“Los designios de Dios son insondables y sus caminos inescrutables”, nos dice San Pablo. Pero, en la misma carta a los Romanos, dice también “que todo coopera en bien para los que aman Dios”. Si sabemos tener confianza en ese Dios que nos ama y no quiere más que nuestra dicha, estamos seguros de que nos irá bien a dondequiera que la Providencia nos envíe. La carrera del P. Constancio Chounavel nos puede servir de ejemplo.

El 15 de febrero de 1852, Mons. Eugenio de Mazenod lo ordenó sacerdote, en Marsella, el mismo día que a Enrique Grollier. El Superior General de los Oblatos decidió entonces que el P. Chounavel fuera a los Hielos polares, mientras que su compañero tomaría la ruta de Ceilán. Ambos se preparaban para la próxima salida con la alegría de poder, cada uno por su lado, llevar a la práctica el lema de los Oblatos: “Me ha enviado a evangelizar a los pobres”. Pero un incidente banal iba a cambiar de repente sus planes. El invierno de 1852 fue muy frío en Marsella. Al P. Chouvanel se le helaron las manos y las narices. Un médico le puso un emplasto en la nariz que le convertía en una figura ridícula. Viéndolo, Mons. De Mazenod exclama: “Si este muchacho no puede aguantar el frío de Marsella, ¿cómo podrá soportar el del Polo Norte? Así que, mi querido Constancio, tú irás a Ceilán y Grollier a Mackencie”.

Los jóvenes misioneros aceptaron de buen grado ese cambio de obediencias, sin dudar que iban a realizar cada cual, en sus respectivos campos de apostolado, hazañas que pasarían a la historia. El P. Grollier fue el primer sacerdote que atravesó el círculo polar. Murió a la edad de treinta y ocho años, pronunciando ante la cruz que acababa de plantar en Good Hope (Buena Esperanza): “Muero contento, oh Jesús, ya que he visto tu estandarte levantado hasta en los confines de la tierra.”

Totalmente en los antípodas, bajo el sol ardiente de Ceilán (Sri Lanka), el P. Chounavel vivió hasta los ochenta y nueve años. Murió tras setenta y un años entregado a un ministerio muy activo, susurrando también él en sus adentros: “Señor, muero contento porque, con la ayuda de María, te he dado a conocer a miles de pobres tamules y cingaleses”.

En 1853, un año después de su llegada a la isla, lo enviaron solo a la misión lejana de Batticaloa. Fue allí donde, respondiendo a sus oraciones, la Santísima Virgen le “soltó” la lengua, porque desde hacía años una timidez insuperable le impedía expresarse de modo conveniente en público. Ese impedimento se remonta a sus años de escolar. Uno de sus profesores, tartamudeando irónicamente su nombre, pregunta un día al joven Constancio del modo siguiente: “Veamos, señor Chou-chou-chou-navel… ¿puede decirme usted…?” El pobre alumno, nervioso, se puso colorado y se hundió ante la carcajada general de la clase. No pudo decir ni una palabra. Ese trauma le afectaría para el resto de su vida. Una vez misionero, le bastaba subir al púlpito para sufrir un ataque de mutismo. Esta prueba lo torturó siempre hasta que, al llegar a Batticaloa, María lo liberó. Afrontando por vez primera sus nuevos oyentes, altaneros ante ese joven misionero tímido, el P. Chounavel, movido por una fuerza desconocida, se puso a hablar con tal fuerza de convicción y aplomo que se ganó los corazones más obstinados. No salían de su sorpresa ante tal elocuencia.

El P. Chouvanel era experto en toda clase de oficios: arquitecto, carpintero, ebanista, pintor, escultor, músico, escritor. Escribió cantidad de libros en cingalés y tamul. A él se debe una gramática anglo-cingalesa, la traducción completa de la Biblia, la Vida de los Santos para cada día del año, el mes de María, el del Sagrado Corazón, Preparación al matrimonio, etc. Todo ello además de su ministerio ordinario de predicación y catequesis.

¿A quién o a qué atribuir ese cúmulo casi increíble de trabajo? Ciertamente no a sus fuerzas físicas: era menudo de talla, flaco y enfermizo. Pero Aquel que providencialmente lo había orientado hacia Ceilán, Dios, que parecía haberlo llevado “por las narices” hacia la “Perla de las Indias”, no lo abandonó jamás en su tarea apostólica. “Yo estoy contigo, le repetirá diariamente como a Jacob, y te protegeré a dondequiera que vayas”. El Señor y María lo acompañaron fielmente hasta la muerte, que le sobrevino el 23 de agosto de 1923. Al depositar los frágiles restos mortales del P. Chounavel en esta tierra de Ceilán de la que jamás salió durante setenta y un años, Mons. Antonio Coudert, o.m.i., arzobispo de Colombo, podrá decir de este gran misionero, con orgullo: “Este padre se dio por completo”.

André DORVAL, OMI