Conocéis el dicho a menudo confirmado por los hechos: “Una Providencia especial vela sobre los misioneros”. Los oblatos del Gran Norte Canadiense lo experimentaron más de una vez, sobre todo en el siglo pasado, cuando los medios de comunicación eran todavía muy primitivos. ¡Cuántos ejemplos podríamos recordar! La aventura que vivió el padre Georges Ducot, en el mes de marzo 1880, es muy dramática.

Perdido en el frío
Georges Ducot nace en Burdeos, Francia, el 8 de marzo de 1848. Después de dos años pasados en el gran seminario de esta ciudad, entra en el noviciado de los oblatos, en Nancy. Ordenado sacerdote en 1873, recibe en seguida su obediencia para las misiones del Mackenzie, adonde va a fatigarse durante cuarenta y tres años entre los amerindios de esta región.

Invitado a celebrar la fiesta de Pascua en el norte de Fort Norman en los alrededores del Gran Lago del Oso, el padre se pone en camino el 17 de marzo por la mañana. Le acompaña su guía Alphonse Koutian. Con un tiro de cuatro buenos perros, cuenta con hacer el viaje en una semana como mucho. Ata entonces a su trineo algunas provisiones que considera suficientes para él, su compañero y sus perros. A pesar de una nieve abundante y de un frío intenso, sale con toda confianza. Su perro de cabeza sigue el camino trillado. Cerca del lago de los Sauces, los viajeros conocen a Bechletsiya, un viejo pescador que les ofrece hospitalidad en su campamento. “Seguid mi consejo, les sugiere, no os aventuréis más lejos. La tempestad ha llenado las pistas; os perderéis. Ni siquiera guía experta se orientaría”. Pero el padre Ducot había dado su palabra. Le esperaban en los Flancs-de-Chiens. Vuelve a ponerse en camino. Los días se suceden, las pistas se cruzan, los perros resuellan, las provisiones se consuman y el Fort Norman no está siempre a la vista. Mal nutridos, tres perros se mueren de hambre. Queda sólo Fido, el más pequeño y el más afectuoso. ¿Qué hacer?

De rodillas en la nieve
En la maleza ninguna liebre, bajo el hielo ningún pez. “Sigamos andando”, dice Alphonse desmoralizado. “Hagamos mejor, contesta el misionero confiado, recemos a Dios para que nos ayude”. Es el sábado santo. De rodillas en la nieve, dirigen a Dios y a la Virgen Madre, madre del misionero, una fervorosa oración. Deciden luego volver atrás. La mañana de Pascua, se resignan a matar al pobre Fido para poder sustentarse más largo rato. Aún tres días de camino dificultoso en una nieve que se derrite. Regularmente salen invocaciones: “Oh María, protéjanos”.

 

De repente, en una escampada de abetos, aparece un lobo enorme, ocupado en despedazar una piel de alce. Los viajeros sacuden las manos y el lobo se larga, dejando su magro botín a los dos hambrientos. Arrancando a esta piel la poca carne que queda, Alphonse mueve la nieve alrededor y encuentra una masa congelada. Era una vejiga de alce llena de sangre que les permite sobrevivir unos días más.

Oh dulce Providencia
De pena y de miseria los pobres vagabundos terminan llegando otra vez al lago de los Sauces, esperando encontrar al viejo pescador. ¡Ay de mí! Había dejado el lugar. Al anochecer, Alphonse lanza un grito: “Oigo unos perros a lo lejos”. A toda velocidad nuestros dos supervivientes corren en la dirección de los ladridos. Esta vez, es el final de sus tormentos. Bechletsiya, la vigilia, había matado tres alces. Todo alegre, les invita a compartir su festín. ¡Imaginaros! Tal cantidad de hermosa carne roja, muy fresca, ofrecida gratuitamente a estos dos hombres ¡cuyo estómago estaba para el arrastre! Durante mucho tiempo se acordaron de este famoso viaje de marzo de 1880. Cantaban entonces:

Oh dulce Providencia
Que da a manos llenas
Comida suficiente
Según todas nuestras necesidades.

André DORVAL, OMI