Quisiera dar testimonio aquí a favor de los Oblatos inválidos que, pese a sus minusvalías, ejercieron o ejercen un apostolado fecundo. Su gran espíritu de fe ha dado a sus vidas, purificadas en el crisol del sufrimiento, la calidad del oro puro. Pienso por ejemplo en el P. Lionel Labrèche que tuvo que pasar “del trineo de perros a la silla de ruedas”, o el P. Ireneo Aube que, a consecuencia de un accidente, se vio obligado a trocar “el teclado de pedales del órgano por el teclado del sufrimiento”, o el P. Lionel Saint-Amour, para quien la cama del hospital remplazó la butaca de director de la Asociación Misionera de María Inmaculada. ¡Honor a estos valientes hermanos nuestros!

Uno de nuestros grandes misioneros, que murió acercándose a los cien años, el P. Nicolás Laverlochère, ha pasado a la historia. Treinta y tres años de parálisis no consiguieron minar su celo al servicio de los amerindios.

Nacido en Saint-George-d’Esperance, Francia, el 4 de diciembre de 1811, Nicolás ingresó en los Oblatos primeramente como hermano coadjutor. Siendo sacristán en Aix y poco después de sus primeros votos, solicita y obtiene del Fundador el permiso para estudiar con miras al sacerdocio. A la edad de veintisiete años, se enfrasca en los estudios clásicos teniendo como maestro a un cura caritativo en las afueras de Marsella. Dos años más tarde el hermano Laverlochère repite su noviciado pero ahora como escolástico. Una vez recibido el diaconado, en el otoño de 1843, fue destinado a Canadá.

Junto con el P. Juan Francisco Allard y el hermano Alejandro Augusto Brunet, integra el segundo equipo que llega a Montreal. El 5 de mayo de 1844 es ordenado sacerdote en la pequeña iglesia de Acadie. Nueve días después el neo-sacerdote, desde Lachine, en compañía del sacerdote Hipólito Moreau, emprende su primera gira apostólica por la Outaouais Superior. Este primer viaje durará cuatro meses y los llevará hasta el lago Atibiti.

En adelante, cada año efectuará esa misma gira, siete veces seguidas, llegando incluso a Albany, por lo que con razón se le llama “el fundador de las misiones de la Bahía James”. Tuvo la dicha de bautizar a centenares de niños y de convertir al catolicismo a decenas de adultos.

En 1850, a petición de Mons. de Mazenod, se embarca rumbo a Francia. Emprende una gira de predicación para dar a conocer a sus compatriotas, en nombre de la Obra de la Propagación de la Fe, el abandono de los niños de los bosques. Su palabra evangélica conmovió a diócesis enteras. Luís Veuillot dirá de él: “Ningún misionero me ha impresionado tanto como el P. Laverlochère.”

De vuelta a Canadá, en verano de 1851, regresa a la Bahía. Tenía un solo deseo: vivir y morir por sus queridos amerindios. ¡Pero ay! Una dura prueba le esperaba en su viaje de retorno. De camino a Montreal, una noche, extenuado, para recobrar fuerzas, se abriga con su manta, sin tener en cuenta la humedad del suelo. A la mañana siguiente sus compañeros topan con la dolorosa sorpresa de encontrarlo paralítico en su tienda. Están a seiscientas millas de Ottawa, perdidos en pleno bosque. Inmóvil, tendido en una canoa y llevado en brazos, Nicolás Laverlochère, misionero de treinta y nueve años, llega a Montreal algunas semanas después. En adelante esta alma vigorosa tendrá que habitar en un cuerpo roto. Sin embargo este santo misionero sobrevivirá treinta y tres años con una dura parálisis. A fuerza de energía podrá celebrar la misa, confesar, ir y venir renqueando para visitar a los enfermos y animar y confortar a los más necesitados. Primero será en Maniwaki y después en Temiscamingue donde él arrastrará a fuerza de corage sus piernas de inválido glorioso. Tras regresar a esta región en 1988, fallecerá ahí seis años más tarde, el 4 de octubre de 1884, a la edad de setenta y tres años.

Aquel a quien los amerindios apodaron como el “Mino-Tagossite” (al que da gusto escuchar) prosigue aún pregonando muy alto, desde el silencio de la muerte, el valor de una vida consagrada al Señor y entregada a los desheredados de la tierra. Reposa en el cementerio de los amerindios, en el viejo Fuerte Ville-Marie, donde han puesto una placa en su honor. Nicolás Laverlochère, valiente misionero inválido, continúa así velando por sus hijos predilectos, tras una vida pletórica de sufrimientos y de méritos.

André DORVAL, OMI