1. Sacerdotes
  2. Eugenio De Mazenod
  3. José Fabre
  4. Luis Soullier
  5. Casiano Augier
  6. Agustín Dontenwill
  7. Teodoro Labouré
  8. León Deschatelets
  9. Fernando Jetté
  10. Constituciones Y Reglas De 1982
  11. Hermanos Y Sacerdotes
  12. Normas Generales De La Formación Oblata
  13. Marcelo Zago


SACERDOTES

El fundador, Eugenio de Mazenod, los superiores generales que le han sucedido y también los Capítulos generales solo raramente han hablado en forma explícita del sacerdocio en la Congregación. Nadie debería extrañarse de ello por esta simple razón: el sacerdocio, como lo demuestran las Constituciones, la tradición viva y la vida de la Congregación forma parte de ella y de su ministerio en tal grado que no se ha sentido la necesidad de hablar expresamente de él. De ese modo también, ni Eugenio ni sus sucesores han creído necesario decir que los miembros de la Congregación eran católicos; su vida y su ministerio lo atestiguan.

Si hubo un problema, éste vino de la presión que ejercía el trabajo presbiteral; fácilmente podía ocasionar negligencia en la vida religiosa respecto a los ejercicios espirituales y a las observancias. Por eso, se ha hablado con frecuencia de las exigencias de la vida religiosa y de su observancia como de medios necesarios para ser fieles a la vocación de sacerdotes misioneros. Ahí es, pues, donde encontraremos los elementos de la espiritualidad sacerdotal. Para el oblato, vida sacerdotal, vida misionera y vida religiosa son inseparables. Su vida debe formar un solo todo con aspectos diferentes.

Los primeros miembros de la Congregación eran todos sacerdotes o aspirantes al sacerdocio. La mayor parte de los que vinieron después, si no eran ya sacerdotes, entraban para serlo. Consagraron varios años a la formación espiritual e intelectual requerida para ser ordenados, y como sacerdotes actuaron durante el resto de su vida.

Parece que fue únicamente después del Capítulo de 1966 cuando ciertos oblatos empezaron a poner en discusión el carácter presbiteral de la Congregación [1]. El concilio Vaticano II extendió la noción de “misionero” en sentido estricto a los no ordenados [2]. Con todo, no se tocaba el punto fundamental del envío, de parte de un superior jerárquico, para predicar y ejercer los demás ministerios apostólicos con el fin de llevar las personas a Jesucristo y a la plena comunión con la Iglesia por la celebración de los sacramentos. La función del sacerdocio ministerial no quedó disminuida o rebajada; fue más bien el sacerdocio común de los fieles el que fue reconocido en su justo valor. Eugenio de Mazenod fundó una sociedad de sacerdotes que iban a ser misioneros y asoció algunos laicos a ese trabajo sacerdotal.

Suprimir el papel principal del sacerdocio ministerial en la Congregación sería cambiarla sustancialmente y, por consiguiente, destruir lo que quiso crear San Eugenio de Mazenod al fundar los Misioneros Oblatos de María Inmaculada.

EUGENIO DE MAZENOD

Siendo joven sacerdote, Eugenio sintió atractivos opuestos respecto a su ministerio. Pero, en las cuestiones importantes, él no era naturalmente inclinado a tomar decisiones rápidas. El 28 de octubre de 1814 confiaba su dilema a su amigo Carlos de Forbin-Janson, quien primero había querido ir a China como misionero y luego, respondiendo a la recomendación de Pío VII, había tomado parte en la fundación de la Misión de Francia.

“No conozco todavía lo que Dios exige de mí, pero estoy tan resuelto a hacer su voluntad apenas la conozca, que partiría mañana a la luna […] Así te diré sin dificultad que estoy fluctuando entre dos proyectos: el de irme lejos a enterrarme en una comunidad muy regular de una Orden que siempre he apreciado; o bien, el de establecer en mi diócesis precisamente eso que tú has hecho con éxito en París […] Este segundo, sin embargo, me parecía más útil, dado el estado horroroso al que están reducidos los pueblos” [3].

En el siguiente mes de diciembre, durante su retiro anual, sus meditaciones sobre el Reino de Jesucristo, las banderas, y el servicio apostólico según los Ejercicios espirituales de San Ignacio le confirmaban en la orientación apostólica de su ministerio. En setiembre de 1815, al presentársele con claridad la forma exacta que éste iba a tomar, emprendía las etapas necesarias para su realización.

“Como el Jefe de la Iglesia está persuadido de que, en la infeliz situación en que Francia se encuentra, solo las misiones pueden hacer que los pueblos recobren la fe, que de hecho han abandonado, los buenos eclesiásticos de varias diócesis se reúnen para secundar las intenciones del Pastor supremo. Nosotros hemos estado en condiciones de experimentar la indispensable necesidad de emplear ese remedio en nuestras comarcas y, llenos de confianza en la bondad de la Providencia, hemos echado los cimientos de una fundación que proporcionará habitualmente fervorosos misioneros a nuestras zonas rurales […] Una parte del año se dedicará a la conversión de las almas; la otra, al retiro, al estudio, a nuestra santificación personal” [4]

Para comprender bien el pensamiento de Eugenio de Mazenod, hace falta recordar la situación religiosa de la Francia de su época. Durante la Revolución (1789-1799), todas las comunidades religiosas masculinas y femeninas habían sido suprimidas; sus casas y sus iglesias habían sido destruidas o destinadas a fines profanos; el clero diocesano había sido perseguido – ejecutado, encarcelado o reducido al exilio o a la clandestinidad – , y todos los seminarios habían sido cerrados por varios años. Los efectos de esta situación se hicieron sentir por mucho tiempo después de terminada la persecución abierta. El número de sacerdotes en activo entre 1809 y 1815 había bajado de 31.870 a 25.874.

Eugenio de Mazenod veía que la Iglesia no respondía a las necesidades de todos. Lograba apenas alcanzar a aquellos que habían permanecido fieles. No es que al clero le faltara celo; pero el número de sus miembros se había reducido mucho y se hacían viejos. La situación pastoral había cambiado; se precisaban métodos especiales. Tras la abdicación de Napoleón en 1815, empezó a revivir, a través de Francia, un método de renovación espiritual que había tenido en el país una larga y gloriosa historia: las misiones parroquiales. Eugenio tuvo un papel clave en esa renovación espiritual. En 1818 escribía lo que iba a ser más tarde el Prefacio de las Constituciones. Ahí expresó claramente su intención de fundar una sociedad de sacerdotes. Después de haber mencionado los desastres que afligían a la Iglesia y la escasez de los que respondían a su llamada, prosigue así:

“La vista de esos desórdenes ha conmovido el corazón de algunos sacerdotes celosos de la gloria de Dios, que aman a la Iglesia y que estarían dispuestos a sacrificarse, si hiciera falta, por la salvación de las almas.

“Están convencidos de que, si se formasen sacerdotes celosos, desinteresados, sólidamente virtuosos, en una palabra, hombres apostólicos que, convencidos de la necesidad de su propia reforma, trabajasen con todo su empeño en convertir a los otros, se podría abrigar la esperanza de hacer volver pronto los pueblos descarriados a sus deberes largo tiempo olvidados […].

“¿Qué hizo, en efecto, Nuestro Señor Jesucristo cuando quiso convertir el mundo? Escogió a unos cuantos apóstoles y discípulos a quienes formó en la piedad y llenó de su espíritu y, después de instruirlos en su escuela, los envió a la conquista del mundo […]

“¿Qué deben hacer a su vez los hombres que desean seguir las huellas de Jesucristo, su divino Maestro, para reconquistarle tantas almas que han sacudido su yugo? Deben trabajar seriamente por ser santos […], renunciarse por entero a sí mismos, poner su mira únicamente en la gloria de Dios, el bien de la Iglesia y la edificación y salvación de las almas […].

“Tales son los frutos copiosos de salvación que pueden resultar de los trabajos de los sacerdotes a quienes el Señor inspiró el deseo de reunirse en sociedad para trabajar más eficazmente por la salvación de las almas y por su propia santificación […].

“Así los sacerdotes, al consagrarse a cuantas obras de celo puede inspirar la caridad sacerdotal, y principalmente a la obra de las santas misiones, que es el fin principal de su reunión, intentan someterse a una Regla y a unas Constituciones”.

El primer artículo de las Constituciones escritas por el P. de Mazenod y aprobadas por la Santa Sede en 1826 resume los puntos básicos del Prefacio:

“El fin de esta pequeña Congregación de los Misioneros Oblatos de la Santísima e Inmaculada Virgen María […] es que, unos sacerdotes seculares, reunidos en comunidad y viviendo como hermanos, se entreguen principalmente a la evangelización de los pobres, imitando asiduamente las virtudes y los ejemplos de Nuestro Salvador Jesucristo”.

Después de su retiro de 1831, el P. de Mazenod redactó un breve comentario en el que, tras haber citado este primer artículo, añadía: “Los medios que empleamos para lograr ese fin, participan de la excelencia del fin; son indiscutiblemente los más perfectos, porque son precisamente los mismos usados por nuestro divino Salvador , sus Apóstoles y sus Discípulos, es decir, la práctica exacta de los consejos evangélicos, la predicación y la oración, mezcla feliz de la vida activa y contemplativa de la que nos dieron ejemplo Jesucristo y los Apóstoles, la cual, por eso mismo, es sin discusión el punto culminante de la perfección que Dios nos ha dado la gracia de comprender; de esa práctica nuestras Reglas son solo el desarrollo” [5].

En el tercer capítulo de la segunda parte, titulado: “De las otras observancias principales”, se encuentra también esto: “Ya quedó dicho que los misioneros deben, en cuanto lo permite la fragilidad de la naturaleza humana, imitar en todo los ejemplos de Nuestro Señor Jesucristo, principal fundador de la Sociedad, y de los Apóstoles, nuestros primeros padres.

“Imitando a esos grandes modelos, emplearán una parte de su vida en la oración, el recogimiento y la contemplación en el retiro de la casa de Dios en la que habitarán juntos. La otra parte, la consagrarán enteramente a las obras exteriores del celo más activo, como son las misiones, la predicación y las confesiones, la catequesis y la dirección de la juventud, la visita de enfermos y prisioneros, los retiros espirituales y otros ejercicios semejantes.

“Pero, tanto en la misión como en el interior de la casa, pondrán su principal empeño en avanzar por los caminos de la perfección eclesiástica y religiosa; se ejercitarán sobre todo en la humildad, la obediencia, la pobreza, la abnegación de sí mismos, el espíritu de mortificación, el espíritu de fe, la pureza de intención y lo demás; en una palabra, procurarán hacerse otros Jesucristo, exhalando doquiera el aroma de sus amables virtudes” [6].

Habiendo logrado realizar, tras un largo combate, en su propia vida de sacerdote, la unidad entre la acción y la contemplación, Eugenio prescribe una unidad semejante de objetivo y de vida para su Congregación, sociedad de misioneros, es decir, de sacerdotes que imitan a Jesucristo y siguen las huellas de los Apóstoles practicando las mismas virtudes y evangelizando a los pobres.

Esta unidad de vida resalta también en el mismo tercer capítulo, cuando el Fundador insiste en el puesto que hay que dar a la humildad: “Así llegarán a familiarizarse con la santa virtud de la humildad, que no cesarán de pedir a Dios como algo que les es sumamente necesario en el ministerio peligroso que ejercen. Pues, como ese ministerio produce de ordinario grandes frutos, sería de temer que los éxitos brillantes, que son obra de la gracia y cuyo honor por tanto se ha de referir por entero a Dios, fueran a veces un lazo peligroso para el misionero imperfecto que no estuviera bien ejercitado en esta principal e indispensable virtud” [7].

El empleo que Eugenio hace de la palabra “misionero” plantea un problema de hermenéutica al lector moderno. Esa palabra, en efecto, tiene para él un sentido más restringido que el que hoy le damos. Se puede comprobar en la primera parte de las Constituciones. La usa constantemente en el sentido que le habían dado el cardenal de Bérulle en 1613 y San Vicente de Paúl en 1617: designa a los sacerdotes de la Congregación [8]. Solo más tarde usará ese término para designar también a los sacerdotes enviados a las misiones extranjeras. Al dar a su sociedad el nombre de Misioneros de Provenza y, más tarde, el de Misioneros Oblatos de María Inmaculada, Eugenio de Mazenod tenía en la mente una sociedad de sacerdotes misioneros.

En una palabra, el Fundador utilizó la palabra misionero en el sentido que tenía desde dos siglos antes. Por eso, en el primer artículo del capítulo sobre los Hermanos, habla de ellos como de hombres que entran en la Congregación, no para ser misioneros, sino para salvar su alma. Sólo con el Concilio Vaticano II y con su teología del apostolado de los bautizados se empezó a hablar en los documentos de la Iglesia de los laicos como misioneros.

Los diversos ministerios de los miembros de la Congregación se enumeran en la primera parte de las Constituciones: las misiones, la predicación, la confesión, la dirección de la juventud, las cárceles, los moribundos, el oficio divino y las ejercicios públicos en la iglesia. En aquel tiempo, todos estos ministerios, excepto el rezo del oficio, estaban reservados al clero. Como el oficio divino se rezaba en latín, los hermanos no lo rezaban. Por tanto, todos los ministerios enumerados eran los de los clérigos.

¿Qué había sobre los trabajos apostólicos? El Capítulo general de 1824 reconoció que la aceptación de seminarios para la formación del clero diocesano era contraria a la letra más bien que al espíritu de nuestras Constituciones, y pidió por unanimidad que el superior general las modificara en ese sentido. Sin embargo, hasta 1853 no apareció esa adición en el texto de la Regla.

“El fin más excelente de nuestra Congregación, después de las misiones, es sin duda la dirección de los seminarios, donde se forman los clérigos […] Los misioneros se afanarían en vano por arrancar a los pecadores de la muerte, si no hubiera en las parroquias sacerdotes que, llenos del Espíritu Santo y siguiendo las huellas del Buen Pastor, se encargaran de apacentar con cuidado y constancia las ovejas que se han vuelto hacia él” [9].

La edición de 1853 abrogó también la prohibición absoluta de ejercer ministerio en favor de las religiosas, de predicar cuaresmas y de encargarse de parroquias. Aunque las misiones extranjeras hayan ocupado un lugar importante en la vida y el ministerio de la Congregación, hasta 1910 no se hará mención explícita de ellas en ningún artículo de las Constituciones. Esta laguna, sin embargo, fue compensada con la Instrucción sobre las misiones extranjeras que se publicó como anexo a las Constituciones desde 1853. Solo en 1928 presentaron las Constituciones un capítulo íntegro sobre los puntos principales de dicha instrucción.

La Instrucción se dirigía claramente a un instituto de sacerdotes cuyo ministerio consistía en convertir personas y conducirlas, por la predicación y la catequesis, a los sacramentos del bautismo, la penitencia y la eucaristía, y así a la plena comunión con la Iglesia. En una palabra, los misioneros estaban llamados a cumplir en el extranjero, en la medida posible, las mismas tareas que en Francia. Los hermanos son mencionados solo dos veces: como acompañantes del sacerdote y como profesores de oficios.

Eugenio de Mazenod no consideraba acabada la evangelización de los pobres mientras no desembocaba en la recepción de los sacramentos de la penitencia y la eucaristía. El ministerio del sacerdote era, pues, esencial a la actividad misionera. Es lo que resulta en primer lugar del párrafo de la Regla sobre la administración del sacramento de la penitencia:

“No hay duda de que en la alternativa deba preferirse el ministerio de la confesión al ministerio de la palabra, puesto que en el tribunal de la penitencia se puede suplir la falta de instrucción con los consejos particulares dados al penitente, mientras que el ministerio de la palabra, no puede suplir al de la penitencia instituido por Cristo Señor para reconciliar al hombre con Dios. Por eso, nunca se rehusará acceder a los deseos de las personas que piden confesarse, ya sea en misión, ya fuera del tiempo de las misiones” [10].

Que el Fundador mirara el ministerio sacramental como necesario a la evangelización, nos lo revela también un hecho referido por Mons. Vidal Grandin. A causa de la costumbre de los amerindios de tolerar la poligamia y el divorcio, los misioneros no admitían a la eucaristía más que a algunos ancianos convertidos: “He oído contar a Mons. Taché que nuestro venerado Fundador, con quien estaba, le hizo esta pregunta: ‘¿Tiene usted muchas comuniones entre sus fieles?’ ‘Monseñor, respondió el joven obispo [tenía entonces 28 años], aún no hemos osado admitir más que a algunos ancianos’ ‘¿qué me dice?, replicó con extrañeza el Superior general de los oblatos, ¡no ha admitido más que a algunos ancianos y usted supone poder cristianizar ese pueblo! No cuente con ello sin la Santa Eucaristía…’ ” [11].

Eugenio de Mazenod ha fundado, pues, una Congregación de sacerdotes que serían misioneros, es decir, que irían a predicar el evangelio por los campos de Provenza a fin de llevar a Jesucristo y a la práctica religiosa los pueblos pobres y espiritualmente abandonados. Envió sus misioneros a Inglaterra, a América del Norte, a Asia y a Africa con el mismo objetivo, pero también para prestar cuidado a las personas que no tenían sacerdotes, volver a la Iglesia a los cristianos no católicos y convertir a quienes nunca habían oído el Evangelio. Para Eugenio, los oblatos debían ser más que sacerdotes ordinarios. Su vocación era la de ser misioneros, y para serlo, debían ser sacerdotes. Pero para responder a su vocación misionera, habían de ser sacerdotes ejemplares, y para serlo justamente eran religiosos. Estas tres características: sacerdote, misionero y religioso, son esenciales a la Congregación, y lo mismo a cada oblato, esté o no esté ordenado.

JOSÉ FABRE

El sucesor inmediato de Mons. de Mazenod, el P. José Fabre, comprendió que su tarea principal era la de guardar la fidelidad al Fundador exigiendo la observancia puntual de las Constituciones. Partiendo sin duda de su propia experiencia religiosa y pastoral, que se limitaba a su función de educador en Francia, y sin negar de ningún modo la dimensión misionera de la vida oblata, insistió mucho en su aspecto religioso. Encontramos la razón de esa insistencia en su carta circular del 21 de marzo de 1862:

“¿A qué somos llamados, mis queridos Hermanos? A hacernos santos, para trabajar eficazmente en la santificación de las almas más abandonadas. Esa es nuestra vocación, no la perdamos de vista y esforcémonos, en primer lugar, por comprenderla bien. Debemos trabajar activamente, generosamente en nuestra propia santificación, es decir, meditar cada día en forma más seria y profunda, en los deberes de nuestro estado, conocer cada vez mejor las virtudes que Dios exige de nuestra alma, para que ella llegue mediante una conducta cada vez más religiosa a la práctica de nuestras santas obligaciones. Somos sacerdotes, somos religiosos; esta doble calidad nos impone deberes acerca de los cuales nunca hemos de engañarnos, deberes que nunca hemos de olvidar. Trabajar en la santificación de los otros por el ejercicio del ministerio exterior, es una misión muy hermosa, pero es solo una parte de nuestra santa vocación. Ella presupone la primera como su principio y como fuente de su fecundidad. En efecto ¿podremos corresponder eficazmente y de modo sobrenatural a la gracia del ministerio de las almas, si no tenemos ya una percepción clara y un sentimiento profundo de la necesidad de nuestra propia santificación?” [12]

LUIS SOULLIER

El 8 de diciembre de 1896, el P. Soullier, tercer superior general, escribía una circular de 127 páginas titulada De los estudios del misionero oblato de María Inmaculada y dirigida “a todos los religiosos, sacerdotes o aspirantes al sacerdocio, en la Congregación de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada”. Su predecesor, el P. Fabre, había tratado con profundidad el tema de la vida religiosa. El P. Soullier fijó su atención en la vida intelectual. Explica así el objeto de su carta:

“Mientras escribíamos estas páginas, nos dominaba el pensamiento de que la santidad y la ciencia son las dos condiciones esenciales y como las dos bases de la predicación, y también sentíamos el temor de que, plenamente convencidos de la santidad para el ministerio apostólico, no lo estuvierais tanto de la necesidad de la ciencia. Este pensamiento y este temor nos han inspirado el propósito de exponeros acerca de la cuestión de la ciencia y del estudio lo que creemos ser el espíritu de nuestra vocación.

“Para conocer este espíritu, es necesario mirarnos a nosotros mismos bajo el cuádruple aspecto de religiosos, de sacerdotes, de apóstoles y de oblatos […] Recojámonos juntos y pidamos al Espíritu, que nos fue infundido el día de nuestra oblación religiosa y de nuestra ordenación sacerdotal, que nos haga comprender mejor estas tres cosas: la necesidad del estudio, los objetos de nuestros estudios y el carácter sobrenatural que hemos de imprimir a nuestros estudios” [13].

CASIANO AUGIER

Es demasiado conocida la importancia que daba el Fundador al rezo del oficio divino como obra de la Congregación a fin de suplir a las órdenes religiosas suprimidas por la Revolución, para que tengamos que detenernos en ello. Con todo, no dudó en pedir a León XII la dispensa del oficio divino para los misioneros durante el tiempo de las misiones. El tercer sucesor de Mons. de Mazenod, el P. Casiano Augier, al recibir un indulto semejante escribe:

“Os lo confesaremos, si hemos dejado al indulto todo su alcance, no ha sido sin titubeos. Si no hubiéramos temido dar ocasión a escrúpulos, con gusto habríamos puesto restricciones a la dispensa que ese indulto nos permite otorgar de modo general. Pero lo que no hemos hecho por autoridad, tenemos la firme confianza que vosotros mismos lo haréis espontáneamente inspirados solo por vuestra piedad. Sin retirar nada de la amplitud que nos deja el indulto, no podríamos recomendaros suficientemente que no os dispenséis del rezo del oficio más que en el caso en que en conciencia, ante Dios y ante los hombres, tengáis motivos serios para hacerlo.

“Al dirigiros esta apremiante exhortación, creemos responder a las intenciones de la Iglesia. A ella le interesa la oración pública y oficial de sus sacerdotes, como uno de los principales elementos de santificación para la santificación de ellos y una condición de fecundidad para su ministerio […].

“Creemos también mantenernos así en el espíritu de nuestro venerado Fundador. Todos sabéis qué devoción tenía por el oficio divino y qué importancia daba a su recitación […] Finalmente, pensemos en los intereses de nuestras almas. Temamos que, disminuyendo con excesiva facilidad la oración, disminuyamos las gracias de las que tenemos tanta necesidad” [14].

AGUSTÍN DONTENWILL

Tras su visita a las misiones oblatas de Africa del Sur en 1922, Mons. Agustín Dontenwill se dirigía a toda la Congregación:

“Sí, uno está orgulloso de ser oblato, cuando uno ha podido palpar con su mano, como lo hemos hecho, tantas pruebas de la supervivencia del espíritu apostólico entre los nuestros; cuando les hemos visto fraternalmente unidos, gozosos y activos, trabajando alegremente en la pobreza y las privaciones, la renuncia y el olvido de sí mismos y mostrándose fieles ( en cuanto se lo permite su aislamiento) a sus obligaciones de oblatos.

“Y como las gentes evangelizadas por ellos nos repetían en múltiples formas su afecto y su gratitud a “sus Padres”, nuestro corazón se ensanchaba con legítimo orgullo y daba gracias al Señor por habérnoslos mantenido tan fieles a su santa vocación. Y nos venía a la mente esta frase del Prefacio de nuestras Constituciones: ‘Tales son los copiosos frutos de salvación que pueden resultar de los trabajos de los sacerdotes a quienes el Señor inspiró el deseo de unirse en sociedad… si desempeñan con dignidad su ministerio y responden santamente a su excelsa vocación’ ” [15].

TEODORO LABOURÉ

El mismo Fundador había aceptado 6 parroquias, 5 de ellas en Francia. Sin embargo, el tema de asumir la administración de parroquias fuera de los países de misión, fue objeto de frecuentes debates entre los oblatos. Ningún superior general ha hablado con más ardor de las misiones extranjeras que el P. Labouré. Con todo, él no vaciló en alabar el trabajo pastoral de los oblatos en Inglaterra. Para celebrar el centenario de la llegada de los oblatos a las islas británicas, dirigía en 1941 una circular a la provincia anglo-irlandesa.

“Las parroquias urbanas como las de Liverpool, Leeds, Leith, Londres, etc. han progresado y su número ha aumentado sobre todo de 20 años acá […] Al fundar una Congregación de misioneros, Mons. de Mazenod pensaba en los pobres de Jesucristo. En su ardiente celo por las almas, quiso consagrarse a la evangelización de los pobres y de los más abandonados. Evangelizare pauperibus misit me ¿No parece, entonces, providencial que los oblatos de María Inmaculada terminen estableciendo fundaciones duraderas en ciudades populosas más bien que en aquellas regiones rurales donde habían realizado los primeros empeños misioneros? En Liverpool, Leeds, Londres y Leith, el trabajo de los Padres fue, durante los primeros años de esas misiones, ejercer su ministerio en los barrios populosos de tremenda pobreza. No necesito recordaros, queridos Padres y Hermanos, los trabajos heroicos de los oblatos en los barrios pobres de nuestras numerosas parroquias. Vosotros sabéis con qué generosidad los Padres se han consagrado al alivio de la miseria espiritual y material de sus fieles. Impulsados por la caridad de Cristo, han amado a los pobres y han sufrido por ellos, realizando a la letra las palabras de nuestro divino Maestro: Pauperes evangelizantur. Los pobres están todavía con vosotros y proseguís entre ellos ese noble ministerio de celo sacerdotal. Es un apostolado del que vuestra provincia puede estar orgullosa” [16].

Situándose en el contexto de los horrores de la segunda guerra mundial, el P. Labouré terminaba su carta con un llamamiento a la superación a ejemplo del Fundador:

“Mirando al porvenir ¿no deberíamos volvernos hacia el Todopoderoso en estos días de angustia y de tristeza, para pedirle todavía más fuerzas? Vosotros aceptáis sin duda con humilde resignación las privaciones, los peligros y las desgracias que pueden sobrevenir en vuestras casas y en vuestras iglesias. Lo importante es implorar a Dios, no tanto por la preservación de nuestros bienes materiales, como por la conservación y profundización de lo que cuenta mucho más: nuestro espíritu religioso en constante fidelidad a nuestra regla y en un cultivo todavía más intenso de las virtudes que nuestro venerado Fundador deseó siempre encontrar en todos sus oblatos. La salvación de las almas confiadas a vuestro cuidado y su progreso en las virtudes cristianas serán siempre el objeto de vuestras peticiones. Y, finalmente, como medio adecuado para lograr ese fin, el mantenimiento de las obras que habéis fundado. Rezad, pues, a menudo y haced rezar a vuestros fieles en vuestras iglesias y misiones, pero sobre todo buscad sin cesar, en vuestra vida espiritual, el ideal de perfección sacerdotal y religiosa que tan admirablemente describen el Prefacio y cada página de nuestras santas Reglas” [17].

LEÓN DESCHATELETS

La costumbre de escribir circulares a modo de verdaderas encíclicas, la ha restablecido el P. Deschatelets. El 15 de agosto de 1951 dirigió una a toda la Congregación con el título: Nuestra vocación y nuestra vida de unión íntima con María Inmaculada. Esa circular de 89 páginas intentaba ser un documento de base para la vida espiritual del oblato. Tras haber establecido las ocho características del hombre espiritual y apostólico tal como lo describe la Regla, proseguía así:

“Sacerdotes somos en primer término: Finis hujus parvae Congrega- tionis …est ut coadunati sacerdotes…(art. 1). Sacerdotes entre tantos otros. No obstante, sacerdotes con una inspiración especial, lo cual añade un relieve peculiar al sacerdocio oblato. Estamos destinados a devolver al sacerdocio toda su gloria y su prestigio y para arrastrar con el ejemplo de nuestra vida a cuantos como nosotros están marcados con el carácter sagrado de la ordenación. El Fundador, al echar las bases de su Instituto pensaba en la reforma y en la santificación del clero, así como proyectaba la conversión de las masas, y por eso exigía de parte de sus primeros discípulos una vida sacerdotal tan alta y tan perfecta […].

“¿Podemos poner en duda que, desde el comienzo del Instituto, fue de verdad una nota característica del sacerdocio oblato el distinguirse por su fervor, por su celo para la conversión de todas las almas, pero sobre todo de las almas sacerdotales? A nuestro parecer, es un punto indiscutible de nuestros orígenes […].

“El oblato no puede ser como los otros sacerdotes; debe ser el modelo de ellos. Las gracias de su vocación lo proyectan hacia las cimas y hacen de él, para el sacerdocio, un animador y un formador […].

“El Prefacio es la síntesis de la Regla. Además ésta en términos bien claros nos recordará nuestro deber de santidad sacerdotal –verbo et exemplo- a fin de alzar el sacerdocio del estado de debilidad en que pudiera haber caído[…].

Caritas sacerdotalis. No, esta palabra no brotó de la pluma del P. de Mazenod sin antes haber abrasado, como un carbón ardiente, su alma tan entusiasta. Es intencionada. Es el resumen de todo lo que soñaba el P. de Mazenod. La caridad sacerdotal entre nosotros debe impregnarlo todo, motivarlo todo, ambientarlo todo. Ella condiciona incluso nuestra mentalidad propiamente religiosa hasta el punto que el oblato que quisiera subordinar en su vida la gracia sacerdotal a la de su vocación religiosa, falsearía el eje de su vida oblata. Somos sacerdotes y religiosos y debemos seguir siéndolo. Lo uno no va sin lo otro, si queremos ser auténticos Oblatos de María Inmaculada. (Nota) De ahí se deduce – expresamos esta idea de pasada – cómo nuestros queridos Hermanos coadjutores deben vivir en la unión más íntima con la vida sacerdotal oblata. Hay ahí una mística y una espiritualidad muy ventajosas para la vitalidad religiosa y misionera de nuestros queridos Hermanos” [18].

FERNANDO JETTÉ

El P. Fernando Jetté ha animado la vocación de los hermanos en la Congregación insistiendo en el respeto de los diversos servicios que prestan, bien sean técnicos o profesionales, bien pastorales, tanto dentro como fuera de nuestras casas. Procuró también promover su formación humana y espiritual, pero reafirmó siempre el carácter sacerdotal de la Congregación.

El 14 de noviembre de 1974, en su informe como vicario general al 29º Capítulo, el P. Jetté subrayaba la evolución que se estaba dando en la Congregación:

“Elementos capitales están cambiando poco a poco y en forma casi imperceptible, sin que se tome el tiempo necesario para mirarlos de frente y en todos sus aspectos. Para ilustrarlo, menciono dos puntos: el carácter sacerdotal del Instituto, que tiende a desaparecer bajo el impulso del carácter misionero, y el papel del Hermano en el Instituto, que tiende a cambiar sustancialmente a través del cauce de la promoción humana del Hermano. ¿Debemos, tal vez, proseguir en esa dirección? Pero entonces, es preciso que se haga con toda claridad y tomando en cuenta todas las fuentes, especialmente el pensamiento del Fundador” [19].

Al año siguiente, en una conferencia sobre el carisma oblato, recordaba el pensamiento del Fundador: “Hay que notar un punto importante: el carisma de un Instituto no se reduce a su espíritu, o a su misión; incluye también su forma de vida en sus elementos esenciales: Sacerdotes – a los cuales pueden asociarse Hermanos – misioneros, religiosos, así es como el Fundador quiso a los oblatos” [20].

El 27 de agosto de 1985, en el Congreso internacional de los Hermanos, volvía a tratar la cuestión, situándola en su verdadero contexto teológico: “En ciertos lugares, durante los años 60-70, hubo tendencia a eliminar de la definición del oblato el carácter sacerdotal de la Congregación. Se quería definir al oblato como “un misionero religioso” sin más. Había también tendencia a privilegiar, para la formación de los futuros oblatos, incluso de los sacerdotes, las opciones seculares o profesionales. Recuerdo la reacción del P. Deschâtelets, superior general a la sazón, de paso en Montreal: ‘Si se quiere cambiar la naturaleza de la Congregación, se puede pedir a la Santa Sede, pero no se diga que es eso lo que quiso el Fundador’.

“Unos años más tarde, el 3 de diciembre de 1974 el papa Pablo VI hacía una observación parecida a los jesuitas: ‘Sois religiosos…Sois también apóstoles…Sois además sacerdotes: ése es también un carácter esencial de la Compañía. Sin olvidar la tradición antigua y legítima de esos valiosos Hermanos que, sin estar revestidos del orden sagrado, han tenido siempre un papel eficaz y honroso en la Compañía, queda en pie que la “sacerdotalidad” ha sido formalmente exigida por el Fundador para todos los religiosos profesos (solemnes); con mucha razón, ya que el sacerdocio es necesario para la Orden que él instituyó con el fin principal de la santificación de los hombres mediante la palabra y los sacramentos. El carácter sacerdotal es requerido efectivamente para la consagración de vuestras energías a la vida apostólica pleno sensu, repetimos: del carisma del orden sacerdotal que configura al hombre con Cristo enviado por el Padre, nace principalmente la apostolicidad de la misión, a la que, como jesuitas, sois enviados’ [21].

Equivalía a decir: la vida apostólica en sentido pleno de vuestro Instituto: ‘la santificación de los hombres por la palabra y los sacramentos’ exige el sacerdocio ministerial. Esto es igualmente verdad para nosotros, los oblatos, y por eso, antes de aprobar nuestras Constituciones y Reglas en 1982, la Congregación para los Religiosos nos pidió que lo dijéramos explícitamente en el texto, añadiendo al artículo primero esta frase: ‘ La Congregación es clerical, de derecho pontificio’. Es una exigencia de nuestro fin, tal como se expresa, por ejemplo en el artículo 7″ [22].

CONSTITUCIONES Y REGLAS DE 1982

En el motu proprio ‘Ecclesiae Sanctae’ del 6 de agosto de 1966 Pablo VI daba las normas de aplicación de las decisiones tomadas en el Concilio y fijaba las reglas que debían guiar la revisión de las constituciones de los institutos religiosos: ”

“La unión de estos dos elementos, espiritual y jurídico, es indispensable para asegurar una base estable a los códigos fundamentales de los Institutos, impregnarlos de espíritu auténtico y hacer de ellos una regla de vida. Se evitará, pues, redactar un texto ya únicamente jurídico, ya puramente exhortativo” [23].

El primer artículo de las Constituciones de un instituto religioso tiene una importancia especial porque usualmente en él se indican el fin del instituto y su estatuto jurídico en la Iglesia. Así, el primer artículo de las Constituciones escritas por el P. de Mazenod y aprobadas por León XII en 1826, declaraba que los Misioneros Oblatos de María Inmaculada eran “sacerdotes seculares”. Esto evidentemente debe comprenderse dentro del contexto del derecho canónico de la época que a los miembros de las congregaciones de votos simples no los consideraba como religiosos sino como seculares.

Las Constituciones publicadas en 1853 añadieron la expresión “religiosos ligados por votos”. Tras la aparición de Código de derecho canónico de 1917, que reconocía como religiosos a los miembros de institutos de votos simples, las Constituciones de 1928 omitieron el calificativo “seculares”. Ellas fueron las últimas Constituciones sometidas a la aprobación de la Santa Sede antes de las redactadas por el Capítulo de 1980.

Un instituto religioso aprobado por la Iglesia es o de derecho pontificio o de derecho diocesano, según que haya sido aprobado por la Santa Sede o por el obispo de una diócesis. Con la aprobación de León XII, los Misioneros Oblatos de María Inmaculada pasaban a ser una congregación religiosa de derecho pontificio. Que la Congregación era de derecho pontificio no estaba escrito en las Constituciones mismas, pero resultaba claramente de los diversos documentos de aprobación pontificia de las Constituciones y de los cambios que posteriormente se introdujeron en ellas.

Todos los oblatos conocen bien la exuberante alegría que el Fundador expresaba al P. Tempier en su carta del 18 de febrero de 1826 [24]. Esa misma alegría encontramos en su carta del siguiente 25 de marzo a todos los oblatos:

“Alegraos conmigo y congratulaos, amadísimos míos, porque plugo al Señor concedernos grandes favores; nuestro Santo Padre, el Papa León XII, gloriosamente reinante en la cátedra de Pedro, ha sancionado con su aprobación apostólica, el 21 de marzo del año en curso nuestro Instituto, nuestras Constituciones y nuestras Reglas. Así es como nuestro exiguo rebaño, al que el Padre de familia tuvo a bien abrir ampliamente el campo de la santa Iglesia, se ve elevado en el orden jerárquico y asociado a esas venerables Congregaciones que han difundido en la Iglesia tantos y tan grandes beneficios […]” [25].

La Congregación para los Religiosos e Institutos seculares exigió que el primer artículo de las Constituciones sometidas a la aprobación incluyera la expresión “Congregación clerical de derecho pontificio”. Aunque estos términos no existían en las Constituciones precedentes, la idea que expresan no es nueva. Estaba implícitamente contenida en todas las Constituciones anteriormente aprobadas, puesto que el primer artículo de todos los textos anteriores hablaba de los oblatos como de una comunidad de sacerdotes, y los diversos breves de aprobación pontificia indicaban, al ser reproducidos en todas las ediciones de las Constituciones, que la Congregación era de derecho pontificio.

Lo que Eugenio de Mazenod fundó fue una Congregación de sacerdotes destinados a cumplir su ministerio sacerdotal como misioneros , y por razón de su fin sacerdotal, la Congregación es, en términos canónicos, un instituto clerical: “Se llama instituto clerical aquel que, atendiendo al fin o propósito querido por su fundador o por tradición legítima, se halla bajo la dirección de clérigos, asume el ejercicio del orden sagrado y está reconocido como tal por la autoridad de la Iglesia” (can. 588, § 2).

En su comentario del art. 1 de las Constituciones de 1982, escribe el P. Jetté: “El segundo párrafo, después de haber subrayado el carácter clerical y universal (de derecho pontificio) de la Congregación, menciona que está compuesto de sacerdotes y de hermanos que viven en comunidades apostólicas, que se ligan a Dios por los votos de religión y que participan en una misma misión: “cooperando con Cristo Salvador y siguiendo su ejemplo, se consagran principalmente a la evangelización de los pobres”. Lo que quiere decir que todos los oblatos, tanto los hermanos como los sacerdotes, son igualmente religiosos y evangelizadores de los pobres. Sin embargo, en razón del sacerdocio ministerial en unos, las actividades de evangelización serán complementarias y en parte diferentes, como se dirá en el artículo 7 y la regla 3.

“Un breve recuerdo histórico puede ayudar a comprender mejor estas distinciones en la vida oblata. En el principio, Eugenio de Mazenod quiso establecer una sociedad de sacerdotes que consagraran su vida a la evangelización de los pobres, sobre todo por la predicación de las misiones y la celebración de los sacramentos (penitencia y eucaristía). Aquellos hombres se llamaban “misioneros” u “hombres apostólicos”. Pronto se juntaron con ellos laicos, deseosos de consagrarse a Dios en la vida religiosa oblata y de cooperar, según su preparación y sus talentos, en la actividad misionera de esos “hombres apostólicos”. El Fundador los acogió con alegría y pidió que se los considerara, no “como criados” sino “como hermanos” que comparten nuestra vida y trabajo (cf. Selección de textos, nº 10, 17, 18, 190).

“Hoy día el vocabulario ha evolucionado y los nombres de ‘misioneros’ y de ‘hombres apostólicos’ se dan indiferentemente a hermanos y padres” [26].

HERMANOS Y SACERDOTES

La pertenencia de laicos o de hermanos a un instituto clerical remonta a una antigua tradición en la Iglesia y no constituye, de suyo, una anomalía. La cuestión que se plantea, sin embargo, es la de la relación entre ministerio no ordenado y ministerio ordenado dentro de la vocación y la espiritualidad oblatas. ¿Cómo participa el hermano en el carácter sacerdotal esencial en la Congregación?

Al preparar el Capítulo general de 1966, los hermanos de Bolivia, reunidos en congreso, respondieron de esta forma: “Los hermanos dicen unánimemente que entraron en la Congregación de los Oblatos de María Inmaculada porque veían la posibilidad de trabajar directamente con el sacerdote-oblato; de reemplazar al sacerdote en las tareas temporales, a fin de que éste sea un pastor de almas en un ciento por ciento; de ser un compañero, un apoyo y un confidente para el oblato-sacerdote. A causa de esta relación estrecha con el sacerdocio, el hermano oblato tiene verdaderamente una vocación sacerdotal, que los hermanos de enseñanza u hospitalarios no tienen” [27].

NORMAS GENERALES DE LA FORMACIÓN OBLATA

Las Normas generales de la formación oblata, publicadas en 1984 por la Administración general, responden a la cuestión de manera positiva mostrando que el sacerdocio no es fuente de división en la vida de la Congregación. Al contrario, es, por complementariedad, una fuente de unidad apostólica y fraterna entre sacerdotes y hermanos en la común misión sacerdotal de la Congregación.

“El sacerdocio, en fidelidad al carisma del Fundador, es un elemento esencial de la Congregación, ya que el fin de su misión es la evangelización completa, que comprende el testimonio, la proclamación de la Palabra de Dios, la implantación y la construcción de la Iglesia, la celebración de los sacramen- tos, especialmente de la reconciliación y de la eucaristía. Sacerdotes y herma- nos tienen responsabilidades y papeles complementarios en la obra de la evange- lización (cf. C 7 y R 3, 7). La vida religiosa de los oblatos y su misión de sacer- dotes y de hermanos están unidas inseparablemente al ministerio presbiteral” [28].

“[Los Hermanos] tienen también una relación particular con el sacerdocio ministerial, por pertenecer a una Congregación a cuya identidad atañe como rasgo característico el ministerio sacerdotal. Con los valores propios de su vocación, los Hermanos oblatos participan activamente en la vida de la comunidad y en las obras de la Provincia. Su vocación no los separa de sus hermanos sacerdotes ni en el modo de vivir ni en el trabajo. Las tareas asumidas por los Hermanos al servicio de la misión dependen de la vida y opciones de cada Provincia. El abanico de tareas es muy amplio y debe quedar abierto” [29].

MARCELO ZAGO

El 25 de enero de 1992, en preparación al 32º Capítulo general, el P. Marcelo Zago, superior general, dirigió a los oblatos en formación primera una carta sobre “el carácter sacerdotal de la Congregación”. En ella escribía: El carisma oblato es un don que el Espíritu nos ha transmitido a través de un hombre concreto, Eugenio de Mazenod. El Señor preparó ese don por la experiencia personal del Fundador, que fue marcado por la vocación sacerdotal. […] La misión de la Iglesia se despliega en gran diversidad de modelos y de caminos como recuerda la encíclica misionera de Juan Pablo II [30]. Todos los cristianos son corresponsables en la misión y contribuyen a ella según el estado y el carisma propio de cada uno [31]. La prioridad misionera confiada a nuestra Congregación es sacerdotal, justamente porque va orientada al anuncio de la Buena Noticia y a la constitución de comunidades cristianas. Para los oblatos, la contribución específica, prioritaria aunque no exclusiva, a la misión de la Iglesia es ‘principalmente la evangelización de los pobres’ (C 1)” [32].

William H. WOESTMAN