que pudiera parecer delicado o exquisito, incluso fuera de la comunidad y hasta en lo más intenso del trabajo de las misiones. Pobre en su vestimenta: en Córcega solo tenía una sotana, que llevó hasta la tumba, limpia, sí, pero desteñida y remendada; no lograba cubrirla con su viejo manteo. Cuando salía a dar misiones, aunque tuviera que estar fuera semanas y meses, no llevaba más ropa interior que la puesta, confiándose a la caridad de quienes le hospedaban. Fue pobre en su habitación. Solo en Vico pudo escoger su celda, como superior, y escogió la más pequeña e incómoda y la más pobremente amueblada” [47].

Heroica fue también la pobreza del beato José Gérard, el infatigable apóstol de los basutos. Bajo la austera dirección de Mons. Francisco Allard, fundó misiones con muy escasos recursos y se vio obligado a levantar casas y a ocuparse de las necesidades materiales, mientras su corazón se abrasaba en celo por las almas. Siempre que le fue posible, viajó en condiciones duras de poblado en poblado para visitar a su gente, compartiendo el pobre alimento de los nativos [48]. El P. Luis Soullier, a su regreso de la visita de la misión de Santa Mónica, fundada y dirigida por el P. Gérard, escribe: “Todo en esa fundación lleva la impronta de la mayor pobreza. La misión solo recibe del Vicariato apostólico unas 40 libras al año. Esta exigua suma sería muy insuficiente” [49].

Al lado de estos oblatos ilustres, cabría citar los nombres de otros muchos que han sido generosamente fieles al ideal de desprendimiento vivido e inculcado por Eugenio de Mazenod. La vida misionera, sobre todo en tierras lejanas y extranjeras, llevaba consigo una fuerte dosis de renuncias y sufrimientos por razón del clima, el alimento, los viajes, la miseria de la gente y hasta la falta de higiene. Ofrecía ocasiones extraordinarias para practicar la pobreza evangélica en las formas más radicales. Recordemos al santo obispo Vital Grandin que, en sus largos y duros viajes, tuvo por compañera inseparable la indigencia.

El Fundador apreciaba el heroísmo de sus misioneros y lo ensalzaba proponiéndolo como ejemplo a todos los oblatos: “¿ Qué diré de los nuestros que están en el Oregón o en las márgenes del Río Rojo? Su comida es un poco de tocino y solo tienen por cama el suelo, y con esto viven contentos y felices como hombres que cumplen la voluntad de Dios […] Los que avanzan hacia la Bahía de Hudson, con frío de hasta 30 grados bajo cero, llevados sobre el hielo por perros, obligados a hacerse un hueco en la nieve para pasar la noche en ese lecho, os divierten con el relato de sus aventuras. Que suceda así con vosotros, cuya misión, a pesar del calor que os sofoca, es menos dura que la de vuestros hermanos” [50] “Que nadie entre nosotros se queje de nada, cuando contamos con una avanzada tan generosa […]” [51]. Ante el Consejo de la Obra de la Propagación de la Fe, Mons. de Mazenod aboga por sus hijos: “Cuando se sabe […] cuántas privaciones soportan los nuestros que evangelizan a los salvajes […] no se puede menos de admirar el poder de la gracia que les hace rebosar de alegría en medio de tantos sacrificios” [52].

Pero el Padre que así alaba y anima, se ve a veces precisado a dirigir vigorosos reproches a algunos de los suyos que se apartan del ideal de pobreza apostólica propuesto por las Constituciones. Varias veces reprende severamente al P. Honorat, al que tiene por “hombre eminentemente virtuoso” [53], por los gastos que ha permitido en su comunidad de Nimes y por su incorregible manía de construcciones y reparaciones tanto en Canadá como en Francia [54]. Le reprocha también su falta de austeridad en la comida: “Es intolerable que coma carne tres veces al día” [55]. La administración de las obras de Canadá da al Fundador varios quebraderos de cabeza, cuando se gasta sin medida en construcciones que arruinan las finanzas de la Congregación. El Fundador se queja amargamente al provincial, Mons. Guigues, de que se haya construido un templo tan elegante y una casa donde no falta nada. “¿No habría valido más ser un poco menos suntuoso y disponerse a proveer a sus hermanos medios para alimentarse?” [56] Semejante alarde no sirve para atraer vocaciones: “No será la magnificencia de la casa que se hecho con gran dispendio, lo que atraerá la gente a nosotros” [57].

El Fundador se preocupa también de la pobreza en las casas de formación. Con ocasión del traslado del noviciado a Marsella, en 1826, escribe al P. Tempier: “[…] no podría recomendarle bastante que se mantenga en la sencillez y en lo estrictamente necesario.[…] ¿Sería de mucha necesidad que los novicios tuvieran colchones en sus camas? ¡Ay! no deberíamos tenerlos nosotros mismos” [58]. En 1830, después de establecerse en Billens los escolásticos, pasa con ellos unos días muy agradables y les anima a soportar ciertas privaciones, por ejemplo la del vino que es caro en la región y no se ve en la mesa de los campesinos: “La privación no se siente; además es muy conforme a la pobreza, para que uno se permita lamentarla. Cuando toda la gente en medio de la que vivimos no hace uso de alguna cosa, sería imperdonable el echarla de menos” [59].

Es revelador que hasta 1853 y 1856 ni el Fundador ni los Capítulos hayan dirigido reproches graves al conjunto de la Congregación. En su primera carta circular del 2 de agosto de 1853, Mons. de Mazenod, después de reconocer el celo y la abnegación heroica de la mayor parte de sus hijos, se queja de los abusos que se van infiltrando en algunas comunidades sobre la observancia regular, la obediencia, la caridad, la pobreza, etc. Recuerda las severas admoniciones de san Alfonso a sus religiosos y repite su consigna paternal: “Leed y meditad las santas Reglas”. [60] Luego, llama la atención sobre la administración y la contabilidad: “[…] Hubo graves reproches que hacer sobre este asunto. Cada casa miraba solamente sus propias conveniencias y se preocupaba poco de las necesidades generales de la Congregación. Los gastos personales subían a veces más allá de lo que permite la observancia de la pobreza […] Algunos no eran en absoluto indiferentes a la calidad, al número y a la forma de los vestidos. La debilidad de ciertos superiores locales dejaba entrar el abuso […]” [61].

En el Capítulo general de 1856 Mons. de Mazenod vuelve a expresar su inquietud. Hace notar que las faltas de varios se deben “al debilitamiento del espíritu primigenio de la Congregación” que se manifiesta, entre otras cosas, en el horror al sacrificio y a las privaciones. Cuando se presentó el informe del procurador general sobre el estado insatisfactorio de las cuentas, el Fundador aprovechó la ocasión “para recordar a todos los miembros presentes la obligación de conformarse cada vez más al espíritu de pobreza prescrito en las santas Reglas, y de evitar todo gasto que no sea de absoluta necesidad” [62]. El Capítulo pide también que, para asegurar la uniformidad en la vestimenta, el Superior general determine el ajuar de cada misionero [63]. En su segunda circular escrita a raíz del Capítulo Mons. de Mazenod exhorta a sus hijos a una fidelidad mayor. Les recuerda diversos puntos de la Regla, entre ellos los relativos a la pobreza: “¿No tendríamos nada que reprocharnos acerca de la santa pobreza […]?” ¿Qué dice la Regla: Voluntariam paupertatem, tanquam basim et fundamentum omnis perfectionis […] Es bastante para que la apreciemos en su justo valor. Así, que entre nosotros todo sea ad morem pauperum […]”. Después de citar algunos artículos de las Constituciones, deplora que haya oblatos que, teniendo más de lo suficiente en alimento y vestido, no saben aceptar las privaciones que les impone el voto y que reclama el seguimiento de Cristo [64].

Vemos cómo el Fundador velaba con celo por la pobreza de sus misioneros, como por un punto importante de la espiritualidad apostólica de la que deseaba verlos imbuidos. Veamos ahora si la Congregación se mantuvo fiel a su pensamiento.

LA POBREZA DE LOS OBLATOS DESDE LA MUERTE DEL FUNDADOR HASTA EL CONCILIO VATICANO II

No ha sido fácil asumir la herencia espiritual del Fundador y proseguir su proyecto de evangelización mediante un cuerpo de hombres apostólicos dispuestos a todas las renuncias. Pero Dios proveyó a la Congregación de dirigentes sabios y espirituales y de una legión de misioneros intrépidos que lograron mantener el carisma oblato con sus exigencias radicales, y darle nuevo esplendor.

El documento fundamental son las Constituciones y Reglas renovadas en 1928 para adaptarlas al código de derecho canónico. Ellas conservan las prescripciones de la Regla del Fundador, salvo las normas jurídicas sobre la nuda propiedad y los actos de administración. En esas Constituciones se omite el Directorio para las misiones, que contenía algunas normas de pobreza y de mortificación porque en los Capítulos de 1867 y 1920 se había establecido que se redactara un Directorio para cada provincia o vicariato, de acuerdo a la situación peculiar del lugar [65].

Siguen, pues, en pie la noción de pobreza con su marcado carácter ascético, y las exigencias radicales del voto correspondiente. La virtud evangélica pide una vida desprendida, sencilla y austera en seguimiento de Cristo; y el voto prohíbe disponer por propia cuenta, independientemente de los superiores legítimos, de cualquier bien temporal. Como esta actitud se opone al innato deseo de apropiación y de uso independiente de las cosas, la práctica de la pobreza resulta difícil y requiere vigilancia especial de parte de la autoridad. Por eso, al recorrer las actas de los Capítulos generales, vemos que varias veces insisten en que se respete el artículo 40 de las Reglas de 1826 y 1853. Este artículo exige una observancia muy exacta de las normas relativas a la pobreza y pide sanciones severas para los superiores débiles que permiten el relajamiento [66].

Las Constituciones de 1928 son más sobrias en su tenor: “Todo lo dicho hasta aquí se confía a la vigilancia atenta de los superiores, sobre todo del superior general, para que, en materia de tanta importancia, no se deslice innovación alguna contraria a la pobreza” [67].

El Capítulo de 1867 había aportado algunas precisiones, que pasaron a las Constituciones de 1928: a) los párrocos y directores de obras tampoco pueden reservarse dinero alguno; b) los estipendios de misas deben entregarse íntegramente al ecónomo; c) va contra el voto de pobreza el tener una caja clandestina para ciertos gastos, aunque sean en provecho de la comunidad, o el conceder permiso para que se tenga tal caja [68].

En el Capítulo de 1873 hubo fuertes quejas sobre construcciones y reparaciones de casas e iglesias, que a veces perturbaban la vida regular y llevaba a contraer deudas que no era fácil saldar. Se pide a los superiores, general y provinciales, que no permitan esas construcciones si no se juzgan necesarias o muy útiles y si no ha precedido un examen de los proyectos y alternativas [69].

Del Capítulo de 1904 recogemos esta breve admonición: “El Capítulo recomienda el espíritu de pobreza, especialmente en lo referente al uso de cosas superfluas y a los gastos inútiles” [70]. Entre los gastos inútiles se menciona a menudo en los Capítulos el tabaco. Aunque a veces fue estrictamente prohibido fumar, se hicieron excepciones y luego se mitigó la norma exigiendo simplemente el permiso del provincial [71]. Otra cuestión que se ha planteado a menudo desde 1920 es la de los automóviles. Su compra requiere el permiso del Provincial y su consejo, y hay que cuidar que no sean muy caros ni desentonen en religiosos [72].

Del conjunto de las actas capitulares resulta esta doble impresión: a) que buen número de oblatos han practicado habitualmente la pobreza con todo el rigor de la Regla; b) que, en general, los abusos en este campo no han sido graves ni muy difundidos. A pesar de todo, debemos mencionar el deplorable incidente de las operaciones financieras efectuadas imprudentemente por miembros de la administración general entre 1902 y 1905. Como los recursos de la administración general parecían insuficientes para atender a las necesidades, “se trató de […] crear intereses más abundantes y con esa intención, con una inexperiencia lamentable, se entró en vastas especulaciones que se pensaba llevarían a la fortuna y llevaron de hecho a la ruina” [73].

No hemos de olvidar que la pobreza, en su realidad más concreta y en sus formas más radicales, ha sido la suerte común de centenares de oblatos esparcidos por todas las latitudes: en los hielos polares, bajo el sol ardiente de los trópicos o en el infierno verde del Chaco paraguayo. Estos misioneros, no solo han mantenido viva la llama del carisma oblato en la Iglesia, sino que también, con el testimonio de su vida, han sido fuente de inspiración para sus hermanos de Congregación.

Quiero aducir dos ejemplos. En 1898 Mons. Emilio Grouard escribía sobre la misión de Athabaska-Mackenzie: “Trabajos de toda clase se imponen tanto a los padres como a los hermanos. Instruir a nuestros salvajes y para eso estudiar sus lenguas y escribir libros que tenemos que imprimir y encuadernar, confesar, visitar a los enfermos en invierno como en verano a distancias a veces considerables, dar clase allí donde es posible, ésa es la tarea de los misioneros del norte, como en todas partes. Pero se ven obligados además a entregarse a muchos otros trabajos para procurarse su pobre subsistencia o para protegerse del frío. Por consiguiente, ayudan a los hermanos en la pesca, en la construcción, en la recogida de leña, etc. y en el huerto […] Esto quiere decir que los cuidados de la existencia material, la lucha por la vida absorben gran parte de nuestras actividades, y nótese bien que no se trata solo de procurarse cierto bienestar o de vivir en forma más o menos confortable, eso no valdría la pena mencionarlo, se trata realmente de no morir de hambre y de frío. Nadie, pues, está dispensado del trabajo, si quiere vivir en nuestras misiones” [74].

Pasemos a la misión del Pilcomayo en América del Sur. En 1929 el hermano José Isenberg escribía en su diario: “Siguen los trabajos de construcción, también nos dedicamos a la agricultura y preparamos una huerta para plantar hortalizas, pues actualmente vivimos en gran parte de caza y de pesca. Las horas libres y los domingos nos vemos obligados a lavar y remendar nuestra ropa. Sin embargo seguimos muy optimistas a pesar de todo” [75].

Trabajo, privaciones, pobreza y optimismo: ésos son los elementos que se encuentran habitualmente juntos en el bagaje espiritual del misionero. Muchos oblatos pueden dar fe de ello.

LA POBREZA OBLATA EN LA PERSPECTIVA DEL CONCILIO VATICANO II

Este Concilio ha sido signo y expresión de una renovación profunda suscitada por el Espíritu Santo en el seno de la Iglesia sobre todo a partir de los años que siguieron a la segunda guerra mundial. Por otro lado, el mismo Concilio confirmó, asumió y canalizó la renovación que alcanzó a todas las áreas de la vida cristiana, desde el dogma a la práctica pastoral, y a la espiritualidad de los laicos y de los religiosos. La pobreza evangélica es uno de los campos que se benefició de esa influencia renovadora.

Nuevos factores socioculturales llevaron a descubrir nuevas dimen- siones de la pobreza en nuestro mundo y suscitaron una nueva sensibilidad hacia los pobres, frecuentemente víctimas de estructuras injustas y opresoras. Al mismo tiempo, una nueva concepción de la Iglesia como comunidad abierta al mundo y comprometida en la historia de los hombres y los pueblos, y una exégesis más certera de los datos bíblicos aportaron un notable enriquecimiento de la espiritualidad de la pobreza como consejo evangélico.

En la constitución Lumen Gentium (nº 44-46) y en el decreto Perfectae caritatis (nº 1, 2, 5 y 13) el Concilio presenta los consejos evangélicos como una expresión importante del deseo de seguir a Cristo. Este seguimiento, que tiene su raíz en el bautismo y es deber y norma de toda vida cristiana, tiene una realización peculiar en los institutos de vida consagrada. Éstos deben ser, para todos los fieles, signos luminosos del “desposorio admirable establecido por Dios en la Iglesia” [76] y de la presencia de los bienes celestes del Reino en este mundo [77].

La relación entre el seguimiento de Cristo y el carácter de signo del Reino ya presente y todavía por venir da a la pobreza evangélica una perspectiva renovadora. No se suprime su aspecto de ascesis personal, en el que insiste toda la tradición espiritual, ni se eliminan las exigencias jurídicas de dependencia en el uso de los bienes. Pero se acentúa el motivo místico de la participación en el anonadamiento de Cristo, y la exigencia de un comportamiento sincero que sea para los hombres de hoy, especialmente para los pobres, un signo claramente perceptible. La sección del Perfectae caritatis que trata de la pobreza empieza con esta elocuente recomendación: “La pobreza voluntaria por el seguimiento de Cristo, del cual es signo hoy particularmente estimado, ha de ser cultivada con diligencia por los religiosos y, si fuere menester, expresada también por formas nuevas” [78]. El testimonio evangélico de la vida consagrada no puede limitarse a una pobreza espiritual ni a una pobreza jurídica. Debe incluir una pobreza real y expresar una verdadera solidaridad con los pobres de nuestro mundo. Solo así se “participa en la pobreza de Cristo”. Por eso “es preciso que los religiosos sean pobres de hecho y de espíritu”, y se sientan “obligados a la ley común del trabajo”; que contribuyan con sus bienes “al sustento de los menesterosos”, y que “eviten toda especie de lujo, de lucro inmoderado y de acumulación de bienes”, lo que constituiría un claro antitestimonio [79]. Esta doctrina fue luego magistralmente profundizada por Pablo VI en la exhortación Evangelica Testificatio, que invita a los religiosos a dejarse interpelar por el dramático clamor de los pobres [80].

La espiritualidad oblata se inscribe perfectamente en estas nuevas orientaciones. Lo muestran bien las Constituciones y Reglas de 1966. Presentan la pobreza como “un medio de comunión con Cristo y con los pobres” [81], un modo de contrarrestar el espíritu de codicia que tantos estragos causa en la Iglesia y obstaculiza la evangelización [82], y como una manera de compartir fraterno que expresa y favorece la vida comunitaria [83]. Este ideal exige de nosotros “un testimonio colectivo de desinterés evangélico” [84]. Exige también la sumisión a “la ley común del trabajo, contribuyendo así cada uno por su parte al sostenimiento y al apostolado de la comunidad” [85]; nos invita además “a compartir la suerte de quienes no tienen a su disposición las comodidades o medios deseados” [86]. Todo esto nos obliga a adoptar “un estilo de vida parecido al de las clases modestas del propio país” [87], y a tener presente, en el uso de los bienes temporales que éstos “son en cierto modo patrimonio de los pobres” [88].

Esta nueva orientación y estas normas respondían plenamente al espíritu del Fundador y a la tradición del Instituto, actualizando y desplegando las energías fundamentales del carisma mazenodiano. Por ejemplo, el compartir, que es uno de los valores que responden a la sensibilidad de las nuevas generaciones, ya aparecía en la primera Regla, la cual prescribía: “Las misiones deben hacerse a expensas de la Sociedad, y nunca se permitirá exigir que esos gastos caigan sobre las comunidades o sobre particulares” [89]. El testimonio comunitario que hoy se espera de todos los religiosos estaba en cierto modo incluido en el rechazo y la impugnación de la codicia como fuente de los males de la humanidad y de la Iglesia y en el deseo de reparar los estragos causados por ese vicio [90].

Lo que es realmente nuevo es la consigna de someterse a la ley común del trabajo, aunque, de hecho, muchos misioneros se han sometido ampliamente a esa norma, viéndose sujetos a duros trabajos materiales, necesarios para asegurar la propia subsistencia y la de la misión. Además, ciertos oblatos en Europa ya se habían comprometido en el camino de los “sacerdotes obreros” para acercarse al mundo del trabajo. Nueva es también la atención dada a la justicia social en la regla 58: “Bajo la dirección de los superiores, se participará en las organizaciones sociales, más aún, se trabajará por la promoción de los más desfavorecidos, vindicando sus derechos” [91].

Sobre este punto la Evangelica Testificatio dará preciosas indicaciones: “[…] el grito de los pobres […] os obliga, además, a despertar las conciencias frente al drama de la miseria y a las exigencias de justicia social del Evangelio y de la Iglesia. Induce a algunos de vosotros a unirse a los pobres en su condición, a compartir sus ansias punzantes. Invita […] a no pocos de vuestros Institutos a cambiar, poniendo algunas obras propias al servicio de los pobres […]” [92].

La sed de justicia que en nuestros días sacude fuertemente a América Latina y a otros pueblos del tercer mundo, ha encontrado eco profundo en muchos oblatos y en las instancias rectoras de la Congregación. Se refleja en los documentos del Capítulo de 1972, especialmente en La perspectiva misionera. A la luz de una mirada evangélica sobre un mundo que desea ardientemente la liberación, “nuestros hermanos oblatos se preguntan cómo pueden contribuir más eficazmente a una verdadera y total liberación en Cristo del continente sudamericano” [93]. “[…] La misión parece exigir una presencia más atenta a las injusticias y a las aspiraciones económicas y sociales. Sucede también que la misión pide que insistamos de manera más explícita en nuestra solidaridad con los pobres” [94]. El Capítulo señala unas “líneas de acción ” o pistas para el trabajo concreto entre los pobres: presenta las diversas formas de pobreza que hoy se dan; nos invita a comprometernos en “el movimiento hacia una liberación auténtica” [95]; a acercarnos a los pobres dejándonos enriquecer por ellos y trabajando no solo por ellos sino con ellos [96], a apoyar a los oblatos que impulsados por su carisma personal quieren “asumir las condiciones sociales, económicas y culturales” de los pobres [97], o incluso se sienten llamados a participar en sus luchas sociales; “las voces proféticas entre nosotros no deben ser acalladas , si bien requieren por su naturaleza un claro discernimiento” [98].

Las Constituciones y Reglas de 1982 recogen lo esencial de la tradición espiritual oblata. Al mismo tiempo expresan las llamadas del mundo de hoy o, mejor dicho, “el llamamiento de Jesucristo, que se deja oír en la Iglesia a través de las necesidades de salvación de los hombres” (C 1). Ya en el capítulo primero, que trata de la misión, la constitución 9 nos recuerda que hemos de ser “testigos de la santidad y la justicia de Dios”, anunciando “la presencia liberadora de Cristo” y haciendo oír “el clamor de los sin voz”. La regla 9 precisa que el trabajo por la justicia “puede llevar a algunos oblatos a identificarse con los pobres” y nos debe motivar a todos para colaborar, “por todos los medios conformes con el Evangelio, en la transformación de cuanto es causa de opresión y de pobreza […]”.

Al tratar del consejo evangélico de la pobreza, la constitución 19 lo sitúa en el proceso del seguimiento de Cristo, quien nos invita a dejarlo todo para ir con Él y aguarda nuestra respuesta libre: Por Él “escogemos la pobreza evangélica”. La constitución 2 indica el fin de esa opción, que “nos induce a vivir en más íntima comunión con Cristo y con los pobres”. Este valor primordial da a nuestra pobreza un sentido profundamente místico y a la vez apostólico. De ahí brotan otros valores como el del testimonio y la protesta contra los abusos del poder y la riqueza y el anuncio de un mundo liberado del egoísmo. Nace también una actitud humilde de escucha en el misionero, que se deja evangelizar por los pobres [99]. Todo ello se traduce en la disponibilidad al compartir fraterno a ejemplo de la primera comunidad cristiana, y en la búsqueda de un estilo de vida sencilla y generosa que contrasta con los señuelos de nuestra sociedad de consumo y nos lleva a aceptar con gozo la carencia de ciertas comodidades [100].

La pobreza evangélica por la que optamos no es un absoluto. La buscamos como un medio para vivir más plenamente el amor y para expresarlo mejor según las exigencias de nuestro carisma apostólico. La misión exige que usemos y administremos bienes temporales. Pero no podemos hacerlo sino en dependencia de la comunidad y de los superiores, y siendo conscientes de que estamos usando o administrando algo que es “en cierto modo patrimonio de los pobres”, que viene de los pobres y a ellos está destinado [101]. La comunidad misma queda expresamente invitada a compartir sus modestos recursos con los pobres: “[…] poniendo su confianza en la divina Providencia, no vacilará en emplear incluso lo que le es necesario para ayudar a los pobres” [102].

Naturalmente, se planteará con frecuencia el problema de armonizar las exigencias de la eficacia apostólica, que reclama el uso de los medios más aptos, con las del testimonio evangélico en el que imponen su lógica el renunciamiento y la locura de la cruz. Como escribe el P. Fernando Jetté: “La dificultad vendrá a menudo del medio en que vivimos y de las exigencias del apostolado. ¿Se puede ser hoy misionero sin tener automóvil? ¿Puede uno ser profesor o ecónomo sin máquina computadora? ¿Puede uno estar cerca de la gente sin seguir ciertos programas de televisión? ¿Podemos estar al día y mantenernos en forma sin seguir cursos complementarios?” [103]. Este problema debe mantenernos en una actitud de vigilancia y de discernimiento personal y comunitario, para no dejarnos arrastrar por la sociedad de consumo, y también para aceptar, respetando la capacidad y el carisma personal de cada uno, cierto pluralismo de opciones y de actitudes, que deberían apoyarse y completarse mutuamente [104].

Las constituciones 22 y 23 determinan el alcance del voto como tal que nos obliga a “llevar una vida de pobreza voluntaria”, renunciando al derecho de usar y disponer libremente de cualquier bien con valor económico, y a la propiedad de cuanto se adquiere por el trabajo personal o por otro título, salvo lo recibido por herencia. El oblato conserva la propiedad de lo que poseía antes de su ingreso y de lo que recibe en herencia. Antes de la primera profesión deberá ceder la administración de sus bienes y disponer de su uso y usufructo, para quedar libre de preocupaciones materiales [105]. Antes de la profesión perpetua, dispondrá por testamento de su patrimonio actual y de los bienes que pueda adquirir por herencia. La constitución 23 precisa, además, que “con autorización del superior general, un oblato con profesión perpetua puede renunciar a sus bienes presentes y venideros”.

El voto vivido en todo su alcance lleva consigo una profunda renuncia. “Esto significa, comenta el P. Jetté, que el oblato es pobre, incluso muy pobre: no tiene nada o casi nada, y no puede hacer uso de nada sino dentro de la obediencia. Su situación, hablando humanamente, es una situación de completa dependencia, una situación de menor de edad. Es el don radical de sí mismo a Dios. Lo hace libremente, por amor a Cristo y por amor a sus hermanos y hermanas de la tierra. La sinceridad y la profundidad de su entrega se manifestarán en la sencillez y la renunciación de su vida” [106].

En el Capítulo de 1986, el primero de los seis llamamientos que los oblatos percibieron como urgentes para ser “misioneros en el hoy del mundo” fue el de la pobreza en su nexo con la justicia. Misión, pobreza y justicia es justamente el título de la primera sección del documento capitular. Describe la miseria actual y las nuevas formas que reviste; y observa en especial que “por todas partes en nuestro mundo reina una forma seria de pobreza: la ignorancia del Evangelio y la pérdida de toda esperanza religiosa”. Muestra que en muchos casos la pobreza es fruto de estructuras injustas creadas y mantenidas por el egoísmo y la avaricia. El documento declara luego que los oblatos, como enviados a evangelizar a los pobres, se sienten interpelados por esa situación, y están resueltos a acercarse a los pobres, compartir con ellos y dejarse evangelizar por ellos, a apoyarlos en sus luchas por la justicia y solidarizarse con sus movimientos. A la luz de estas llamadas, el concilio exhorta a los oblatos a revisar su estilo de vida, a insertarse en medios populares, a compartir sus bienes con los pobres, a apoyar iniciativas como la red Justicia y Paz y el diálogo Norte-Sur [107]. Vasto y exigente programa ante el que nos sitúa nuestra misión y en el que nos compromete nuestro carisma.

Estas consignas de la Iglesia y de la Congregación, suscitadas por la nueva sensibilidad social de nuestro mundo, especialmente de los jóvenes, han abierto el camino para la adopción de un nuevo estilo de vida oblata. La pobreza se mira, no ya como simple despojo ascético, ni como mera estructura jurídica de dependencia, sino más bien como una actitud de sencillez acogedora, de cercanía afectiva y concreta a los humildes y de verdadera comunión con los pobres. Compartimos con ellos, no solo los recursos económicos, sino también nuestras riquezas personales de saber, de amistad y de fe. Es el ideal que persiguen en América Latina las comunidades religiosas insertas en medios populares (CRIMPO), entre las cuales se cuentan varias comunidades de oblatos.

El documento de Puebla indicaba ya que “[…] la opción preferencial por los pobres es la tendencia más notable de la vida religiosa latinoamericana”. Esta opción “ha llevado a la revisión de obras tradicionales para responder mejor a las exigencias de la evangelización. Asimismo ha puesto en una luz más clara su relación con la pobreza de los marginados, que ya no supone solo el desprendimiento interior y la austeridad comunitaria, sino también el solidarizarse, compartir y -en algunos casos- convivir con el pobre” [108]. De hecho, muchos religiosos han ido a establecerse en las barriadas más desprotegidas.

El P. Jetté en 1979 reconocía con gozo ese espíritu y orientación en los oblatos de América Latina: “Esta opción existe entre vosotros y constituye un testimonio para todos los oblatos. En todas partes vais a los pobres y trabajáis por ellos y con ellos. ‘Vuestros hermanos, vuestros queridos hermanos, vuestros respetables hermanos’, en palabras de nuestro Fundador, son los indios, los campesinos, los mineros, los subproletarios de las chabolas, los refugiados hmong de Guayana francesa. Vivís con ellos, sois testigos del amor de Dios entre ellos […] y les ayudáis en su esfuerzo por lograr la liberación integral” [109]. Las casas de formación situadas en ambientes humildes, abiertas a la gente y con un estilo de vida muy sencillo, son expresión y fruto de nuestra opción por los pobres y por una vida pobre. El contacto con los pobres nos ha enseñado el valor de nuestra pobreza evangélica y la dicha que encierra.

Pienso que la misma actitud se da en muchas de las comunidades oblatas del tercer mundo. En la clausura del Capítulo de 1980, el P. Jetté decía: “Los oblatos actuales perciben los llamamientos de los pobres de hoy, de los que están lejos, de los más abandonados, y quieren darles respuesta. En todas las regiones del mundo -lo hemos sentido a lo largo del Capítulo- tienen los ojos bien abiertos a las necesidades de los hombres. No nos falta generosidad […]” [110].

SÍNTESIS: LA POBREZA EN LA ESPIRITUALIDAD OBLATA

En el conjunto de la espiritualidad cristiana, la pobreza evangélica forma una constelación con la abnegación y la austeridad, la templanza y la mortificación, la humildad y la mansedumbre. Unida a ellas, es la condición indispensable para seguir a Cristo y para implantar su reino. Su función específica es la liberación de los corazones, la superación del deseo de poseer que impide la comunión con Dios y con los hermanos. Es lo que indica san Ignacio en su genial meditación de las dos banderas: así como el enemigo empuja al hombre a la búsqueda de los bienes materiales, y de ahí al orgullo del corazón y con él a todos los otros vicios, Jesús lleva a sus amigos a buscar la pobreza espiritual, que será seguida de la humildad y de todas las virtudes [111]. Desterrando los apegos a los bienes sensibles, la pobreza deja el corazón disponible para los llamamientos del amor cristiano.

En la espiritualidad religiosa, la pobreza va unida indisolublemente con la castidad y la obediencia. Las tres se compenetran íntimamente para expresar una vida consagrada al Absoluto, un seguimiento apasionado y radical de Cristo y la presencia viva de su Reino en este mundo. La vida marcada por los tres consejos evangélicos testimonia de forma especial la actualidad de las bienaventuranzas y la acción renovadora de Cristo en la humanidad.

La espiritualidad oblata contiene todo eso, pero con una orientación apostólica, misionera. Unida a la castidad y a la obediencia, la pobreza es para nosotros la expresión de una disponibilidad personal plena al servicio de las tareas del Reino. Somos pobres para consagrarnos por entero a la evangelización de los pobres, para ser los compañeros y colaboradores de Cristo Salvador, trabajando con Él y como Él buscando sólo “la gloria de Dios, el bien de la Iglesia y la salvación de las almas” [112].

Para que nuestra pobreza oblata sea lo que debe ser, han de evitarse los enfoques parciales y estrechos que empobrecen el concepto evangélico de pobreza y pueden ocasionar en la práctica conflictos y tensiones.

1. Nuestra pobreza debe mostrar con claridad sus raíces teologales. Debe ser inequívocamente una “pobreza por el Reino”, una pobreza que nos acerca a Dios y nos pone en comunión con Él. Más concretamente:

— a. Una pobreza que brota de una visión de fe, en la que Dios aparece como lo único Necesario, como la riqueza plena del corazón, que hacía exclamar a Francisco de Asís: “Mi Dios y mi todo” y a Teresa de Jesús: “Solo Dios basta”.

b. Una pobreza acompañada y sostenida por una confianza filial en un Dios bueno y providente, siempre atento a los clamores de los pobres que acuden a Él. Esa era la actitud de los “pobres de Yavé” que buscaban refugio y apoyo en Dios y se sometían amorosa y confiadamente a sus designios en los que veían las trazas de su Corazón de Padre… La Regla del Fundador dice que “cualquiera que sea la necesidad, nunca se permite mendigar; se esperará la ayuda de la Providencia” [113]. La Regla actual nos pide todavía más: “La comunidad […] poniendo su confianza en la divina Providencia, no vacilará en emplear incluso lo que le es necesario para ayudar a los pobres” [114].

c. Una pobreza inspirada por el amor de Dios, por quien se deja todo, y por el amor a los hermanos, a cuyo servicio queremos consagrar toda la vida. Sin este impulso de amor, la pobreza dejaría de ser una virtud cristiana o una actitud evangélica; quedaría reducida a legalismo estéril o a simple dimensión socio-económica, con dudosas repercusiones humanitarias.

La inspiración teologal de la pobreza entraña una actitud contemplativa que favorece la actuación de los dones del Espíritu Santo, especialmente del don de piedad. Este procura una experiencia gozosa e íntima de la filiación divina y de la fraternidad cristiana, como la que tuvieron Francisco de Asís, Teresa del Niño Jesús y Carlos de Foucauld. Esta impregnación teologal libera también la práctica de la pobreza de las tensiones posibles entre las exigencias jurídicas y las llamadas evangélicas, entre la austeridad personal y el compartir comunitario, entre el uso de medios apostólicos eficaces y el testimonio de renunciamiento evangélico, entre el anuncio del Evangelio y la promoción de la justicia social.

2. Nuestra pobreza debe ser claramente cristocéntrica. Debe hacernos entrar en la kénosis de Cristo, que se hizo pobre para enriquecernos y nos salvó mediante el despojo total de la Cruz (cf. 2 Co 8, 9 y Fil 2, 7). Nuestra vocación nos pide dejarlo todo “para seguir a Jesucristo” (C 2). Este seguimiento implica un conocimiento y una experiencia íntima del Maestro, una identificación con Él y una voluntad de dejarle vivir en nosotros para poder cooperar con Él en su obra salvífica (cf. ib.). Tal es la norma fundamental de nuestra vida: seguir a Jesucristo por amor y de manera concreta, de suerte que a través de nosotros Él pueda llevar adelante su misión. En un esfuerzo ascético por imitarle, hay que evitar toda actitud de posesión egoísta y de autosuficiencia. Y, al mismo tiempo, hay que buscar una comunión personal y una apertura amorosa a la acción de su Espíritu para entrar en el misterio de su pobreza y de su kénosis salvadora. Esta comunión con Cristo pobre reclama e inspira la comunión con los pobres, garantiza su autenticidad y le comunica su fuerza salvífica.

3. Nuestra pobreza tiene un perfil mariano característico. María “sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que confiadamente esperan y reciben de Él la salvación” [115].Ella fue también quien vivió, en la más profunda y singular comunión, el misterio del anonadamiento del Salvador. En ella alcanzó su cima la bienaventuranza prometida a los pobres, porque el Señor miró la pequeñez de su servidora, por lo que todas las generaciones la bendecirán. Ella, “Madre de los pobres, los humildes y sencillos” debe inspirar nuestra actitud de cercanía compasiva y “maternal” a los pobres de nuestro mundo [116]. Debemos sembrar en sus corazones la esperanza en el Dios Liberador.

5. Nuestra pobreza está marcada por la irradiación apostólica. Debe hacernos totalmente disponibles para las tareas del Reino y aptos para ser los portavoces y testigos de Jesucristo y de los valores evangélicos. “La Iglesia evangelizadora se hace creíble en sus miembros cuando en su propia pobreza transparenta los valores superiores que predica” [117]. La misma evangelización implica una actitud de diálogo sincero y amistoso con toda clase de personas, de cualquier condición o nivel social o cultural que sean; lo cual obliga a un profundo desprendimiento personal. Solo quien es realmente pobre puede darse por entero, sacrificando tiempo, gustos, comodidad, recursos humanos y la propia vida por el Evangelio. Sólo él puede reflejar las actitudes de Jesús “manso y humilde de corazón”, el Evangelizador por antonomasia. Solo él, partiendo de la experiencia de sus límites y de su fragilidad, puede anunciar libremente y con audacia (la parresía apostólica), apoyándose en Aquél que le conforta, el mensaje de la salvación.

Es verdad que la misión exige medios y bienes materiales y que Dios pide que se pongan las riquezas y los recursos de la técnica al servicio del Reino, La pobreza apostólica consistirá entonces en el uso evangélico de tales bienes, de modo que el mensaje del Evangelio no quede oscurecido y que en la vida del misionero y de la comunidad evangelizadora aparezca con claridad que la única riqueza que se busca es Cristo y los bienes de salvación que trae a la humanidad. Debe quedar también patente que la eficacia del Evangelio no proviene de los poderes de este mundo como son los recursos económicos, el prestigio social, el poder político, etc. sino de la acción soberana del Espíritu. Esto nos sitúa ante un franco desafío: cómo mantener un estilo de vida sencillo, realmente pobre y cercano a la gente, aun utilizando riquezas considerables para la evangelización, y cómo privilegiar el uso de medios pobres que se ajustan mejor al mensaje que anunciamos y que a menudo tienen gran fuerza testimonial [118].

5. Por último, nuestra pobreza debe ser la que responde a nuestro carisma de misioneros de los pobres. Si por ser “cristiana” toda evangelización debe ir marcada con el sello de la pobreza, es evidente que eso vale sobre todo para la evangelización que, por vocación, se dirige a los pobres, a los “sin poder, sin esperanza y sin derechos” [119]. Para cumplir esta misión, nuestra pobreza debe tener las tres características siguientes:

a. Dar testimonio de cercanía a las personas. Dice el Capítulo de 1980: “Queremos estar cerca de ellos para compartir lo que tienen y tenemos, para aprender a mirar a la Iglesia y al mundo desde su punto de vista y verlos a través de la mirada del Salvador crucificado (C 4). Somos así evangelizados por ellos y llegamos a ser, entre ellos, mejores testigos de la presencia de Jesús que se hizo pobre para liberar a la persona humana y a la creación entera” [120]. Esta cercanía a la gente y esta comunión con ella nos lleva a revisar nuestro estilo de vida, a establecernos en barrios pobres, a compartir con los pobres los recursos y hasta el género de vida. Así hacen ciertos oblatos en América Latina. Mons. Helder Cámara decía un día al P. Jetté, nuestro superior general: “Los oblatos están donde están los pobres con todas sus miserias…Los pobres conocen a Don Helder, pero el P. Larry [Rosebaugh] es quien conoce a los pobres” [121].

b. llevar una presencia liberadora, apoyando las luchas de los pobres por la justicia y trabajando por transformar “cuanto es causa de opresión y de pobreza” [122], a fin de construir una sociedad fraterna en la que vean reconocidos sus derechos.

c.respetar la cultura de los pobres. La escala de valores de los pobres del tercer mundo es bastante distinta de la que está en vigor en occidente. Los factores de economía y de tiempo, por ejemplo, cuentan poco frente a las personas y a sus exigencias primarias de comunión, como la familia, la hospitalidad…La inculturación de la vida religiosa en los países en vías de desarrollo constituye un gran desafío para los superiores y formadores como observa el P. Alexander Motanyane [123]. Es preciso hacerle frente con firmeza y paciencia, a través de un diálogo sereno y evangélico.

CONCLUSIÓN

Hemos visto cómo el ideal de pobreza evangélica concebido y vivido por Eugenio de Mazenod y compartido por sus primeros discípulos se encarnó en la vida de los Misioneros Oblatos de acuerdo a las corrientes espirituales de la época. Vimos cómo se enriqueció con las nuevas perspectivas teológicas, espirituales y pastorales del Concilio y el posconcilio. Los tiempos nuevos han abierto la vía a nuevas formas de pobreza y a nuevos modos de practicarla en la vida personal, comunitaria y apostólica. Pero es la misma savia cristiana, en su doble tendencia de exigencia ascética y de impulso místico, la que explica ese dinamismo vital no desmentido a lo largo la historia de nuestro Instituto.

San Eugenio quiso crear una sociedad para evangelizar a los pobres y le dio como fundamento vivo la unión íntima con Cristo el gran Pobre y el gran Liberador de todas las pobrezas que afectan al hombre. Esas pobrezas se presentan con rostros múltiples. También la pobreza oblata toma formas y aspectos nuevos, aunque conservando el impulso vigoroso del carisma original. Hoy como ayer, los oblatos optan por la pobreza a fin de “vivir en más íntima comunión con Cristo y con los pobres” (C 20). Y porque viven esta doble comunión, no pueden menos de amar y de vivir apasionadamente la pobreza evangélica.

Olegario DOMÍNGUEZ