“Fue este sacerdote don Bartolo –escribe Mons. de Mazenod en sus Memorias- muerto en olor de santidad, el que me instruyó en la religión y me inspiró la piedad que preservó mi juventud de los extravíos de los que tantos otros se han tenido que lamentar por no haber encontrado los mismos auxilios” (Écrits oblats I, t. 16, p. 38). Y Mons. Jeancard da testimonio de que el Fundador de los oblatos solía hablar a menudo de Don Bartolo, subrayando que gracias a este santo sacerdote el pudo adquirir sólidos principios de este género.

Bartolo Zinelli nace el 12 de abril de 1765 en Venicia, en una familia acomodada y religiosa. Dos de sus hijos fueron ordenados sacerdotes. El joven Bartolo se dedica fervientemente a la oración y al estudio. Ordenado sacerdote, trabaja en el ministerio de la predicación y la enseñanza del catecismo a los niños. De naturaleza amable y sensible, se ganó incluso la confianza del Patriarca de Venecia, quien solía consultarle algunas cuestiones difíciles. Cuatro meses después que Eugenio marchara a Nápoles, el 5 de marzo de 1798, Don Bartolo se unió a la Sociedad de los Sacerdotes de la Fe, preludio del restablecimiento de los jesuitas.

Hizo su profesión religiosa el 21 de junio de 1799 en Hagenbrunn, Austria. Desde allí fue llamado a Viena por el Superior General, Nicolas Paccanari, para predicar una misión en la iglesia italiana. Una vez que regresó a Italia se dedicó enteramente a la predicación de misiones y retiros. Comenzó en Nuestra Señora de Loreto. Durante un año y medio cruzó de cabo a rabo el país predicando y oyendo confesiones con muy buenos resultados. Pero sobrevaloró sus fuerzas. Habiendo caído enfermo, se vio obligado a retirarse al convento de San Silvestre del Quirinal, Roma. Su enfermedad fue larga y dolorosa. Fortalecido por la Unción de Enfermos, se durmió placidamente en el Señor el 3 de julio de 1803, a la edad de 37 años. Fue enterrado en la iglesia del mismo nombre, bajo el altar del Santísimo Sacramento (Archivos Generales S.J., Paccanaristae 8, Societas Fidei, Catalogi 1797-1805; nº. 538, Ruolo dei Morti). Durante unas obras en la iglesia su cuerpo fue retirado de allí. A día de hoy se ha perdido toda pista de él.

Verdadero hombre de Dios, muy apegado a la Sociedad, profundamente humilde, ardiente en la caridad, se distinguió sobre todo por su celo. Aunque a veces se veía atormentado por escrúpulos, nunca entorpecieron su propia conciencia en su tarea de oír confesiones y en la dirección de almas. En resumen, concluye la necrológica de la Sociedad, un hombre de Dios y un verdadero hijo de la Compañía, su única preocupación era la gloria de Dios y la salvación de las almas.

“Su causa de beatificación habría comenzado hace largo tiempo –escribe el P. de Mazenod al P. Courtès el 6 de diciembre de 1825- si la Sociedad de la que era miembro no se hubiera disuelto, a causa de la mala conducta de su jefe, el famoso Paccanari, que terminó tan mal después de haber tenido tan buen comienzo […]. Dios aparentemente no ha querido glorificar a su servidor aquí abajo. Si hubiera sido del todo un jesuita, estos buenos padres se hubieran movido un poco más”.

El hermano de Don Bartolo, Don Pietro, quien era tan sólo diácono en aquel entonces, solía pasar el tiempo con el joven Eugenio en Venecia. Nacido el 18 de marzo de 1772, siguió a su hermano mayor en la Sociedad de los Sacerdotes de la Fe. Más tarde se convirtió en secretario del Padre General y murió en Padua el 11 de junio de 1806, a los 34 años.

El primer encuentro de Eugenio con Don Bartolo fue arreglado por Don Milesi, párroco de la parroquia de San Silvestre, donde Eugenio solía ir para ayudar en la misa a su tío-abuelo, Carlos Andrés de Mazenod. Un día, cuando Eugenio estaba jugando en la ventana de su casa, Don Bartolo apareció al otro lado de la calle y le preguntó: “¿No temes perder el tiempo?”. “¡Ay! -respondió Eugenio- es realmente horrible pero, ¿qué puedo hacer?. Soy forastero aquí sin ningún libro a mi disposición”. “Bien -respondió entonces Don Bartolo- ahora mismo estoy justo en mi biblioteca y tengo muchos libros en latín, italiano y francés”. Dicho esto, tomó la vara que se usaba para trancar las contraventanas, puso un libro sobre ella y se lo pasó sobre la estrecha calle, de un metro y medio de ancho, aproximadamente.

Tras haber reído el libro, Eugenio, siguiendo el consejo de su padre, fue a casa de Don Bartolo para agradecerle tan amable gesto. “¡Bien! -concluyó este- ¿ves esta hermosa biblioteca?, todos estos libros están a tu disposición”. Don Bartolo mostró entonces su despacho, donde estudiaba con su hermano Pietro y le dijo: “Puedes ocupar aquí el lugar de mi hermano menor, que murió”. Eugenio no podía contener su alegría. “¡Bien!, puedes comenzar desde mañana”.

Desde aquel día hasta su marcha a Nápoles en noviembre de 1797, Eugenio acudió regularmente a la casa familiar de los Zinelli para estudiar y para rezar. En la casa de Doña Camilla y sus hijos, pudo ver ejemplos de trabajo, oración, caridad y de un calor afectuoso que le hizo gran bien. Pero quedó especialmente prendado de Don Bartolo por su grandeza de espíritu y por su sabiduría práctica. Don Bartolo se convirtió en un amigo para Eugenio, un avezado hermano mayor, con mucho tacto y prudencia. A esta difícil edad de cambio de la infancia a la adolescencia, Eugenio tuvo la buena fortuna de encontrar en Don Bartolo una guía que le consolara, le apoyara y que le ayudara a subir por el difícil camino de la perfección cristiana.

Don Bartolo hizo para su discípulo una regla bastante estricta. En ella se contenía: quince minutos de oración de la mañana, asistir a la Santa Misa, recitación del oficio de la Santísima Virgen María o el rosario, lectura espiritual. Tras la misa, Eugenio solía ir a casa de los Zinelli y estudiaba hasta mediodía. Después, iría a casa de los De Mazenod para almorzar. La tarde estaba reservada para pasear. Don Bartolo y Eugenio visitaban sobre todo las iglesias, donde se detenían unos momentos para rezar. Una vez regresados a casa, Eugenio continuaba sus estudios hasta el almuerzo, que tomaba con la familia Zinelli. Después recitaban juntos el rosario y decían las oraciones de la noche. Eugenio regresaba a casa tan sólo a las once de la noche, siempre bajo la tutela de uno de los sirvientes de los Zinelli.

Eugenio solía acudir a la confesión cada sábado a Don Zauli, antiguo jesuita. Recibía la comunión cada domingo; la comunión diaria no estaba permitida en aquél tiempo. Viviendo con este sacerdote, Eugenio sintió el deseo natural de seguirle en su santa vocación. Cuando su tío-abuelo Carlos Andrés le objetó que, en tal caso, la familia De Mazenod se extinguiría con él, Eugenio replicó: “¿No sería un gran honor para nuestra familia terminar con un sacerdote?”. Con posterioridad, en una carta del 2 de octubre de 1822 al P. Tamburini, añadió que era una vocación misionera: “No tenía más que doce años cuando Dios hizo nacer en mi corazón los primeros y muy eficaces deseos de verme en las misiones para trabajar por la conversión de las almas” (Écrits oblats I, t. 11, p. 285). Y en sus memorias, Mons. de Mazenod declaraba que si se hubiera quedado en Venecia por más tiempo, habría seguido a su santo director en la Sociedad de los Sacerdotes de la Fe (cfr. Écrits oblats I, t. 16, p. 41-42).

Desafortunadamente, esta incipiente vocación no pudo aguantar su crisis de juventud. Aquella comenzó a apagarse en Nápoles y desapareció durante los años 1800-1805 para dar paso a la búsqueda de la gloria mundana. Don Bartolo trató de atajar la crisis con sus cartas, exhortando a Eugenio a volvir a sus “disposiciones” de Venecia y sugiriéndole que le siguiera ingresando en la Sociedad de la Fe. Pero, ¡en vano!. Eugenio en su última carta a don Bartolo, fechada el 4 de noviembre de 1801, respondía descaradamente a su antiguo maestro: “Ya no soy un niño, ¡me he convertido en un hombre!”. Y guarda silencio sobre la sugerencia de seguir a Don Bartolo en su vocación sacerdotal y religiosa (cfr. REY I, pág. 44).

Más tarde, en los años 1805-1807, aquella vocación en ciernes, aletargada en su subconsciente, empujada por la gracia de Dios se reavivaría y se transformaría en una vocación madura de sacerdote-misionero de los pobres. Eugenio lo constata en la correspondencia con su madre. Citamos, por ejemplo, su carta del 28 de febrero de 1809: “Es el momento de aplicar lo que te dije a la edad de 14 años y lo que tú me contestaste un día: ¡qué familia sería, incluso si fuera real, la que no se viera muy honrada de terminar en la persona de un sacerdote!” (Écrits oblats I, t. 14, p. 119).

El mayor mérito de Don Bartolo fue formar el alma de Eugenio, sembrando en su corazón el deseo del sacerdocio y, por tanto, dar a la Iglesia el fundador de una congregación religiosa, un obispo y, finalmente, un santo canonizado.

Jósef Pielorz, o.m.i.